Fue una noche grandiosa, porque supe que todavía tenía algún poder, por pequeño que fuese, sobre su majestad el emperador. ¿Y qué haría yo con ese poder?
Emperador y autócrata de todas las Rusias
Así, cuando la emperatriz viuda encontró mi nombre en la lista especial de artistas imperiales destinados a actuar en la gala de coronación, aquella misma primavera de 1896, y dijo: «Sería un insulto que ella bailase ante la joven emperatriz», y cuando Niki se quedó allí de pie silenciosamente mientras ella decía tal cosa, yo actué. Seguramente Niki querría que yo estuviera en Moscú para que presenciase el momento en que colocaba la majestuosa corona de ceremonial de cuatro kilos de peso de Catalina la Grande en su propia cabeza. ¿Por qué no lo dijo cuando su madre quitó el capuchón a su pluma y trazó una línea tachando mi nombre? Porque contradecir a alguien era ser descortés, según creía el zar. Sus ministros nunca entendieron esa característica suya, y se asombraban siempre de que ese zar que parecía tan agradable no hiciera lo que le habían aconsejado que hiciese cuando les sonreía en un momento dado y pedía su dimisión al siguiente. Eso mismo le ocurrió al príncipe Volkonski, que sucedió a Vzevolozhski como director de los teatros y que, después de un contratiempo conmigo, le ofreció su dimisión a Niki. Este le pidió que lo reconsiderase, pero en cuanto Volkonski llegó a su casa, encontró una carta del zar aceptando su dimisión, que ya estaba en su escritorio. Ya les contaré algo de esto más tarde. Niki sabía perfectamente lo que quería, aunque sus ministros no lo sospecharan. Yo sí.
Aquella vez no acudí a Sergio en busca de ayuda, sino al gran duque Vladímir, que como jefe de la Academia Imperial de Bellas Artes era el árbitro supremo para todas las cosas relacionadas con el teatro y que como rugiente tío de Niki tenía a su joven sobrino en el bolsillo. Vladímir y sus hermanos fueron los que decretaron que Niki no podía casarse discretamente en Crimea, como él habría deseado, sino que debía esperar y celebrar una ceremonia de Estado formal en el Palacio de Invierno, en la capital. Fue Vladímir el que coreografió el funeral de Alejandro III, y él quien planeó aquella coronación. Yo también sabía ya que a Vladímir le gustaba mucho ejercer su poder, y como su hermano mayor el zar había muerto y su joven sobrino era un nuevo zar todavía muy bisoño, Vladímir disponía de una oportunidad espléndida para jugar a ser el zar durante un tiempo. Niki ya había tenido que reprenderle por usar el palco imperial del Mariinski sin el permiso explícito suyo. Podría haberme dirigido a Sergio para aquel tema, pero aquello no era cuestión de una actuación de un domingo por la noche, sino un asunto de Estado, y temía que la emperatriz viuda no escuchase a su sobrino nieto. No, el emperador Vladímir era una elección mejor, y de todos modos siempre es mejor tener dos aliados que uno, aparte de que yo estaba segura de que Vladímir me ayudaría a anular la orden de la emperatriz viuda sencillamente porque la odiaba y porque Alix había insultado a su esposa. Cuando Alix llegó a Petersburgo, Miechen trató de acogerla bajo sus alas. Después de todo, ambas eran esposas que habían llegado a Rusia desde pequeños principados alemanes, ambas mujeres tranquilas, amantes de los libros y poco preparadas para el espectáculo de la corte rusa. Cuando Miechen miraba a Alix se veía a sí misma hacía mucho tiempo, con una dote modesta y pocas gracias sociales, aunque Alix era una belleza de cuento de hadas, con su pelo de un rojo dorado, mientras que Miechen parecía más bien un bulldog. Pero como Miechen antes que ella, Alix no tenía a nadie que la guiase a través de las complejidades de la rebuscada corte rusa. La emperatriz viuda estaba muy ocupada ayudando a su hijo a elegir ministros y agarrarse a la corona, de modo que la astuta Miechen vio una oportunidad de meter la mano en el bolsillo de la nueva emperatriz. Pero Alix le dio un palmetazo. La puritana Alix encontraba a Miechen demasiado sofisticada, demasiado acomodada a la aristocracia rusa, amante de los lujos y sexualmente amoral, y por tanto, se granjeó la primera enemiga de las muchas que tendría en Peter.
No, la primera fui yo. Y yo era también la obediente douchka de Vladímir, que cerró la boca cuando se le dijo y que sin embargo «todavía» estaba siendo castigada. Y así, Vladímir habló por mí a Niki, que accedió y dijo que sí, que volvieran a poner mi nombre. ¡Quería que yo estuviera allí! ¡Lo sabía! Desgraciadamente, Petipa ya había creado un ballet llamado La Perle en honor a la ocasión.
La perla era la gema favorita de la emperatriz, como ya recordarán. Podía elegir las mejores de todas las obtenidas de las aguas heladas de Siberia por Fabergé, Bolin y Hahn, los mejores joyeros rusos. Y para complacer específicamente a Alix, Petipa diseñó aquel ballet que se representaría en una gala en el teatro Bolshói, uno de los muchos entretenimientos planeados para el nuevo zar y la nueva zarina. Aquel era el papel de Petipa como coreógrafo imperial: preparar piezas especiales para coronaciones, visitas oficiales, bodas reales, y si podía al mismo tiempo halagar a la corte, pues mucho mejor. Sus detractores decían que el viejo siempre había tenido un ojo en el escenario y el otro en el palco imperial. Pero ¿y quién no? La mayoría de los hombres clavaban los dos ojos en el zar, de modo que al menos Petipa se guardaba uno para mí. Petipa ya había imaginado unos divertissements para perlas rosas, blancas y negras, y de repente se veía obligado a crear nuevos pasos para una nueva y rara perla, una perla amarilla, y el señor Drigo tenía que componer para mí immediatement una nueva música. Madame Ofitserova tuvo que diseñar a toda prisa un tutú amarillo. Esos preparativos para mí, que no eran distintos de los hechos para todas las demás, pero realizados mucho después que los suyos, llamaron la atención de manera especial. Digamos que suscitaron algo de cólera. Cuánto revuelo por la Kschessinska, la ex concubina del zar. ¿Por qué es tan importante para el zar que se la incluya? Porque, por supuesto, todo el mundo sabía que el teatro no se habría tomado todas aquellas molestias de no ser por una orden directa del zar. Y así empezaron a correr los rumores de que a pesar de las atenciones que me prestaba Sergio Mijaílovich, Nicolás todavía acudía a mi lecho, rumores que yo no hice nada por desmentir. Incluso se comentó que yo le había dado un hijo al zar, y que ese hijo estaba oculto, disimulado entre nosotros, o no, enviado en secreto a París, pero sí que había un hijo, o incluso dos, y «aquel» era el misterio de la lealtad del zar hacia mí. ¿Cómo explicar si no que la Kschessinska todavía se aprovechase del monedero del emperador? Ojalá hubiera sido eso, pero la verdad es que la única explicación que yo podía encontrar era que el zar todavía me amaba. Estuve llena de felicidad durante todas aquellas semanas en que todo el mundo me odiaba. ¿No se forma una perla acaso por un grano de arena que irrita a una ostra?
Y por tanto me disponía a bailar La Verle en la gala de coronación de Nicolás II en el teatro Bolshói, que había sido renovado con grandes gastos para la ocasión: cincuenta mil rublos para las nuevas colgaduras de terciopelo rojo de los palcos y la nueva tapicería de las butacas, sesenta mil rublos para dorar de nuevo todo lo que brillaba como el oro y repintar el mural del techo, cincuenta mil rublos para reparar las arañas de cristal y sustituir la suntuosa alfombra roja. ¡Más rublos de los que se había gastado Niki en mí! La mitad más. Por supuesto, ahora él tenía acceso a mucho dinero. Yo no lo sabía aún, pero el ballet al final quedaría comprimido entre el primer y último acto de Una vida para el zar, un divertimento menor, y como tal no atraería la atención íntegra del público ni de Niki. Mientras su Perla Amarilla bailaba para él, él saludaba a algunos dignatarios en su palco, Alix a su lado con un vestido de brocado de plata. Resultó que no estaban ni furiosos ni irritados. La verdad es que no miraron al escenario siquiera, por enérgicos que fuesen mis giros. Ni una sola vez, mientras yo bailaba los pasos que Petipa había imaginado para mí, con la música que Drigo había compuesto para mí, con el traje que Ofitserova había confeccionado para mí, ninguno de ellos se fijó en la Pequeña K. La diminuta K. Un grano de arena.
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