Adrienne Sharp - La verdadera historia de Mathilde K

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“París, 1971. Me llamo Mathilde Kschessinska y fui la bailarina rusa más importante de los escenarios reales. Pero el mundo en el que nací ha desaparecido y todos los actores que representaron papeles en él han desaparecido también: muertos, asesinados, exiliados, fantasmas andantes. Yo soy uno de esos fantasmas. Hoy en día, en la Unión Soviética está prohibido pronunciar mi nombre. Las autoridades lo han eliminado de sus historias del teatro. Tengo noventa y nueve años, una dama anciana con redecilla y cara de amargada, y sin embargo aún me siguen temiendo.”
Desde el París de los años setenta, Mathilde evoca su vida. Nace en 1872 cerca de San Petersburgo e ingresa en la academia de danza de su ciudad. A los 17 años celebra su fiesta de graduación con la presencia tradicional del Zar ruso y su familia: se trata del primer encuentro entre Mathilde y el heredero, Nicolás (que se convertirá en el último zar). Un año después, ambos inician una relación que culminará con el nacimiento de su hijo común. Para Mathilde su hijo podría ser el trampolín a la casa imperial ya que, hasta el momento el zar y su esposa sólo han engendrado niñas. Los acontecimientos históricos darán un vuelco radical a la vida de Nicolás II y de Mathilde. El declive del imperio, el estallido de la Revolución rusa, el asesinato de él, la huida de ella y el hijo común a Francia, la vida de los exiliados rusos es narrada con gran poder evocativo en esta novela.

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Nosotros, claro está, teníamos unos medios muy modestos y carecíamos de niñera. Mi madre y mi padre nos criaron y se dedicaron a nosotros. ¿Sería erróneo decir que de los cuatro hijos que tuvo con mi madre, yo era la favorita de mi padre? Después de todo, mis padres ya han desaparecido, sus rostros se han ennegrecido ya en sus tumbas, mi hermano Iósif murió en 1942, mi hermano Stanislaus falleció casi hace un siglo, en 1864, a la edad de cuatro años, ocho antes de mi nacimiento. Un hermano al que no había conocido: aquello me fascinaba, así que contemplaba durante largos ratos la fotografía que tenía mi madre en un marco de plata en su tocador, como si con eso lograra conocerle. Se parecía mucho a ella. Los demás éramos como mi padre, con la cara larga, la nariz recta, los ojos juntos. Mi hermana Julia vivió hasta los ciento dos años, ¿saben? Murió la noche después de la Nochebuena rusa hace dos años, el 7 de enero, entre las siete y las ocho, justo aquí, en esta misma habitación. Después de que murieran nuestros maridos volvimos a vivir juntas, como cuando éramos pequeñas. Mi padre vivió hasta la edad de ochenta y tres años. La longevidad es cosa de familia para nosotros, aunque no para los Románov, pero la longevidad no es inmortalidad. Lo único que te asegura es que sufrirás la pérdida de todos aquellos a los que amas, de modo que cuando finalmente mueres, estás más que dispuesta.

No estoy escribiendo todo esto: lo estoy pensando. Tuve dos ataques el año pasado. Para responder mi correspondencia voy dictando, y luego firmo con mis iniciales M R K con una mano tan temblorosa que parece como si alguna dama muy vieja hubiese escrito esas tres consonantes. Yo escribía antes con una letra minúscula, pero ahora es suelta y grande, como la de un niño pequeño. Sí, me es imposible escribir, pero no pido ayuda hasta que sé con toda seguridad que deseo compartir algo. Porque, ¿saben?, quedamos muy pocos que recordemos cómo era aquello. Después de la Revolución, tres millones salimos huyendo hacia Berlín, París, Nueva York, y allí nos apelotonamos todos juntos, hablando ruso, leyendo a Bunin, Tolstoi, Ajmátova, no a los escritores traidores, los que les gustaban a los bolcheviques, sino aquellos que nos recordaban cómo era la vida antes. Pasábamos los días tomando desayunos rusos, con té, nata, jamón, queso, huevos duros; asistiendo a misas de Pascua; sentados en teatros donde ahora actuaban actores, cantantes y músicos de los mejores teatros del zar; viajando a la Riviera cuando era temporada; intentando vivir «como antes». Aquella era nuestra frase favorita: «como antes». Podo lo que hacíamos intentábamos hacerlo como lo hacíamos antes. Esperábamos que se nos devolviera la Rusia que habíamos conocido, pero la muerte nos fue marcando uno a uno mientras esperábamos, y nuestros hijos, que se hicieron mayores en estas ciudades extranjeras, no conocen el Petersburgo ni el Moscú que, como decía el poeta Ivánov, «desapareció en la noche». Sí, si no las cuento, determinadas cosas no se sabrán nunca, y cuando pierda completamente la memoria, ni siquiera yo misma las sabré. Todo serán rumores, que no son más que la parte final de una verdad que se desvanece.

El zarevich y yo y nuestras peripecias juntos después de aquel viaje en troika, sí, esos detalles sí que los recuerdo, pero no los nombres de las niñas a las que enseñaba ballet en mi escuela hace solo siete años.

Al gusto de la corte

Cuando volvimos de Krasnoye Seló el zarevich me mandó llamar por primera vez a casa de mis padres. Mi hermana y yo teníamos un pequeño salón adyacente a nuestro dormitorio, con una segunda puerta que se abría directamente al vestíbulo central, que nos daba cierta intimidad para recibir. Como ya teníamos dieciocho y veinticuatro años respectivamente, podíamos recibir a nuestros propios invitados, aunque no podíamos darles de comer, porque aquella seguía siendo la casa de nuestros padres y la cocinera estaba sujeta solo a sus órdenes. Ambas, como nuestro padre, disfrutábamos mucho dando fiestas, y como mi hermana era seis años mayor que yo, mis padres le permitieron que sirviera tanto de anfitriona como de carabina mientras ellos se retiraban por la noche. Algunos de los jóvenes oficiales de la Guardia que nos veían en el teatro se convirtieron en admiradores nuestros y nos visitaban las noches que no estábamos actuando. Ahora ya éramos mayores y no teníamos que gritar nuestros nombres desde un carruaje, al salir de los dormitorios. Los hombres podían comernos con los ojos en el teatro y quedar con nosotras en casa. Y mi hermana, como ya habrán visto, sentó el precedente para mí con Ali, el barón Alexánder Zeddeler, oficial en el regimiento de Preobrazhensky cuya familia llevaba cien años al servicio de la corona, que se convirtió en su protector oficial. Ella no había elegido a un compañero bailarín a quien amar, y yo, que la imitaba en todo, la emularía también en aquello. Y haría algo mejor que copiarla. En eso y en todo lo demás, decidí superarla: yo era mucho más guapa, ascendía con mayor rapidez, y si ella había conseguido un barón, yo tendría un zarevich. No hay mayor placer que ganar una competición con tu propia hermana, ni mayor dolor que verla sufrir por ese motivo. En mi diario de aquel año escribí de Nicolás: «¡Será mío!». Sí, usé una exclamación.

Una tarde de marzo, la doncella abrió la puerta del salón y anunció al oficial Eugene Volkoff, pero fue Nicolás Románov quien atravesó el umbral con su larga levita gris, y la doncella no se enteró de nada. Ella nunca había visto el rostro del zarevich, aunque, para ser justos, los amigos de Niki Volkoff y Volodia Svetschin se parecían mucho a él, de modo que a menudo los confundían. Svetschin llevaba el pelo e incluso la barba igual que Niki, y le encantaban aquellos momentos en que se confundía su identidad, cuando los petersburgueses se ponían firmes y apartaban los ojos a su paso -se suponía que no se podía mirar a un soberano a los ojos, ya saben-, pensando que Svetschin era el heredero. Sí, a veces Niki podía viajar sin ser reconocido. Si el zar aparecía ante alguien sin presentación alguna, ¿sabría que es el zar? A la cabeza de un Bolshói Vijod desde el Palacio de Invierno, rodeado de carruajes y de cosacos y de grandes duques uniformados, sí, pero sin semejante puesta en escena, quizá no. La propia guardia de Niki en ocasiones no le reconocía. En su marcha por Crimea, años después, para comprobar el nuevo uniforme de los soldados del ejército, fue detenido por un centinela a las puertas de su propia finca.

– No se puede pasar por aquí -le dijeron. Y el zar de todas las Rusias se volvió sin quejarse y se retiró.

Quizás ahora nos resulte difícil de creer que el rostro del zar o de su heredero pudiera no ser conocido por todos y cada uno de sus súbditos. La cámara no se usaba con la misma prodigalidad que hoy. Yo tengo muy pocas fotos mías de antes de los treinta años, y aunque la familia imperial tenía cámaras y pegaban fotografías suyas en los álbumes por las noches, aquellas eran privadas. El zar casi nunca aparecía en público. Los retratos oficiales que se emitían en lugar de su presencia a menudo eran fotografías pintadas o litografías coloreadas, pero en realidad imágenes idealizadas. De modo que mi doncella no sabía que aquel era el zarevich, que no quería ser reconocido, ya que sus intenciones no eran (y nunca lo serían) honradas. Pero en aquel momento a mí no me importaba nada de todo aquello, y pasaba las tardes con aquel «señor Volkoff» entre charlas ligeras que yo dominaba muy bien desde los catorce años. Mi primer flirteo había sido con un chico inglés, McPherson, no recuerdo ya su nombre completo, que visitó nuestra dacha un verano y cuyo compromiso puso en peligro la decidida persecución a la que yo le sometí. Supongo que entretuve muy bien al zarevich, porque al día siguiente, en un sobre de palacio, de color marfil con la corona dorada encima del monograma azul gris, Niki me escribió: «Desde nuestro encuentro vivo en las nubes». Yo le había atrapado igual que atrapé a McPherson. Niki era siempre mucho más expresivo en las cartas que en persona, aunque nadie podía adivinarlo por sus diarios, tan lacónicos y sosos como el informe de un detective.

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