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Sharon Penman: El sol en esplendor

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Sharon Penman El sol en esplendor

El sol en esplendor: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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– No es posible, Dickon. No resistirías la cabalgada.

– ¿Nos entregaréis a Lancaster? -preguntó Jorge con incredulidad, con voz tan aterrada que Eduardo se puso a la defensiva.

– ¡No tienes por qué decirlo como si os entregáramos a los infieles para un sacrificio ritual, Jorge! -replicó con involuntaria brusquedad. Se contuvo, asombrándose de que Jorge tuviera un instinto tan infalible para irritarlo, y añadió con voz más suave-: No temas, Jorge. Lancaster no se ensaña con los niños. Estaréis mejor que si intentáramos llevaros con nosotros.

Edmundo aguardaba con impaciencia, irritado con esta demora que causaban los niños cuando el tiempo era su única ventaja.

– Ned, nuestro primo Warwick nos llama…-Eduardo asintió pero se quedó donde estaba, acariciando la cabeza rubia de Jorge y el pelo moreno de Ricardo. Nunca le habían parecido tan pequeños, tan desvalidos, como ahora que los dejaban a merced de un ejército enemigo. Forzando una sonrisa, le dio un golpe juguetón en el brazo a Jorge.

– No pongas esa cara compungida -dijo de buen humor-. De veras, no hay nada que temer. Lancaster no os tratará mal.

– No tengo miedo -replicó Jorge. Eduardo no dijo nada y Jorge pensó que ese silencio significaba escepticismo y repitió tozudamente-: ¡No tengo miedo, en absoluto!

Eduardo se enderezó.

– Me alegra, Jorge -dijo secamente.

Se dispuso a seguir a Edmundo, pero se volvió impulsivamente hacia Ricardo, se arrodilló, le clavó los ojos.

– ¿Y qué hay de ti, Dickon? ¿Tienes miedo?

Ricardo abrió la boca para negarlo, pero luego asintió despacio.

– Sí -confesó con un hilo de voz, sonrojándose como si hubiera hecho la más vergonzosa de las confesiones.

– Te contaré un secreto, Dickon. Yo también -dijo Eduardo, y se rió al ver la expresión de asombro del niño.

– ¿De veras? -preguntó Ricardo, y Eduardo asintió.

– De veras. No hay ningún hombre que no conozca el miedo, Dickon. El valiente es el que ha aprendido a ocultarlo, nada más. Recuerda eso mañana, muchacho.

Edmundo regresó.

– Santo Dios, Ned, ¿vas a tardar toda la noche?

Eduardo se puso de pie. Miró a Ricardo y sonrió.

– ¡Y piensa en las historias que podrás contarme cuando volvamos a vernos! Después de todo, tú serás testigo de la rendición de Ludlow, no yo.

Y se marchó deprisa, reuniéndose con Edmundo y dejando a los dos niños solos detrás de la mampara, tratando de aceptar esa increíble realidad: cuando el alba llegara a Ludlow, también llegaría el ejército de Lancaster.

Edmundo conocía las mañas de su hermano desde que eran niños, y no le sorprendió descubrir que Eduardo ya no lo seguía. Desanduvo sus pasos y lo vio junto a la tarima, conversando con su madre. Fue deprisa hacia ellos, y al acercarse oyó la exclamación de la duquesa de York.

– ¡Estás loco, Eduardo! ¿Cómo se te ocurre pensar en un plan tan temerario? Ni lo sueñes.

– Aguarda, ma mère, escúchame hasta el final. Concedo que parece arriesgado, pero tiene sus méritos. Sé que funcionaría.

Edmundo se enfurruñó. Sabía por experiencia que Eduardo consideraba viables ciertos planes que para otros serían el colmo de la imprudencia.

– ¿De qué hablas, Ned?

– Quiero sacar de aquí a ma mère y los niños esta noche.

Edmundo se irritó tanto que lanzó un juramento frente a su madre.

– Por Dios, espero que no hables en serio.

– Claro que sí. Sé que convinimos en que lo mejor para ellos sería quedarse en Ludlow, y sé que ma mère está convencida de que no sufrirán ningún daño. Pero tengo mis dudas, Edmundo. Tengo mis dudas.

– A nadie le agrada la idea, Ned -dijo Edmundo, tratando de disuadirlo-. Pero no podemos llevarlos con nosotros. Una mujer y dos niños… con la cabalgada que nos espera. Estarán más seguros en Ludlow. Nadie maltrata a las mujeres y los niños, ni siquiera Lancaster. Los llevarán ante el rey y lo más probable es que le cobren a Ludlow una multa exorbitante. También puede haber saqueos, lo concedo. Pero por Dios, Ned, no habrá pillaje como en una aldea francesa. Ludlow es inglesa.

– Sí, pero…

– Además -preguntó Edmundo-, ¿adónde los llevarías?

Notó que había cometido un error, pues Eduardo sonrió pícaramente.

– A Wigmore -dijo con aire triunfal-. La abadía agustina que está cerca del castillo. Podría llevarlos allá en pocas horas. No sería tan difícil. No, no digas nada. Escúchame. Podríamos marcharnos ahora, coger caminos apartados. No negarás que conozco todos los senderos de Shropshire.

Edmundo sacudió la cabeza.

– No, no lo negaré. Pero una vez que los lleves a Wigmore, suponiendo que lo logres… ¿qué sucederá? ¿Te quedarás aislado en pleno Shropshire, en medio del ejército de Lancaster?

Eduardo se encogió de hombros con impaciencia.

– ¿Olvidas que me crié en Ludlow? Conozco esta zona. No me capturarían. Una vez que los dejara en Wigmore, os alcanzaría a ti y a nuestro padre sin dificultad. -Volvió a sonreír, dijo persuasivamente-: Ves que funcionaría, ¿verdad? Reconócelo, Edmundo, es un buen plan.

– Es suicida. Estarás solo mientras las tropas de Lancaster arrojan una red por toda la campiña. No tendrías la menor oportunidad, Ned. En absoluto. -Edmundo hizo una pausa, reparó en la expresión terca de Eduardo y concluyó sombríamente-: Pero veo que te has emperrado en seguir con esta locura. Será mejor que ensillemos los caballos y vayamos a buscar a los niños. No nos queda mucho tiempo.

Eduardo rió suavemente, sin demostrar sorpresa.

– Sabía que podía contar contigo -dijo con aprobación, y sacudió la cabeza-. Pero en esta ocasión tendré que prescindir de tu compañía. Creo que será mejor que los lleve yo solo.

– Muy noble -dijo incisivamente Edmundo-, pero no muy brillante. No seas necio, Ned. Sabes que me necesitas…

La duquesa de York escuchaba con incredulidad a sus hijos.

– ¡No puedo creer lo que oigo! -intervino-. ¿No me oísteis decir que no pienso irme de Ludlow? ¿Qué te proponías, Eduardo? ¿Arrojarme sobre tu caballo como si fuera una manta?

Se sintieron consternados y avergonzados por su furia, aunque habrían afrontado sin pestañear a su iracundo padre. Y ella los vio tan jóvenes que se aplacó y una ola de orgullo protector le apresó el corazón, mezclado con temor por ellos. Titubeó, buscando las palabras apropiadas, buscando esa paciencia típica de las madres de hijos adolescentes, recordándose que ahora eran ciudadanos de dos países, que atravesaban con tal frecuencia las elusivas fronteras que separaban la edad adulta de la niñez que nunca sabía dónde se hallaban.

– Tu preocupación es meritoria, Eduardo, y también la tuya, Edmundo. Me enorgullece que estéis dispuestos a arriesgar la vida por mí y vuestros hermanos. Pero sería un riesgo vano. Por ahorrarnos ciertas incomodidades, podríais provocar vuestra muerte. No lo permitiré.

– El riesgo no sería tan grande, ma mère -aventuró Eduardo, y ella sacudió la cabeza, tocándole la mejilla en un inusitado ademán de afecto.

– No estoy de acuerdo. Creo que el riesgo sería inmenso. ¡Y por nada, Eduardo, por nada! Aquí no corremos peligro. ¿Crees que retendría a Jorge y Ricardo en Ludlow si pensara que pueden sufrir algún daño?

Vio que había dado en el blanco, y Eduardo lo concedió con una mueca.

– Claro que no, ma mère, pero…

– Y si corro peligro en manos de Lancaster, Eduardo, sucedería lo mismo en Wigmore. El castillo de allá pertenece a York. No sería difícil averiguar nuestro paradero. No, me quedaré en Ludlow. No abrigo ningún temor por mí o vuestros hermanos, aunque confieso que siento temor por los aldeanos. Son nuestra gente; yo debería estar aquí para hablar en su nombre.

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