No queremos ser ya más un simple instrumento de represión, no queremos que se nos utilice continuamente contra nuestro pueblo, nosotros somos parte de él […]. Las reivindicaciones económicas han servido como detonante para plantear y hacer llegar a la opinión pública nuestro auténtico problema de marginados sociales… Hemos llegado a un extremo que tanto para la gente como para nuestros superiores, nosotros no representamos más que una máquina represiva.
La reacción de sus jefes es tan desproporcionada como demencial: el capitán general de la región, José Vega (el ex director general del cuerpo zarandeado año y medio atrás), cursa órdenes a la División Acorazada para que envíe blindados TOAS y efectivos de operaciones especiales para disolver a los manifestantes, que se han concentrado frente al ministerio de la Gobernación. El despropósito indigna al jefe de la división, que en esos días es, casualmente, Jaime Milans del Bosch, quien se niega a enviar sus blindados «para romper una manifestación de servidores del orden público». La orden se reitera y los TOAS salen y se sitúan en los puestos asignados. Pero la mediación de Gutiérrez Mellado, que baja a hablar personalmente con los manifestantes, hace innecesaria su intervención. Suárez, que no estaba al tanto de la situación de los guardias, da instrucciones para que se los incluya en el ISFAS (Instituto Social de las Fuerzas Armadas). Bajo su presidencia, además, se revisarán al alza, de forma significativa, todos los salarios militares, incluidos los de la Benemérita, que el franquismo, en asombroso impago de los servicios y la adhesión que demandaba a los uniformados, había mantenido en niveles de miseria, completamente desfasados respecto de los ingresos medios de la población.
Por todo ello, aquel 23 de febrero, en la Guardia Civil y en el resto de unidades militares, no había solo resentidos hacia la democracia. Y el peso de los que sí participaban de ese resentimiento no bastaba ya para desequilibrar la balanza y arrastrar hacia su lado a los indecisos. Hubo, en el golpe, algunos otros guardias civiles, aparte de los que entraron con Tejero. Es el caso del capitán Gómez Iglesias, destinado en el CESID, que fue condenado por su colaboración en la logística del asalto, tanto para conseguir los autobuses que trasladaron a los guardias como en otras delicadas gestiones. O el del también capitán, y asimismo en la órbita del centro de inteligencia, Sánchez Valiente (que ya se distinguiera, por cierto, en la creación de los GOSI, los primeros grupos de lucha antiterrorista): su oscuro comportamiento en aquella jornada vino seguido de su súbita desaparición y su huida a Estados Unidos, donde vivió durante bastantes años, lo que ha planteado sospechas en algunos medios sobre su posible implicación en la coordinación de la asonada con los planes de la CÍA. No está de más recordar que el entonces secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig, declaró en la noche del 23 de febrero que lo del Congreso era «un asunto interno de España», lo que hace pensar que como en tantas otras ocasiones similares, a lo largo y ancho del mundo, la CIA estaba perfectamente al tanto del golpe y sus jefes esperaban a ver si triunfaba o no para adaptarse a la situación. Para el gobierno del feroz anticomunista Ronald Reagan, quizá no era tan malo que en España dejaran de celebrarse elecciones y mandaran durante un tiempo unos militares conservadores que mantuvieran a raya al adversario.
Más allá de lo que queda dicho, y de los guardias civiles que acompañan a Tejero, no hay más aportación del cuerpo al golpe. De hecho, el grueso de las fuerzas rebeldes lo constituyen las tropas de Valencia, que siguen a su capitán general, y en Madrid algunos elementos aislados de la División Acorazada, que toman los estudios de RTVE en Prado del Rey y que al mando del comandante Pardo Zancada se unen a los guardias atrincherados en el Congreso. Justo enfrente, en el Hotel Palace, se encuentra el director general de la Benemérita, el teniente general José Luis Aramburu Topete, que va a dirigir con mano firme la oposición de la Guardia Civil a la aventura golpista.
Aramburu, que accede en abril de 1980 a la dirección general, siendo solo general de división (como hiciera Alonso Vega, cuyo precedente se invoca para designarlo) es un personaje de jugosa biografía y notable carácter. Su promoción al puesto, codiciado por los tenientes generales del ejército (ya que está mejor pagado que una capitanía general) se produce por el recelo que al entonces ministro, Rodríguez Sahagún, le inspiran los candidatos de esa graduación. El historial de Aramburu es dilatado y brillante, desde su incorporación en plena Guerra Civil como alférez provisional a una unidad de ingenieros, cuerpo en el que desarrolla su carrera. Un episodio señalado de su trayectoria militar es el que comparte, paradójicamente, con Milans y Armada, los más significados jefes de la trama golpista: los tres han estado en la División Azul y en ella se han visto obligados a acreditar su valor en combate. El que menos, Armada, artillero. El que más, Aramburu, que al frente de su pequeña unidad de ingenieros resistió durante la batalla ele Krasny Bor un durísimo fuego enemigo y paró el avance de los carros T-34 soviéticos. Entre sus condecoraciones cuenta, por esta y otras acciones, con dos cruces de Hierro otorgadas por los alemanes. Hay fotografías de un jovencísimo José Aramburu, con el uniforme de la Wehrmacht, casco de acero y su cruz prendida al pecho.
Es un tipo irónico y templado, de ágil inteligencia. Para ejemplo, una anécdota que data de los tiempos en que, ya de vuelta a España, trabajaba construyendo en la frontera pirenaica fortificaciones para tratar de atajar las infiltraciones de los maquis. Las construcciones son endebles, por la pésima calidad del cemento y los materiales empleados. Un oficial francés, con el que inspecciona las obras, se lo hace, notar con condescendencia.«¿Cree usted que estas defensas podrían contener a nuestras fuerzas?», cuestiona. A lo que Aramburu, sin arrugarse, le responde rápidamente: «No las hacemos pensando en ustedes, sino en los alemanes, por si vuelven a llegar a Hendaya».
Gracias a este hombre, lúcido y resuelto, y a quien trabaja codo con codo con él en el Hotel Palace, el director general de la Policía, Sáenz de Santamaría, el grueso de la Guardia Civil cumple esa noche de febrero de 1981 con su deber de defender la legalidad y el golpe quedará sofocado sin efusión de sangre. En un primer momento, Aramburu intenta parlamentar con Tejero personalmente, pero después, con buen criterio, les deja esta labor a otros mediadores, a los que el golpista parece más receptivo. Son el propio Armada, cuya actitud en esos momentos resulta confusa, y el teniente coronel Eduardo Fuentes Gómez de Salazar, destinado en el Estado Mayor del Ejército y amigo personal del comandante Pardo Zancada. Él será quien negocie con este y con Tejero las condiciones de la rendición: en esencia, que la responsabilidad solo alcanzará a los oficiales. Primero lo acuerda con Pardo, que exige ser el último en abandonar el edificio. Fuentes obtiene la confirmación de Aramburu y este le pide que negocie también con Tejero. El intermediario recuerda así lo que sigue, en conversación con el periodista Francisco Medina, autor del libro Memoria oculta del Ejército:
Entonces [Pardo] me pasó, me metió dentro de las Cortes, en un despacho de un auxiliar, una habitación pequeña, y estaba allí Tejero rodeado por todos sus oficiales. Todos con gabardinas verdes, que impedía: que se vieran las estrellas. Yo estaba muy nervioso, porque no sabía cómo iban a reaccionar ellos. […] Cuando vino Pardo ya con todos los capitanes, empecé ya, pero mucho más enérgicamente… «Ha pasado esto, Pardo me ha dicho esto, me ha dicho el mando esto… Y ahora falta su opinión Y Tejero me dijo: «Mira, en principio yo estoy de acuerdo en todo lo que haga Pardo, pero no voy a tomar ninguna decisión sin consultar a mi subordinados. Así es que te ruego que esperes aquí». […] No sé cuánto estuvo fuera, porque perdí la noción del tiempo, y entonces volvieron ya, formaron un poco en plan militar, se cuadró Tejero y me dijo: «Mira, aceptamos las condiciones totales que ha puesto Pardo menos una. […] Que aquí el más antiguo soy yo y el último que sale soy yo».
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