Lorenzo Silva - Sereno en el peligro

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Sereno en el peligro. La aventura histórica de la Guardia Civil ofrece un recorrido por el devenir español, desde 1844, en busca de una línea vertebradora que nos explique lo que de excepción tiene un cuerpo de seguridad pública que se conoce con el apelativo de benemérito: sus peculiaridades, sus claroscuros, sus miserias y, pese a todo, sus glorias. Lorenzo Silva, que ya conoce el éxito con sus novelas sobre los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, se aventura por el ensayo en busca del «carácter de esta peculiar institución y de los hombres, y más recientemente mujeres, que la integran». Contra los tópicos más arraigados, que sobre el Cuerpo existen, esta obra presenta una interpretación personal del papel histórico de la institución. Muchos españoles todavía la ven como una entidad reaccionaria, cuando en realidad es una creación de la España liberal y ha sido históricamente motor de progreso.

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En estos años, coincidiendo con acontecimientos tan poco satisfactorios, se produce sin embargo una sustancial mejora en la formación y los resultados de los guardias destinados a la investigación criminal. Se dota a la Guardia Civil de las técnicas y recursos criminalísticos más avanzados, esfuerzo este en el que pesa, y no poco, el ingrato recuerdo del misterioso crimen de Los Galindos, un asesinato múltiple cometido el 22 de julio de 1975 en un cortijo sevillano, y que nunca se resolvió, entre otras cosas, por la escasa precaución que tuvo la intervención inicial de los guardias en la escena del crimen, borrando huellas que habrían sido cruciales para su esclarecimiento. Enmendada esa carencia, y establecidos los procedimientos adecuados, se empiezan a recoger los frutos. Son los años en que agentes del cuerpo resuelven casos tan sonados como el del largo y penoso secuestro de la farmacéutica de Olot Ángels Feliu, mantenido desde noviembre de 1992 hasta marzo de 1994 por una trama criminal en la que no faltaban policías locales. La operación la culminan en 1999, con la detención de estos delincuentes, los guardias de la Unidad Central Operativa (UCO), dirigidos por el entonces capitán Fustel, que por ese éxito alcanzaría incluso una cierta celebridad, a la postre contraproducente.

Esos mismos guardias pasaron de héroes a villanos tras la puesta en libertad de Dolores Vázquez, acusada de la muerte de la joven Rocío Wanninkhof (y como tal, imputada por varios jueces y condenada en primera instancia por un jurado popular). El crimen, acaecido el 9 de junio de 1999 en Mijas Costa (Málaga), se acabó atribuyendo al ciudadano británico Tony Alexander King, cuyo ADN se halló en el cadáver de otra joven, Sonia Carabantes, asesinada el 14 de agosto de 2003 en la cercana localidad de Coín. Era el mismo que había aparecido en la colilla de un cigarro de la marca Royal Crown recogida del talud donde murió Rocío, y eso llevó a conectar los dos casos y a condenar al británico como autor de ambas muertes. Entonces se dijo que la Guardia Civil había acusado a Dolores Vázquez porque era una mujer antipática y porque el vecindario la tenía enfilada, sin más pruebas. Los mismos medios que tiempo atrás habían presentado a Vázquez como una asesina fría y calculadora, pasaron sin mayor rebozo a reivindicarla como víctima atropellada por la animadversión policial.

La verdad, como siempre, es algo más compleja: en el sumario obraban varios indicios sospechosos y objetivos; entre ellos, la mala relación con la chica de Dolores, fallos en la coartada que esta ofreció y la misteriosa presencia de su coche en el lugar del crimen, con dos hombres sin identificar, y sin que ella admitiera habérselo prestado a nadie ni denunciara su robo. Los indicios no resultaban concluyentes, por lo que los jueces, tras la aparición de King, decidieron archivar la causa contra ella. Sin embargo, y esto no deja de tener su valor, no dictaron su sobreseimiento definitivo, sino tan solo el archivo provisional. Teniendo en cuenta la presión de los medios, el matiz resulta relevante. Quizá la actuación de aquellos guardias (que, por cierto, tuvieron la diligencia, por nadie reconocida, de recoger aquella colilla que resolvería el crimen y salvaría a Vázquez) no fuera tan arbitraria.

El 11 de septiembre de 2001, unos terroristas islámicos estrellan dos aviones comerciales contra las Torres Gemelas de Nueva York y un tercero contra el Pentágono, en Washington. Como respuesta, el presidente norteamericano George W. Bush lanza un ataque fulminante sobre Afganistán.

Las policías de todo el mundo occidental endurecen su respuesta contra el hasta entonces algo descuidado terrorismo yihadista, que tras este golpe espectacular se convierte en prioridad máxima y fundamental de su trabajo. Incrementan para ello los recursos, tanto humanos como de información, destinados a prevenir esta amenaza. Todas las policías occidentales… excepto la española, cuyos responsables políticos apenas destinan unas pocas decenas de agentes, entre la Policía y la Guardia Civil, para cubrir este frente. Situación que se mantiene después del 15 de marzo de 2003, cuando el presidente Bush, el primer ministro británico Tony Blair y el presidente del gobierno español, José María Aznar, se reúnen en las Azores para decidir la invasión de Irak sin el apoyo de la ONU, contra el criterio de buena parte de la comunidad internacional, la oposición feroz de la mayor parte de los musulmanes y el rechazo mayoritario de la población española. Incluido el vicepresidente del gobierno, Rodrigo Rato.

España aporta una flotilla de la Armada para apoyar en los primeros días de la invasión a las fuerzas anglonorteamericanas en tareas de retaguardia, en la ciudad portuaria de Basora. Una vez reducida la resistencia iraquí y conquistado todo el país, el gobierno envía una fuerza de 1.300 militares de tierra, con la que se forma el núcleo de la Brigada Multinacional Plus Ultra, reforzada por unidades salvadoreñas, hondureñas y guatemaltecas y mandada por un general español. Sobre el terreno asignado a los españoles, las provincias de Diwaniya y Nayaf (esta última, centro religioso de los chiles, por estar allí el mausoleo de su profeta Alí) se sucederán tres contingentes distintos. En el segundo viaja, como Provost Marshall, en terminología militar estadounidense, o jefe de policía militar, el comandante de la Guardia Civil Gonzalo Pérez. Es esta una misión, como hemos visto, tradicional en el cuerpo, la de apoyo a las fuerzas militares en campaña, que después de realizarse en tantos otros escenarios y contextos a lo largo de toda su historia, se prolonga en las modernas misiones de paz en el exterior (Bosnia, Kosovo, Guatemala, Haití, etc.). Esta de Irak, que en teoría es de ayuda a la reconstrucción del país, no es una excepción. El comandante Gonzalo, entre otras tareas, se encarga de instruir, organizar y dirigir a la nueva policía iraquí. Es un hombre de estatura imponente, enérgico y carismático, que se toma muy en serio su labor.

El 25 de enero de 2004, el comandante Gonzalo, junto a un grupo de policías iraquíes a sus órdenes y su intérprete Nasser, español de padre sirio, levanta el acta del material incautado del domicilio de un tal Nahi Mrej, sospechoso de dirigir una banda de salteadores de caminos que opera en la zona de Al Hamza, a unos treinta kilómetros de Base España, el cuartel general de las tropas en Diwaniya. Entre las 7.30 y las 8.00 de la mañana, aparece Nahi Mrej en un Opel Omega azul marino con otros tres ocupantes. El comandante y los policías se apostan para sorprenderlo, cuando, de repente, una mujer rompe a gritar. El Opel maniobra para volver a salir a la carretera y se da a la fuga. Gonzalo, junto a tres policías y su intérprete, sale tras él en un pick-up de la policía iraquí. Así comienza una persecución que dura aproximadamente unos diez minutos (entre 6 y 10 kilómetros) por una carretera secundaria de doble sentido. Al salir de una curva, el vehículo de los sospechosos se cruza en el lateral izquierdo de la calzada entre dos coches que ya se encuentran allí. En el lateral derecho hay otros dos automóviles estacionados. El vehículo policial se detiene a la altura del Opel Omega, y cuando el comandante y sus hombres abren las puertas para apearse, comienzan a dispararles desde los cuatro flancos. Un disparo alcanza al comandante en la frente. Evacuado por sus hombres, todos los intentos de reanimarlo, tanto en la Base como luego en España, fracasan. El comandante Gonzalo se convierte en la única baja mortal en combate de la Brigada Plus Ultra. Su altura, que lo convierte en un blanco fácil, y su arrojo de civilón, así lo propician.

La misión española en Irak se identifica desde la sensibilidad musulmana como complicidad en la ocupación del país. Poco después de la muerte del comandante Gonzalo la situación empeorará al ser atacadas las tropas españolas por los insurgentes chiles del Ejército del Mahdi del clérigo Muqtada Al Sadr, que llegarán incluso a tratar de entrar en fuerza en la base española de Nayaf. Pero nada de esto aconseja a los responsables de Interior, departamento en ese momento encabezado por Ángel Acebes, hombre de plena confianza del presidente, reforzar el dispositivo policial para la prevención del terrorismo islámico, que sigue infradotado hasta extremos alarmantes. Los pocos agentes que lo componen no tienen ni intérpretes suficientes para descifrar las conversaciones que graban en la intervención de teléfonos de sospechosos, siempre en árabe dialectal o lenguas bereberes.

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