Sharon Penman - El sol en esplendor

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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El fraile asintió, conmovido por su fervor.

– Lo haré, madame -prometió-. No os fallaré.

Jorge había entendido lo suficiente como para sentir un espasmo de miedo, y se acercó a su madre mientras el fraile regresaba por la calle mayor, y el hábito que había sido blanco se perdía en medio de la soldadesca.

– ¿No te fías de nuestros guardias, ma mère? -susurró.

Ella se volvió hacia el niño. Era el más rubio de todos sus hijos, tan rubio como Ricardo era moreno, y apoyó la mano en el flequillo suave y luminoso que le cruzaba la frente. Tras un titubeo, le dijo una verdad a medias.

– Sí, Jorge, me fío de ellos. Pero aquí suceden horrores que ni tú ni Ricardo debéis ver. Por eso quiero que os lleven a Leominster, donde el rey. Debéis… ¡Ricardo!

Con un grito, tendió la mano hacia su hijo menor, lo cogió justo a tiempo para impedir que bajara la escalinata. Arrodillándose, lo atrajo hacia sí, lo regañó con una voz enronquecida por el miedo. Él soportó el reproche en silencio y, cuando ella lo liberó, se desplomó en la escalera y se abrazó las rodillas en un vano intento de sofocar los temblores que sacudían su cuerpo enclenque. Cecilia no sabía qué había visto para reaccionar así, ni esperó para averiguarlo. Se giró hacia los guardias con tal furia que los hombres se amilanaron.

– ¡No permitiré que mis hijos presencien los estertores de muerte de Ludlow! ¡Enviad un hombre a Somerset! ¡Ya mismo, maldición!

Los hombres se marchitaron bajo su ira, vacilaron en instintiva inquietud; aún pertenecía a la clase que les habían enseñado a obedecer desde el nacimiento. Pero Jorge notó que ella imprecaba en vano; no le obedecerían. Observó un rato y se sentó en la escalera junto a Ricardo.

– Dickon, ¿qué viste?

Ricardo alzó la cabeza. Tenía los ojos ciegos, oscuros, el azul eclipsado por las pupilas dilatadas.

– ¿Y bien? -insistió Jorge-. Dime qué viste. ¿Qué te horrorizó tanto?

– Vi a la muchacha -dijo Ricardo-. La muchacha que los soldados arrastraron a la iglesia.

Ni siquiera ahora Jorge pudo resistirse a la oportunidad de exhibir sus conocimientos mundanos.

– ¿La muchacha que los soldados vejaron? -dijo con aire de experto.

Sus palabras no significaban nada para Ricardo. Apenas las oyó.

– ¡Era Joan! Estaba por allá… -Señaló a la derecha-. En la calle de los Carniceros. Se tambaleaba, se cayó en la calle y se quedó tendida. Tenía el vestido rasgado y ensangrentado. -Tembló convulsivamente, pero Jorge insistió en que continuara-. Un soldado salió de la iglesia. Le aferró el cabello, la obligó a levantarse y la llevó adentro. -Soltó un jadeo estrangulado que amenazaba con transformarse en sollozo, pero se contuvo y miró a Jorge-. ¡Jorge… era Joan! -repitió, deseando que Jorge lo negara, que le asegurase que estaba equivocado, que esa muchacha no podía ser Joan.

Contuvo el aliento, esperando una respuesta. Pronto vio que Jorge no lo tranquilizaría, que no haría negaciones reconfortantes. Jorge nunca se quedaba sin habla, y nunca lo había mirado como ahora. Había una piedad inequívoca en los ojos del niño mayor, y Ricardo supo que lo que le había sucedido a Joan era mucho peor que los horrores que acababa de presenciar en la calle de los Carniceros.

Un soldado pasó corriendo, gritando y blandiendo una botella de vino. Estaba abierta y el vino se derramaba a su paso, salpicando a todos los que estaban alrededor. Ricardo se apoyó la cabeza en los brazos. Alzó los ojos cuando pasó el hombre, alarmado por lo que oía.

– Jorge, ¿están colgando gente?

Jorge asintió.

– Agradece que nuestro padre esté a salvo, lejos de Ludlow -dijo con calma-. Si él o nuestros hermanos hubieran caído en manos de la reina, habría empalado sus cabezas a las puertas de la aldea, y nos habría obligado a mirar mientras lo hacían.

Ricardo puso cara de horror y se levantó de un brinco cuando el grito de una mujer resonó en la plaza del mercado. Jorge también se puso de pie, aferrando los hombros de Ricardo.

– No era Joan, Dickon -se apresuró a decir-. Ese grito no vino de la iglesia. No era Joan.

Ricardo dejó de forcejear, le clavó los ojos.

– ¿Estás seguro? -susurró. Jorge asintió, y la mujer volvió a gritar. Fue demasiado para Ricardo. Se zafó del apretón de Jorge con tal violencia que perdió el equilibrio y cayó por la escalinata, cruzándose en el camino de un jinete que acababa de doblar la esquina de Broad Street.

Ricardo no se lastimó; el suelo era demasiado blando. Pero el impacto de la caída lo dejó sin aliento. De pronto el cielo se llenó de patas delanteras y cascos amenazadores. Cuando se atrevió a abrir los ojos, su madre estaba arrodillada en el lodo junto a él y el caballo había frenado a poca distancia.

Cecilia tuvo que entrelazar los dedos para calmar el temblor de sus manos. Inclinándose, limpió el fango del rostro de su hijo con la manga del vestido.

– ¡Por amor de Dios! Madame, ¿todavía estáis aquí?

Ella irguió la cabeza y vio a un joven que fruncía el ceño y le resultaba conocido. Al fin lo recordó. El caballero que había estado a punto de pisotear a su hijo con el caballo era Edmundo Beaufort, hermano menor del duque de Somerset.

– ¡En nombre de Dios! -imploró ella-. ¡Sacad a mis hijos de aquí!

Él la miró un instante y se apeó de la silla.

– ¿Por qué no os llevaron de inmediato al campamento del rey en Leominster? -exclamó con incrédula furia-. Mi hermano hará despellejar vivo a alguien por esto. Lancaster no guerrea contra mujeres y niños.

Cecilia no dijo nada, sólo lo miró y vio que se le enrojecían los pómulos. Él se giró abruptamente e impartió órdenes a los hombres que habían entrado en Ludlow a su mando. Con profundo alivio, ella notó que estaban sobrios.

– Mis hombres os escoltarán al campamento del rey, madame.

Ella asintió y observó tensamente mientras él despedía a los guardias, buscaba caballos y, maldiciendo, golpeaba con el plano de la espada a los soldados borrachos que reñían por los despojos de la victoria. Aunque la liberación era inminente, ella no respiraba con más tranquilidad. Sólo sentiría alivio cuando sus hijos salieran de Ludlow. Condujo a los niños a sus monturas, pero Ricardo se resistió. Cecilia sucumbió a las tensiones de las últimas veinticuatro horas y le abofeteó la cara. Él jadeó pero aceptó el castigo sin quejas ni protestas. La objeción vino de Jorge, que se puso rápidamente al lado del hermano.

– No culpes a Dickon, ma mère -suplicó-. Él la vio, ¿entiendes? Vio a Joan. -Viendo que ella no comprendía, señaló la iglesia parroquial-. La muchacha de la iglesia. Era Joan.

Cecilia miró a su hijo menor, se arrodilló y lo abrazó suavemente. Vio las lágrimas en sus pestañas y la marca del bofetón en la mejilla.

– Oh, Ricardo -susurró-. ¿Por qué no me lo dijiste?

Esa mañana, mientras aguardaban la llegada del ejército de Lancaster, ella había procurado inculcar a sus hijos la necesidad de portarse con dignidad. Ahora ya no le importaban el orgullo ni el honor ni nada salvo el dolor que veía en los ojos de su hijo, un dolor que tendría que haber sido totalmente ajeno a la infancia.

Entonces Edmundo Beaufort realizó un acto de gentileza que ella nunca olvidaría, que nunca se habría atrevido a esperar. La duquesa se disponía a hacer un requerimiento que consideraba vano, pero él se le adelantó.

– Enviaré a algunos de mis hombres a la iglesia para que se encarguen de la muchacha -dijo-. Pediré que la lleven a Leominster. A menos que ella… -Titubeó, mirando al niño que ella abrazaba, y concluyó con voz neutra-: Se hará lo que deba hacerse, madame. Ahora, sugiero que no nos demoremos más tiempo aquí.

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