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Sharon Penman: El sol en esplendor

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Sharon Penman El sol en esplendor

El sol en esplendor: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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Ahora la reina miraba a su madre.

– Dado que vuestro esposo y vuestros hijos, March y Rutland, han huido tan valerosamente de las consecuencias de su traición, vos, madame, debéis ser testigo en lugar de ellos. Observad bien el precio que cobramos a quienes son desleales a la corona.

La reacción de Cecilia fue inmediata e imprevista. Se aproximó a la lustrosa yegua negra de Margarita.

– Estas gentes son buenas gentes, temerosas de Dios y leales a su rey. Os aseguro que no tienen ninguna deuda de deslealtad para con Su Gracia.

– Madame, me estorbáis el paso -murmuró Margarita.

La fusta de cuero cortó el aire, la yegua avanzó, y por un momento de terror escalofriante Ricardo creyó que el animal pisotearía a su madre. Pero Cecilia vio la intención en el rostro de Margarita y se apartó a tiempo, y un soldado alerta le ayudó a conservar el equilibrio.

Ricardo pasó junto al soldado, se abrazó a su madre; Jorge ya estaba junto a ella. Ella temblaba y por un momento se apoyó en Jorge como si fuera un adulto.

– Sacad a mis hijos de la aldea -jadeó-. Por favor, Vuestra Gracia… Vos también sois madre.

Margarita se giró en la silla. Tiró de las riendas, guiando a la yegua de vuelta hacia la cruz.

– Sí, soy madre. Hoy se cumplen seis años del nacimiento de mi hijo… y casi desde el día en que nació, hay quienes se empeñan en negarle su derecho, quienes se atreven a decir que mi Édouard no es hijo legítimo de mi esposo el rey. Y vos conocéis tan bien como yo, madame, al hombre más responsable de esas viles calumnias… Ricardo Neville, conde de Warwick. ¡Warwick… vuestro sobrino, madame! ¡Vuestro sobrino!

Pronunció estas palabras con voz colérica, y un rápido borbotón de ininteligibles imprecaciones en francés. Recobrando el aliento, miró en silencio a la mujer cenicienta y a los niños ateridos de miedo. Con suma lentitud, se quitó un guante de montar, cuero español con finas costuras y forro de marta. Vio que Cecilia Neville erguía la barbilla y que Somerset sonreía, supo que ambos esperaban que abofeteara a la duquesa con el guante. En cambio, lo arrojó al suelo, a los pies de Cecilia.

– Quiero que este villorrio sepa qué destino aguarda a quienes respaldan a los traidores. Encargaos de ello, milord Somerset -ordenó. Sin esperar respuesta, fustigó el flanco de la yegua, haciéndola girar en un vistoso alarde de destreza ecuestre, y se internó en Broad Street al galope, desperdigando a los soldados.

Una muchacha gritaba. El sonido llegaba en olas escalofriantes que hacían temblar a Ricardo. Había tanto terror en esos alaridos que sintió un morboso alivio cuando se volvieron más ahogados e imprecisos y por último cesaron. Tragó saliva, procuró no mirar hacia la iglesia de donde venían los gritos de la muchacha.

El viento cambió, trajo el olor acre de la carne quemada. Las casas eran incendiadas una tras otra, y las llamas se habían propagado a una pocilga lindera, atrapando a varios de los desdichados animales. Por suerte los aullidos de los puercos moribundos ya no se oían, pues el chillido de dolor de esas criaturas condenadas le había causado náuseas. Había visto animales sacrificados por su carne, e incluso Eduardo y Edmundo lo habían llevado a una cacería de venado en septiembre. Pero esto era diferente; esto era un mundo desquiciado.

Un mundo donde los hombres eran arreados por las calles como ganado, con cuerdas de cáñamo colgadas del cuello. Un mundo donde los soldados desmantelaban tiendas saqueadas para obtener madera y construir un patíbulo delante del ayuntamiento. Un mundo donde el hijo menor del copista de la ciudad había sido apaleado y dado por muerto en medio de Broad Street. Desde la cruz, Ricardo aún podía ver el cuerpo. Trataba de no mirarlo; el hijo del copista le había ayudado a atrapar al cachorro de zorro que había descubierto esa memorable mañana estival en el prado de Dinham.

Al apartar los ojos del cuerpo de ese niño conocido y querido, Ricardo vio una mancha que se extendía en el suelo al pie de la cruz, riachuelos rojos que caían en los desagües. Observó un instante, dio un respingo.

– ¡Jorge, mira! -Señaló con fascinado horror-. ¡Sangre!

Jorge miró, se acuclilló y agitó las ondas con el dedo.

– No -declaró al fin-. Es vino… de allá, ¿ves? -Señaló la esquina, donde habían apilado enormes toneles de una taberna saqueada y los habían vaciado en el desagüe central.

Jorge y Ricardo se volvieron al ver pasar un toro al galope, azuzado por los aburridos soldados que Somerset había dejado para custodiarlos. Ricardo aún se sentía incómodo con sus guardias; aunque hasta ahora habían impedido que los soldados que correteaban alrededor de la cruz molestaran a la duquesa de York y sus hijos, era evidente que no estaban conformes con esta misión. Habían mirado con abatimiento mientras sus camaradas compartían los despojos de la aldea saqueada, y Ricardo estaba seguro de que la mayoría habrían estado dispuestos a escuchar la insistente petición de su madre de que los llevaran al campamento del rey. Pero el jefe se había negado rotundamente, declarando que no podían actuar sin órdenes del duque de Somerset y que nadie abandonaría el precario refugio de la cruz, ni los cautivos ni sus renuentes captores.

La duquesa de York lanzó un grito. Un hombre atravesaba a trompicones la calle mayor, moviéndose despacio, sin ton ni son, como un barco a la deriva. No prestaba atención a los soldados que chocaban con él, cargados con botín tomado del desvalijado castillo, que se elevaba sobre la desventurada aldea como el esqueleto expuesto de una presa del pasado. Cuando tropezó con los talones de un soldado car-gado de botín, lo llenaron de insultos, lo apartaron a codazos. Otras manos intervinieron para impedir la caída, e incluso para cederle el paso; esos hombres, que acababan de violar y ejecutar, tenían escrúpulos para cometer violencia contra un sacerdote.

El hábito y la cogulla lo identificaban como uno de los hermanos carmelitas de los frailes blancos de Santa María, pero la túnica antes inmaculada estaba manchada de hollín y salpicada de sangre. Se les acercó y vieron que tenía una sola sandalia, pero se internó obtusamente en el lodo revuelto de la calle, en el vino turbio que ahora formaba un charco en el desagüe, alrededor de la cruz. Al oír su nombre se detuvo, parpadeando. La duquesa de York volvió a llamarlo y esta vez la vio.

Los guardias no intentaron detenerlo cuando subió la escalinata de la cruz, mirando con apatía mientras Cecilia le cogía la mano tendida. Ella echó un vistazo al hábito manchado y a la cara pálida y sucia.

– ¿Estáis herido?

Él sacudió la cabeza.

– No… Sacrificaron a nuestro ganado. Las vacas lecheras, las ovejas… Los establos están llenos de sangre…

Dejó de hablar y sus ojos se enturbiaron, y sólo se despabiló cuando ella repitió su nombre. Miró a la duquesa y los dos azorados niños. No se parecía a ningún fraile que hubieran visto, tan desharrapado como el mendigo más pobre, con los ojos vidriosos y la boca flácida de un beodo.

– Madame, saquearon el convento. Se llevaron todo, madame, todo. Luego incendiaron los edificios. La despensa, la cervecería, incluso la enfermería y el hospicio. Asaltaron la iglesia… Se llevaron el píxide y los cálices, madame, los cálices…

– Escuchadme -exigió ella-. ¡Escuchadme, por amor de Dios!

Al fin logró comunicarle su urgencia y él la miró en silencio.

– Id al castillo, encontrad al duque de Somerset. Pedidle que ordene que lleven a mis hijos al campamento del rey. -Miró a los niños, bajó la voz, dijo ferozmente-: Antes de que sea demasiado tarde. ¿Entendéis? ¡Id, deprisa! Los soldados no dañarán a un sacerdote; os dejarán pasar. Si Somerset no está en el castillo, buscadlo en el ayuntamiento. Lo están usando como prisión, y quizá esté allí. Pero encontradlo. -Su voz era apenas un susurro-. Por el amor de Jesús, Su Unigénito Hijo, encontradlo.

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