Pohl tomó la palabra y dijo que la Luftwaffe cumpliría con los términos de la rendición. Herr y Lemelsen vacilaron y terminaron diciendo que no se justificaba la continuación de la lucha.
Llegó entonces el turno al comandante supremo en Italia, Schulz, el cual declaró:
– Estoy totalmente de acuerdo.
Wolff creyó que con ello había ganado la partida, pero en seguida Schulz añadió que no podía hacer nada sin el consentimiento de Kesselring.
Se puso inmediatamente una llamada telefónica al feldmarschall , pero éste no se hallaba en el puesto de mando. Media hora después, seguía ausente. El ambiente se estaba enrareciendo, en el refugio subterráneo. A las ocho llegó otro mensaje de Alexander preguntando si cumplirían los términos de lo pactado. En caso contrario, los Aliados reanudarían el ataque.
Wolff declaró que trataría de contestarle a las diez de la noche, y efectuó una tercera llamada a Kesselring. Su jefe de Estado Mayor, el general Westphal, dijo que no se le podía molestar en esos momentos.
– ¡Esta es nuestra última oportunidad! -exclamó Wolff-. Pero ni usted ni el general Schulz quieren asumir la responsabilidad. Hay aquí cuatro comandantes que solicitan que se nos dé poder para actuar. Ninguno de nosotros tiene ambiciones personales, ni espera recibir protección del enemigo. Estamos dispuestos a defender nuestros actos y a someternos al juicio del feldmarschall . Pero debemos tomar ahora una decisión antes de que sea demasiado tarde y se reanude la lucha.
Westphal manifestó que hablaría con Kesselring y les llamaría media hora más tarde.
A las diez, Westphal aún no había contestado y Wolff se dio cuenta de que debía convencer a los que se hallaban en la estancia para que actuasen por su propia cuenta.
– ¡Schulz trata de desentenderse del asunto! -exclamó Wolff; desesperado-. Parece que no hay nadie que tenga el valor suficiente para tomar una decisión personal, aun cuando ésta signifique la muerte de millares de soldados alemanes y la miseria de sus familias. Por consiguiente, el resto de los que estamos aquí debemos tomar una decisión. Que Schulz y Kesselring hagan lo que les parezca más adecuado.
Se produjo un largo silencio. De pronto, el general Herr se volvió hacia su jefe de Estado Mayor y le dijo, con acento de serena autoridad:
– Dé órdenes a todas las unidades del Décimo Ejército para que depongan las armas mañana al mediodía.
Fue el momento decisivo, y Lemelsen y Pohl no tardaron en dar órdenes semejantes.
A las diez de la noche, Wolff avisó por radio a Alexander que el alto el fuego se produciría como se había proyectado. Pero sus palabras trasuntaban una confianza que no sentía por completo. Se daba cuenta de que Kesselring y Schulz aún podían impedir la rendición.
Una hora después entró un ayudante en la habitación y comunicó que la radio acababa de anunciar la muerte de Hitler. Wolff suspiró aliviado. Con eso, Kesselring y Schulz quedaban libres del juramento que habían hecho al Führer. Pero la muerte de Hitler provocó un efecto inesperado en Schulz.
– Señores, hasta ahora me he mostrado muy complaciente -declaró Schulz-. He dado mi consentimiento a su decisión y he procurado sacar partido de una situación desfavorable. Pero no se olviden de la forma desconsiderada con que he sido tratado esta mañana, y de que a pesar de ello, les presté mi apoyo moral. Apoyé rápidamente las ideas de ustedes, pero no estoy obligado a obedecerles. El feldmarschall ha puesto en mí su confianza, y yo no puedo defraudarle. Eso es algo que se comprende fácilmente.
Schulz hizo una pausa, reflexionó y su semblante enrojeció de cólera.
– ¡Y ahora yo pregunto cómo osan venir a amenazarme! ¡Vamos, salgan de aquí! -exclamó, señalando hacia la puerta-. ¡Estoy cansado de todo esto! Todavía soy el comandante supremo en este lugar. Si prefieren actuar por su propia cuenta, allá ustedes. Eso corre bajo su responsabilidad. ¡Pero no esperen que yo haga lo mismo!
Wolff salió airadamente de la estancia, seguido de Herr, Lemelsen y Pohl. En las dos salidas principales había centinelas fuertemente armados, y temiendo que les detuviesen, Wolff condujo el grupo por un túnel secreto para trasladarse después hasta su cuartel general.
Las sospechas de Wolff estaban bien fundadas. Poco después de medianoche llegó un mensaje ordenando la detención de Roettiger, que había huido por el túnel, separado de los demás, y del oberst Moll.
– La lucha continúa -declaró Kesselring.
Según podía apreciarse, la muerte de Hitler no había cambiado en nada las cosas.
Pohl, Lemelsen y Herr decidieron que estaban más seguros en sus respectivos cuarteles generales, y pidieron a Wolff que se les uniese. Pero éste consideró que debía quedarse en el palacio para salvar la Operación Amanecer, si aún era posible, y ordenó a sus tropas SS de confianza que defendiesen el lugar. Su temor era que Kaltenbrunner pudiese enviar a Otto Skorzeny en una operación aérea de comando, a detenerle. [64]Ante la puerta de la residencia se hallaban siete tanques dispuestos a evitar cualquier sorpresa.
Wolff no tenía idea de lo que pasaría en esos momentos por la mente de Kesselring. Este podía invalidar las órdenes de rendición; podía detener a los conspiradores, haciéndoles fusilar como traidores, o bien tenía la posibilidad de dar su consentimiento tácito a la rendición, absteniéndose de actuar.
No tuvo que esperar tiempo Wolff para saber lo que pensaba Kesselring. A las dos de la mañana del 2 de mayo, éste llamó a Wolff por teléfono y exclamó:
– ¿Cómo se atreve a actuar por iniciativa propia, sin órdenes mías?
Wolff recordó a Kesselring que ya le habían informado acerca de la conspiración desde un mes antes.
– Si usted se hubiese unido a nosotros entonces, habría impedido que corriera mucha sangre, evitando también la destrucción de numerosas propiedades. Yo puedo conseguir las mismas condiciones de rendición para todas sus fuerzas -dijo Wolff-. Sólo tengo que decir unas palabras, y el asunto estará resuelto. Parece olvidar que estaba usted al corriente de esto desde el principio. Sabía muy bien cuanto sucedía, y ahora nos apuñala por la espalda, quitando a Vietinghoff de en medio.
Wolff siguió diciendo que había que cumplir con el acuerdo concertado en Caserta. Estaba convencido de que la historia les justificaría plenamente.
– Será mejor que siga mi consejo -añadió Wolff-. No parece usted darse cuenta de lo que está en juego.
Kesselring le interrumpió. No se mostraba colérico, sino más bien interesado.
– ¿Dice usted que ha hecho un trato con los angloamericanos para que se nos unan en la lucha contra Tito y Rusia?
– Herr generalfeldmarschall , no sé de dónde ha podido sacar semejante idea. En eso no hay ni que pensar. Se trata de una simple capitulación. He conseguido salvar a gran cantidad de nuestros soldados, que de ese modo no irán a Siberia, al norte de África o a Dios sabe dónde, y probablemente podré hacer lo mismo por muchos otros soldados. Es irresponsable proseguir una lucha que ya está perdida, sobre todo ahora que conocemos la muerte del Führer, lo que le libra de su juramento de fidelidad. No tiene por qué trasladar este juramento a nadie más. Yo no me siento obligado en absoluto al almirante Doenitz, el cual significa muy poco para mí. Todo aquel que siga luchando ahora, no es más que un criminal de guerra.
Al fin, Wolff dejó de hablar y Kesselring comenzó a rebatir sus argumentos con la misma vehemencia. La amistad que les unía sólo contribuía a hacer la discusión más áspera. Ambos hombres gritaron hasta quedar agotados. La discusión había durado dos horas, al término de las cuales, Wolff cortó la comunicación y se sentó como si estuviese anonadado.
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