Pero Niki no tenía intención alguna de escuchar los ruegos de los trabajadores que golpeaban el metal y los trabajadores de las centrales eléctricas, no tenía intención alguna de recibir a aquella muchedumbre. ¿Por qué iba a hacerlo? Andando por los campos de Sarov, con sus campesinos rus, sus humildes hermanitos, les permitía que le tocasen las manos o que besaran su sombra o que le contaran sus desdichas, pero ¿por qué iba a recibir a una chusma rabiosa a las puertas de su palacio, especialmente una chusma corrompida por socialistas e intelectuales a quienes no les importaban nada los campesinos y los usaban como herramientas para sus propios fines, fines de los cuales los campesinos no sabían nada?
Vova me llamó a su balcón cuando oyó los primeros sonidos, que le parecieron como de un gran desfile, y yo me uní a él para presenciar cómo cruzaba la procesión el puente de Troitski, dirigiéndose hacia el palacio. Le señalé a Vova que los hombres, mujeres y niños llevaban iconos y retratos del zar, banderas y carteles, incluido uno que exclamaba, de forma desconcertante ¡SOLDADOS, NO DISPARÉIS AL PUEBLO!, que los niños que iban delante en la manifestación llevaban cogido con sus pequeñas manitas. No disparéis al pueblo. Se habían pegado carteles en todo Petersburgo arremetiendo contra aquella marcha, se habían colocado cañones en la plaza de palacio, la caballería se encontraba reunida frente al palacio y en los jardines Alexándrovski, y doce mil soldados estaban apostados a lo largo de las calles, en la Perspectiva Nevsky, en el puente Troitski y en la puerta del Neva. La gente marchaba tan solemnemente como una procesión religiosa de niños de primera comunión, junto a los soldados y los cosacos situados a lo largo del puente, y empecé a notar en la piel el picor del mal presagio. A los cosacos les gusta matar, y matar en la lucha cuerpo a cuerpo. ¿Por qué creen que el zar los usaba como Guardia de Corps personales? Los transeúntes que estaban en los extremos del puente y las aceras de las calles al otro lado se quitaban los sombreros pacíficamente de la cabeza o se santiguaban a medida que iba pasando la columna, ya que después de todo era un sacerdote el que llevaba la gran cruz que iba a la cabeza del desfile. La petición de los trabajadores ya había sido enviada por delante a su zar, y fue reproducida más tarde en los periódicos: «Señor, hemos venido a buscar justicia y protección. Estamos empobrecidos, estamos oprimidos, sobrecargados con una tarea excesiva, tratados con desprecio. Hemos alcanzado ese espantoso momento en que la muerte es mejor que la prolongación de nuestros insoportables sufrimientos. Batushka, oye nuestra súplica».
Mientras mi hijo y yo estábamos allí de pie, Vova bailoteando por el frío, yo oí disparos, unos sonidos débiles, pero en gran número, y Vova empezó a hacer la mímica de disparar un cañón imaginario. Yo pensé: «Seguro que nadie disparará contra esas mujeres y niños», esos hombres que llevaban retratos del zar, pero le dije a mi doncella de todos modos que se llevara a Vova adentro, y él se fue llorando y diciendo que me odiaba y que quería quedarse a ver, quería «ver a la gente». Más tarde supe que cuando los manifestantes se acercaban a las puertas de Narva, un escuadrón de caballería cargó a través de aquel arco verde que llevaba las figuras de caballeros rusos medievales con sus cascos, botas y armadura. Y cuando los manifestantes siguieron avanzando (¿cómo puede retroceder una muchedumbre con facilidad?, recordemos el Campo de Jodynka), la infantería apuntó con sus rifles a los manifestantes, hizo unos disparos de advertencia y luego apuntó a la multitud, de repente, sin más dilación. Y ¿quién ordenó que se disparara a la gente? El gran duque Vladímir. El «emperador Vladímir», examinando la situación desde sus altas botas pulidas, el hermano de Alejandro III, comandante en jefe de los guardias de Preobrazhensky y del distrito militar de San Petersburgo, padre disciplinario de las bailarinas díscolas. Para aquel monárquico no era permisible manifestación alguna del pueblo, ni era tolerable ninguna disensión. ¿No había llegado a saberlo bien yo misma? Aunque la multitud empezó a disgregarse y a huir, llena de confusión, la caballería siguió disparando, y como la oleada de conmoción que causa una bomba, el desorden se extendió desde las puertas hacia el puente Troitski. Desde el balcón de Vova yo vi a los excitables cosacos llevar sus caballos justo hacia la multitud encajonada allí y, abatir sus látigos y sus sables encima de los sombreros de los hombres y los pañuelos de las mujeres, y las hojas cortaron la cara de un hombre en dos, y el hombre cayó en la calle con sus dos caras. Al ver esto yo eché a correr hacia el interior de la casa donde mi hijo me esperaba para golpearme con los puños y llorar, como si le hubiese impedido ver a una jauría de lobos siberianos que pasaban a escondidas ante su puerta. Yo le cogí en brazos, un pequeño fardo furioso en mis brazos, mientras fuera, entre aquel pandemónium, la gente intentaba volver desesperadamente por el camino por el que había llegado, volver a la Perspectiva Nevsky, meterse en los jardines Alexándrovski, como para esconderse entre los árboles o perder a sus perseguidores en los senderos del jardín, y los cosacos y los guardias montados iban atravesando la manifestación y luego volvían de nuevo, disparando con tanta fiereza que los niños que, como Vova, habían encontrado algún lugar elevado desde el cual contemplar el desfile, algún árbol, o estatua del jardín, o parte superior de una verja, fueron abatidos como animalillos. En medio de aquel caos, el padre Gapón, ese idiota, se quedó de pie en la plaza del palacio, incrédulo, con el enorme crucifijo a sus pies y cientos de cuerpos sangrando en la nieve que se extendía blanca en la distancia a su alrededor, y exclamó: «¡No hay Dios, no hay zar!».
Ah, pero sí que había zar. Estaba en Tsarskoye Seló, jugando al dominó. Y yo pensé: «Quizá Niki no sepa llevar esto tan bien como había creído».
Aquel día se llamó el Domingo Sangriento, y la sangre que se derramó contaminó con su sabor todo el año de 1905, y la sangre fueron todas las insatisfacciones ruidosamente expresadas en todo el país, no solo por parte de los trabajadores de las fábricas, que pedían unos horarios y alojamientos dignos, sino también de los ciudadanos enfurecidos por la costosa guerra con Japón, los campesinos que habían sobrevivido a la hambruna de la última década y ahora reclamaban el derecho a poseer la tierra que cultivaban, la intelligentsia que exigía derechos civiles y que, junto con unos pocos nobles liberales, pedía un Parlamento nacional, un zemstvo nacional en el cual todos, y no solo el zar, tuvieran voz. Parecía que todo el país empezaba a celebrar asambleas y firmar manifiestos para enviárselos al zar y sus ministros, y se mandaron al Palacio de Invierno sesenta mil peticiones, como los cahiers, las cartas de agravios, enviadas por los franceses al rey Luis XVI en 1789, y todas ellas pedían reformas al zar. Las demandas de un gabinete de ministros y una Asamblea Territorial de representantes de todos los súbditos del zar venía de los propios ministros de este; las peticiones de redistribución de tierra de los señores a los campesinos venía, por supuesto, de los campesinos; y la petición de un sindicato, de sindicatos en los cuales todo trabajador pudiese pertenecer a una asociación preocupada por la libertad política, de abogados, profesores, oficinistas, contables, profesores, judíos, mujeres, empleados de ferrocarril, campesinos… cada uno un sindicato, esta última petición venía de los liberales, la intelligentsia. Y a esas peticiones siguió la acción. Más de cien mil trabajadores del acero y de las compañías eléctricas se pusieron en huelga espontáneamente más tarde, en enero, y una vez más vi marchar a los hombres por encima del puente Troistky, de diez en fondo, y durante unos cuantos días no tuvimos luz. Las escuelas tuvieron que cerrar en pleno febrero. En septiembre los impresores también hicieron huelga, y durante semanas no hubo periódicos. Los ferroviarios hicieron huelga y no hubo trenes ni telégrafo. Tantos de los antiguos alborotadores revolucionarios habían sido enviados o habían huido al extranjero para evitar el arresto que emergió una nueva generación de líderes: el escritor Gorki, el noble príncipe Lvov y otros como él, que hacía tiempo que querían ayudar a los campesinos y defendían la reforma. Escribieron artículos y pronunciaron discursos y pronto la agitación en las ciudades se extendió también al campo. En las provincias rusas, en Tomsk, Simteropol, Tver y Odessa, la gran franja agrícola, los campesinos talaron los bosques de sus señores, les quitaron el heno, destruyeron toda la maquinaria que no pudieron cargar en sus carros y les robaron el cristal, la porcelana, los cuadros y las estatuas. Los campesinos de un pueblo hicieron astillas un piano y se repartieron entre ellos las teclas de marfil. Otras casas solariegas fueron quemadas, y sus bibliotecas, tapices, grandes pianos y alfombras orientales convertidas en cenizas… y las que no quemaron las profanaron, agachándose y dejando montañas de excrementos en las alfombras y los suelos, y embadurnando el papel pintado con sus asquerosas manos. «Estuvimos aquí, en tu casa.» Los señores huyeron a las ciudades y pidieron ayuda a la corte, mientras en el campo los cielos se volvían rojizos por los fuegos y los campesinos, como caballos de tiro, tiraban de sus carros de madera bien cargados con artículos robados por los campos. En Moscú, los estudiantes de la universidad quemaron retratos del zar y colgaron banderas rojas de los tejados de los edificios. Incluso en Letonia, en Finlandia, en Georgia, en mi propia Polonia, hubo huelgas, barricadas y luchas callejeras por parte de la gente que nunca había disfrutado y había soportado a duras penas el dominio ruso. Sí, los antiguos disturbios de Rusia de la década de 1820 habían vuelto, y de repente, con mucha más fuerza aún.
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