Ya en Flensburg, Schwerin von Krosigk se dirigió en seguida a la emisora de radio local y comenzó con la alocución:
– Hombres y mujeres alemanes -empezó diciendo-. El telón de acero se aproxima cada vez más desde el Este. Detrás de él, ocultos a los ojos del mundo, todos esos pueblos que oprime el puño implacable de los bolcheviques, están siendo destruidos.
Añadió que la Conferencia de San Francisco trataría de establecer una Constitución que garantizase el fin de la guerra, de una tercera guerra mundial en la que se emplearían aterradoras armas de nueva creación, que provocarían la muerte y destrucción de toda la Humanidad. Pero una Europa bolchevique, pronosticó, seria el primer paso hacia la revolución mundial que los soviéticos habían planeado cuidadosamente durante los pasados veinticinco años.
– Por consiguiente -agregó Krosigk-, consideramos que en San Francisco debe establecerse una Constitución para el mundo, no sólo con el fin de evitar futuras guerras, sino también para eliminar los roces que las provocan. Pero tal Constitución de nada valdrá si los incendiarios rojos ayudan a establecerla.
«El mundo debe ahora tomar una decisión de la mayor importancia para la historia de la Humanidad. De esa decisión depende que se establezcan el caos o el orden, la guerra o la paz, la vida o la muerte», terminó diciendo.
Capítulo séptimo. Comienza una larga capitulación
Los ingleses habían llegado ya al Báltico antes que los rusos y era evidente que el encuentro con el Ejército Rojo tendría que producirse de un momento a otro. Matthew Ridgway, cuyo XVIII Cuerpo Aerotransportado había sido cedido a Montgomery para la campaña del norte de Alemania, dio instrucciones a la 7.ª División Acorazada para que avanzase con precaución y estableciese un contacto ordenado con los rusos.
El primer teniente William A. Knowlton recientemente graduado en West Point y destinado al 87.° Escuadrón de Caballería de Reconocimiento, fue elegido para mandar las fuerzas que deberían encontrarse con los rusos. Se le dijo que éstos «se hallaban en algún punto hacia el Este, a una distancia que variaba entre los ochenta y los ciento sesenta kilómetros, según rumores que circulaban». Le entregaron algunas botellas de buen whisky para el comandante soviético, al que debería tratar de conducir hasta las líneas norteamericanas.
En las últimas horas de la tarde del 2 de mayo, Knowlton inició la marcha con noventa hombres en once vehículos blindados y una veintena de jeeps . La pequeña fuerza especial avanzó con decisión por la amplia carretera, como si fuese la avanzadilla de todo un ejército, y al cabo de pocos kilómetros comenzó a pasar junto a los sorprendidos soldados alemanes, que arrojaban sus armas y se dirigían hacia las líneas aliadas para rendirse.
Las tropas de Knowlton entraron en Parchim -situado a unos treinta kilómetros de las líneas enemigas-, más como libertadores que como conquistadores. Los policías militares alemanes despejaron la calle principal de la población, y en las aceras se agrupó una multitud de soldados y civiles que creían que aquellas tropas norteamericanas se dirigían hacia el Este para luchar junto a los alemanes en contra de los bolcheviques. [68]
Se hizo de noche cuando los norteamericanos se hallaban quince kilómetros más al Este, en la población de Lübz. Se encontraban ya fuera del alcance de la radio. Knowlton estableció un puesto de mando en una cervecería, y desplegó una actitud tan enérgica que durante aquella noche se le rindieron unos doscientos mil alemanes. Al día siguiente siguió avanzando hacia el Este, con dos oficiales alemanes subidos a los estribos de su camión blindado.
– Tengan en cuenta, señores -dijo Knowlton a ambos-, que si mi vehículo tropieza contra una mina alemana, ustedes morirán lo mismo que los que vamos en el interior del camión, o tal vez antes.
Después de una cautelosa marcha que se prolongó a lo largo de veinticuatro kilómetros de campos de minas, la caravana se aproximó a la ciudad de Reppentin.
– Allí está nuestra artillería! -gritó uno de los oficiales alemanes, señalando una larga columna de jinetes, vehículos y soldados de infantería.
Knowlton entregó sus prismáticos al alemán y le dijo:
– Vuelva a mirar, herr hauptmann , y dígame si cree que los alemanes tienen cosacos con sombreros de pieles en su caballería.
Aquel desfile excedía de todo lo que Knowlton hubiese imaginado acerca de los rusos. La columna estaba compuesta por una heterogénea colección de carretas, cañones semioxidados, camionetas alemanas, obuses, bicicletas y motocicletas. Las carretas iban llenas de mujeres y niños, y a los lados de la columna marchaban numerosas cabezas de ganado. Knowlton tuvo la impresión de que se trataba de una caravana de nómadas. Los rusos acogieron a los norteamericanos agitando los brazos y lanzando gritos de júbilo. Una carreta de dos caballos se aproximó conducida por un hombre y una mujer. Knowlton creyó que eran una pareja de granjeros, pero resultó que quien guiaba era el coronel que mandaba la unidad, en tanto que la mujer era una rolliza enfermera.
El coronel y Knowlton se estrecharon la mano y se dieron algunas palmadas en la espalda, mientras exclamaban: « Tovarisch! » y « Ya Americanyets! ». Ambos firmaron en sus respectivos mapas de campaña, y Knowlton extrajo una botella de whisky.
Los soldados rusos, entretanto, se congregaban alrededor de los vehículos blindados norteamericanos, probando los cañones, abriendo y cerrando las escotillas, hablándose entre sí por la radio y actuando como niños maravillados. Uno de los soldados oprimió sin querer el gatillo de una ametralladora, y las balas levantaron un reguero de polvo alrededor del coronel soviético. Los oficiales rusos prorrumpieron en risotadas y volvieron a darse fuertes palmadas en la espalda.
El coronel señaló con gesto imperioso hacia un gran edificio. Varios cosacos galoparon sobre sus cabalgaduras hacia allí y entraron en la casa. Se oyeron ruidos de cristales rotos y luego varios gritos. A continuación salieron corriendo por la puerta dos ancianos alemanes y luego un cosaco, que llevaba asido a un muchacho por el fondillo de los pantalones y al que arrojó encima de un seto. Entonces el coronel se volvió hacia Knowlton y le invitó a que entrase en su nuevo puesto de mando.
Siguieron los habituales brindis por Stalin, Truman, Churchill y todos aquellos que acudían a la mente de los presentes. Poco antes del mediodía se presentó el comandante de la división y dijo a Knowlton que le gustaría encontrarse con el comandante norteamericano aquella noche en una iglesia que estaba a mitad de camino de Parchim.
Knowlton advirtió entonces que un oficial soviético medio borracho se dirigía hacia un grupo de oficiales jóvenes que se mantenían en actitud expectante. Les dijo unas pocas palabras y los jóvenes, con gesto de resignado buen humor, dieron algunas órdenes en voz alta. Se oyó entonces una especie de rugido lanzado por los varios millares de soldados soviéticos que constituían la columna, y ésta inició la marcha hacia el Oeste, mientras sus integrantes disparaban al aire sus armas, como si fuesen revolucionarios mejicanos.
Cuando se disponía a abandonar el poblado de Reppentin, Knowlton miró hacia uno de sus vehículos. Sentado en la torrecilla del mismo, un comandante soviético se reía a mandíbula batiente, por efectos del alcohol, mientras un soldado a su lado, con una toalla arrollada al brazo y una vieja navaja, se disponía a afeitarle:
Esa misma mañana, el almirante Von Friedeburg, acompañado por tres oficiales, fue conducido hasta el cuartel general de Montgomery, situado en Lüneburger Heide, unos cincuenta kilómetros al sudeste de Hamburgo. Montgomery salió de un remolque, vehículo que había constituido su hogar durante los últimos años, se adelantó y preguntó:
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