John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los Últimos Cien Días: краткое содержание, описание и аннотация

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Entonces, Doenitz tuvo la certeza de que Hitler había muerto, y que por algún motivo especial, Bormann quería evitar que se divulgase la verdad. Doenitz, por su parte, consideraba que había que decir inmediatamente al pueblo alemán y al ejército lo que había ocurrido, antes de que los rumores procedentes de distintas fuentes sembrasen la confusión. Pero eran escasos los informes de que disponía, por lo que decidió atenerse a la petición de Bormann, por el momento. Lo que resultaba indudable era que la guerra se había perdido. Como no había posibilidad de llegar a una solución política, su obligación como jefe del Estado era terminar con las hostilidades lo antes posible, a fin de evitar inútiles derramamientos de sangre.

– A mi entender -dijo a Von Keitel y Jodl-, los ejércitos de Schoerner deben evacuar las posiciones que retienen con tanta firmeza, retirándose en dirección al frente norteamericano. De ese modo, añadió Doenitz, cuando llegase el momento de la rendición, podrían entregarse a las potencias occidentales.

Doenitz decidió rendir el norte de Alemania a Montgomery, y con tal objeto telegrafió al almirante Hans Georg von Friedeburg, un hábil negociador, a fin de que se preparase para llevar a cabo una misión especial. Cuando esto se hubiese logrado, trataría de rendir el resto del frente occidental, mientras contenía a los rusos. Pero esas negociaciones deberían durar lo suficiente para poder evacuar en masa a la población hacia el Oeste. El mismo día dirigió Doenitz su primera alocución a las fuerzas armadas, asegurando que tenía intención de «proseguir la lucha contra los bolcheviques hasta que nuestras tropas y los centenares de miles de familias de nuestras provincias orientales hayan sido salvadas de la esclavitud y la destrucción». Declaró igualmente que «el juramento de lealtad que habéis hecho al, Führer ahora os une a mí, que he sido nombrado su sucesor». A continuación mandó Doenitz a buscar a los reichskomissars de Checoslovaquia, Holanda, Dinamarca y Noruega y les ordenó que hiciesen todo lo posible por evitar derramamientos de sangre en aquellos países. A Von Ribbentrop le dijo por teléfono:

– Piense en un sucesor, y cuando lo encuentre, llámeme en seguida.

Una hora más tarde, Ribbentrop volvía a llamarle.

– He pensado una y otra vez en el problema -manifestó-, Creo que sólo hay un hombre capaz de desempeñar con acierto las tareas que realizo: yo mismo.

Doenitz sintió deseos de «reírsele en la cara», pero se limitó a rechazar cortésmente su oferta. Poco después nombraba para el cargo a Schwerin von Krosigk.

– No espere ganar laureles en su misión, pero tanto usted como yo nos vemos obligados a aceptar nuestras tareas en beneficio del pueblo alemán.

En cuanto Himmler se enteró del nombramiento, mandó llamar a Schwerin von Krosigk a su cuartel general.

– He sabido que va usted a ser el nuevo ministro de Asuntos Exteriores -dijo Himmler-. Debo felicitarle sinceramente. Nunca un ministro ha tenido mejores oportunidades.

El conde le miró perplejo e inquirió:

– ¿Qué quiere usted decir?

– Que dentro de poco, los rusos y los norteamericanos chocarán abiertamente, y entonces nosotros, los alemanes, seremos la fuerza decisiva. Por consiguiente, nunca como ahora el objetivo de los Urales ha estado tan próximo a nosotros.

– ¿Aún cree que tiene usted alguna misión que cumplir?-preguntó Von Krosigk, con tono levemente sarcástico.

– ¡Desde luego! Yo soy la base del orden, y Eisenhower y Montgomery no tardarán en reconocerme como tal. Todo lo que necesito es una hora de conversación con cualquiera de ellos, y el asunto quedará arreglado.

A última hora de la tarde, Doenitz recibió al fin una confirmación oficial de Bormann y Goebbels, acerca de la muerte de Hitler, concebida en los siguientes términos:

«El Führer murió ayer, a las 15,30. En su testamento fechado el 29 de abril, le nombra presidente del Reich, a Goebbels canciller del Reich, a Bormann ministro de Asuntos Exteriores. El testamento, por orden del Führer, se envía al feldmarschall Schoerner, fuera de Berlín, para su custodia. Bormann tratará de ir ahí hoy para explicarle la situación. La forma y el momento de hacer el anuncio a las fuerzas armadas y al público, se deja a su albedrío. Acuse recibo.»

Pero Doenitz no tenía intenciones de incluir a Goebbels ni a Bormann en su Gobierno, y dio órdenes de detenerles si se acercaban por Ploen.

También decidió que era hora de informar al pueblo alemán de la muerte del Führer. [65]A las 21,30 Radio Hamburgo interrumpió su programa para dar «una grave e importante noticia». Se escucharon algunos trozos de óperas de Wagner, luego unos compases de la Séptima Sinfonía, de Bruckner, y al fin una voz solemne anunció:

– Nuestro Führer, Adolf Hitler, luchando hasta el último aliento contra el bolchevismo, cayó por Alemania esta tarde (fue la tarde anterior), en su cuartel general de la Cancillería del Reich. El 30 de abril (el testamento estaba fechado el día 29) el Führer designó al gran almirante Doenitz para ocupar su lugar. El gran almirante y sucesor del Führer va a hablar a continuación al pueblo alemán.

Doenitz dijo que Hitler había caído «a la cabeza de sus tropas», y que la tarea que a él, Doenitz, le incumbía, era la de «salvar a los alemanes de la destrucción que implicaba el avance del enemigo bolchevique».

4

Poco después de anochecer, el coronel Woehlerman recibió la orden de informar inmediatamente al puesto de mando de Weidling, situado en Bendlerblock. El intento de romper el cerco de Berlín había sido abandonado.

Woehlerman pidió a su primer oficial de Estado Mayor que le acompañase con un fusil ametrallador, y su conductor se ofreció a acompañarle también para defenderle. Ya era casi imposible cruzar el Tiergarten, pues los rusos tenían en su poder el puente de Liechtenstein. Los tres hombres esperaron junto a la torre antiaérea hasta que cesó momentáneamente el fuego, y luego avanzaron por la avenida del eje Este-Oeste. Las granadas comenzaron a estallar sobre sus cabezas otra vez, y tuvieron que lanzarse de un salto al cráter abierto por una bomba. Aquello hizo que Woehlerman se acordase de Verdún. Como el bombardeo persistiese salieron del agujero y continuaron avanzando hacia el Este. En la Friedrich Wilhelmstrasse tuvieron que cruzar a la carrera bajo el fuego enemigo. La Neue Siegesallee (Avenida de la nueva Victoria) era un caos de ruinas. Los monumentos de los gobernantes de Brandenburgo-Prusia, desde Alberto el Oso hasta el kaiser Federico III de Hohenzollern, yacían derribados de sus pedestales. Con todo cuidado se internaron entre los escombros del patio del Departamento de Guerra, donde Stauffenberg y otros más habían sido fusilados el 20 de julio.

En el bunker reinaba una atmósfera opresiva, aciaga. Goebbels mandó llamar a su ayudante, Günther Schwägermann, y le informó acerca de los trascendentales hechos acaecidos en las últimas horas.

– Todo se ha perdido -dijo Goebbels-. Yo debo morir, junto con mi mujer y mis hijos. Usted se encargará de quemar mi cuerpo.

Goebbels entregó entonces a Schwägermann una fotografía con marco de plata del Führer y se despidió de él.

Entretanto, había otros en el bunker que estaban recibiendo las últimas instrucciones para la huida. A las nueve de la noche, el primer grupo de los seis en que se habían dividido los que iban a intentar escapar, correría hasta la entrada más cercana del ferrocarril metropolitano y avanzaría por el túnel hasta la estación de Friedrichstrasse. Allí saldrán de nuevo a la superficie, cruzarían el río Spree y se encaminarían hacia el Oeste o el Noroeste, hasta encontrarse con las tropas aliadas o las de Doenitz. Los otros cinco grupos seguirían el mismo camino, a intervalos regulares.

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