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Lorenzo Silva: Sereno en el peligro

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Lorenzo Silva Sereno en el peligro

Sereno en el peligro: краткое содержание, описание и аннотация

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Sereno en el peligro. La aventura histórica de la Guardia Civil ofrece un recorrido por el devenir español, desde 1844, en busca de una línea vertebradora que nos explique lo que de excepción tiene un cuerpo de seguridad pública que se conoce con el apelativo de benemérito: sus peculiaridades, sus claroscuros, sus miserias y, pese a todo, sus glorias. Lorenzo Silva, que ya conoce el éxito con sus novelas sobre los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, se aventura por el ensayo en busca del «carácter de esta peculiar institución y de los hombres, y más recientemente mujeres, que la integran». Contra los tópicos más arraigados, que sobre el Cuerpo existen, esta obra presenta una interpretación personal del papel histórico de la institución. Muchos españoles todavía la ven como una entidad reaccionaria, cuando en realidad es una creación de la España liberal y ha sido históricamente motor de progreso.

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La República la tomó contra la Guardia Civil no porque el imperio de la justicia hiciera innecesario ya defender el orden por medio de la fuerza, ni porque hubiera cesado el malestar del pueblo, […] sino tan solo porque durante cincuenta años no la tuvieron a su lado, y ahora, cuando la tenían a su lado, seguían creyendo que la tenían enfrente. Por esto […] la tomó con la Guardia Civil, y primero intentó sustituirla […]. Luego, al ver que no podía sustituirla, quiso modificar su reglamento. Después se conformaba ya con modificarle el uniforme, y por último, ¿saben ustedes lo que hizo? Pues aumentar su consignación para que hubiera más guardias civiles que nunca y para que estos guardias civiles estuviesen mejor retribuidos que jamás.

En todo caso, todo esto es el pasado. El presente tiene otros rasgos, por fortuna; en general, bastante menos trágicos que los de otras épocas, y también muy distintos de los tradicionales. Aparte de la incorporación de la mujer, en las dos últimas décadas se han unido al cuerpo muchas personas que no obedecen en absoluto al perfil, marcadamente rural, y en buena medida endogámico, que dominaba la recluta hasta fechas recientes. Muchos hombres y mujeres criados en el entorno urbano, y sin relación previa con la institución, se han incorporado a ella. No pocos de ellos con estudios superiores, necesarios para algunas de las modernas especialidades (por poner un ejemplo, solo en el laboratorio de ADN trabajan decenas de biólogos). Ellos, y ellas, han traído un cambio sociológico considerable, que es el que explica, entre otras cosas, que más de un tercio de la plantilla esté afiliado a la AUGC (Asociación Unificada de Guardias Civiles), una asociación profesional (los sindicatos siguen prohibidos en el cuerpo, por su carácter militar) que reivindica abiertamente la desmilitarización del instituto. La AUGC ha terminado por obtener reconocimiento oficial, con su incorporación a un órgano consultivo, el Consejo de la Guardia Civil, en el que están representados guardias, suboficiales y oficiales. Su acción de más impacto fue sin duda la manifestación que en 2007 reunió a 3.000 agentes uniformados, y con tricornio, en la Plaza Mayor de Madrid, para protestar por su situación laboral y pedir, una vez más, que el cuerpo dejara de tener carácter militar. Celebrada en el mismo escenario en el que tantas veces combatieron los guardias, durante las revoluciones del XIX, la movilización no podía ser más simbólica, ni más indicativa de la transformación vivida por el cuerpo.

Descartado de momento que se disuelva la Guardia Civil (ninguna de las fuerzas políticas con capacidad para llevarla a cabo ha dejado de apreciarla) queda abierto el debate sobre la doble condición, militares y policías, de los guardias civiles. Pocos dudan, dentro y fuera del cuerpo, de que la faceta que debe prevalecer es la primera: los guardias no son y nunca han sido simples soldados, ni como tal debe tratárselos, como hizo la dictadura franquista, y antes de ella tantos otros que se sirvieron de ellos para emplearlos como fuerza de choque en sus particulares guerras. Ya su fundador tuvo ocasión de rebelarse contra ese uso. Los guardias son agentes de la autoridad y auxiliares cualificados de la administración de justicia: para eso deben formarse y a eso deben atender sobre todo, lo que en la sociedad en que viven y los tiempos que corren ya supone un alto grado de exigencia.

Ahora bien, ¿han de seguir siendo, a la vez, militares? La experiencia histórica dice que esta condición ha fortalecido su capacidad de respuesta y contribuido a su eficacia. También, para los sucesivos gobiernos, contar con una fuerza bien instruida y disciplinada, desplegada en todo el territorio nacional, representa un activo de primer orden. Eso explica, probablemente, que ninguno haya dado el paso de desmilitarizarla. Los ochenta mil guardias civiles forman una máquina de valor inestimable, que compensa, en cierto modo, la actual descentralización del estado de las autonomías, y viene a ser la mejor antena con que cuenta el gobierno central: está presente en todas partes, incluso allí donde las policías autonómicas la han relevado de las tareas de seguridad ciudadana, y controla las fronteras, las costas y los aeropuertos. Si además se tiene en cuenta la sustancial reducción de los efectivos militares, tras la implantación del ejército profesional, la Guardia Civil juega un papel en la defensa nacional, como fuerza de reserva, todavía más importante que en otras épocas. Todo ello hace poco plausible, al menos a corto plazo, su desmilitarización.

Pero, ¿qué sería lo deseable? Para muchos de sus hombres y mujeres, está claro: la disciplina militar es una carga que no resulta fácil de llevar, y menos con la labor que ellos desarrollan. Otros muchos, en cambio, están muy imbuidos de su condición, que asocian a una tradición que se honran en seguir, y por nada del mundo querrían ser civiles. Como opinión de terceros, nos permitimos apuntar esta: «La Guardia Civil es un instituto militar que está fundado en dos bases primordiales, que son la obediencia al mando, es decir, al poder público, es decir, al Gobierno, y la responsabilidad. La Guardia Civil no ha desmerecido jamás, ni un minuto, de su tradición a este respecto. Conste así una vez más». Aunque pueda sorprender a alguno, son palabras de Manuel Azaña y Díaz, presidente de la II República española. Y aunque no fuera siempre lúcido, ni como gobernante ni como intelectual, no deja de tratarse de una de las mejores cabezas pensantes que ha dado España. A pesar del tiempo transcurrido desde que lo dijera, quizá también en este asunte como en otros muchos, capta la esencia de la cuestión. Si no fuera militar la Guardia Civil pasaría a ser otra cosa. Así lo saben, o lo intuyen, quienes como tal la mantienen. No es fácil dar el paso de cambiar por otra una máquina que ha demostrado durante años funcionar más que razonablemente. Lo que no quita para que sea un error que a los guardias, en su régimen de vida y disciplina, se les trate como a los reclutas que no son. En suma: militares y policías; pero sin que lo segundo quede desvirtuad por lo primero. Sin que la disciplina sea pretexto nunca más para despersonalizar o menoscabar a profesionales a los que se les exige tener criterio e iniciativa. Algo que es perfectamente posible, desde una visión avanzada, y no trasnochada ni ramplona, de la profesión militar.

No se trata, en todo caso, de ninguna profecía, ni siquiera de un pronóstico. Es una apuesta personal, y la realidad bien podrá, si le place, desmentirla. Lo que importa es que los guardias, militares o no, continúen de forma honrosa para ellos y provechosa para el país la historia que escribieron sus antecesores. Esos hombres (y más de una mujer, ya) que una y otra vez se mostraron serenos en el peligro, como les prescribiera su fundador; ya se diera este frente al criminal en los caminos, frente al rebelde en el monte o frente al enemigo en el campo de batalla. A veces con la razón y la justicia de su parte, otras veces sin más amparo que el desnudo de la ley, que no siempre es bueno ni suficiente, y otras, ni con lo uno ni con lo otro; pero al final acertando, muchos de ellos, a mantener la entereza y la dignidad.

También, es quizá especialmente necesario recalcarlo, hubieron de mostrar su serenidad, y lo hicieron, en ese trance al que tantos hombres justos y decentes se vieron abocados a lo largo de la historia de España, y al que escaparon en cambio tantos oportunistas, déspotas y criminales. Ese instante que retratara con maestría el pintor Antonio Gisbert en su célebre cuadro titulado Fusilamiento de Torrijos en la playa de San Andrés. El observador poco avezado no identificará a los guardias con los prisioneros entre los que se encuentra Torrijos, sino más bien con los hombres uniformados que se ven desdibujados al fondo y que forman el pelotón de fusilamiento. Cierto es que los guardias hicieron muchas veces, y así lo hemos contado, esa odiosa tarea detrás de los fusiles. Pero también se pusieron delante, incluso atados a una silla para sostenerse, como el infortunado general Aranguren, ajusticiado por orden de Franco, o como el no menos desdichado guardia Moreno Rayo, fusilado por los mineros enfurecidos.

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