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Sharon Penman: El sol en esplendor

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Sharon Penman El sol en esplendor

El sol en esplendor: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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York llegó en octubre y dejó azorados a Warwick, Salisbury y su hijo Eduardo cuando entró en Westminster y apoyó la mano en el trono vacante. Durante sus meses de exilio en Irlanda, había llegado a la conclusión de que debía reclamar la corona o resignarse a librar una serie incesante de escaramuzas sangrientas con la reina y sus aliados.

Edmundo aprobaba la decisión de su padre. Ese rey títere le parecía más peligroso que un rey niño, y las Escrituras hablaban con claridad sobre ese tema: «¡Ay de ti, tierra mía, si tu rey es un niño!». Enrique de Lancaster era apenas un pálido icono de autoridad, una sombra manipulada para dar sustancia a los actos soberanos realizados en su nombre, primero por Margarita, y ahora por Warwick.

Más aún, el duque de York tenía más derecho al trono. Sesenta años atrás la sucesión real de Inglaterra había sufrido un brutal desgarrón cuando el abuelo de Enrique depuso y asesinó al hombre que tenía derecho legítimo al trono. Seis decenios después aún resonaban los ecos de esa conmoción. El rey asesinado no tenía descendencia; según la ley inglesa, la corona tendría que haber pasado a los herederos de su tío Leonel de Clarence, el tercer hijo de Eduardo III. El hombre que se había adueñado de la corona era hijo de Juan de Gante, cuarto hijo de Eduardo III, pero no estaba dispuesto a respetar las sutilezas de la ley inglesa de la herencia, y así inició la dinastía Lancaster.

Si Enrique de Lancaster no hubiera sido un monarca tan inepto, pocos habrían cuestionado las consecuencias de una asonada legitimada, cuando no legalizada, por el transcurso de sesenta años. Pero el bienintencionado Enrique era débil y estaba casado con Margarita de Anjou, y siete años atrás había perdido el juicio por completo. De pronto la gente recordó la tremenda injusticia cometida con los herederos de Leonel de Clarence, y Margarita demostró que estaba dispuesta a todo con tal de destruir al hombre que un día podía reclamar la corona, el duque de York, que pertenecía al linaje de Leonel.

Edmundo encaraba este complejo conflicto dinástico como un problema muy sencillo. A su entender, era correcto, justo y sensato que su padre reclamara la corona que le correspondía legítimamente. Pronto descubrió, sin embargo, que aunque fuera correcto y justo, políticamente era un error garrafal. Aunque pocos cuestionaban la validez de la pretensión de York, todos eran inesperadamente reacios a arrebatar la corona a un hombre que descendía de un rey y era reconocido como soberano de Inglaterra desde los diez meses de vida.

Margarita había necesitado casi diez años de implacable hostilidad para transformar a York, un leal par del reino, en el rival que siempre había visto en él. Pero York había cruzado el Rubicón mientras cruzaba el mar de Irlanda, y estaba empecinado en creer que no tenía más opción que reclamar la corona; ni siquiera se dejaba disuadir por el rotundo desinterés de los Neville y su hijo mayor. No tenían el menor apego sentimental por el hombre al que llamaban el «santo Enrique», pero habían sabido interpretar mejor que York la predisposición de los Comunes y del reino. Aunque Enrique estuviera loco, era el hombre ungido por Dios para reinar, y su ineptitud para gobernar perdía toda importancia cuando se hablaba de destronarlo.

Al final se propuso una solución intermedia que no satisfizo a nadie e irritó a la mayoría. Bajo la Ley del Acuerdo, aprobada el 24 de octubre, Ricardo Plantagenet, duque de York, quedó formalmente reconocido como heredero del trono inglés, pero estaba obligado a postergar su reclamación mientras Enrique permaneciera con vida. Sólo a la muerte de Enrique ascendería al trono como el tercer Ricardo que gobernaría Inglaterra desde la Conquista.

Enrique contaba a la sazón con treinta y nueve años. Era diez años menor que el duque de York y gozaba de la robusta salud de alguien que no padecía las preocupaciones mundanas que avejentaban y atosigaban a otros hombres, así que esta solución salomónica no conformó a York y sus simpatizantes. Y como la Ley del Acuerdo desheredaba al hijo de Margarita, en un acto expeditivo que muchos vieron como confirmación de las difundidas sospechas sobre la paternidad del niño, Margarita y sus partidarios sólo podían aceptarla a punta de espada. El único que manifestó satisfacción con el acuerdo fue Enrique, que en su desvarío se aferraba a la corona pero extrañamente aceptaba que su hijo fuera arrancado de cuajo de la línea de sucesión.

Después de la batalla de julio, en que Warwick había capturado al rey, Margarita se había replegado a Gales y luego a Yorkshire, que era un enclave tradicional de Lancaster. Allí se había reunido con el duque de Somerset y Andrew Trollope, que durante varios meses habían tratado en vano de expulsar de Calais a Warwick y Eduardo.

Estos señores leales a Lancaster estaban acuartelados en el castillo de Pontefract, un imponente bastión a ocho millas del castillo yorkista de Sandal, y recientemente se les habían sumado dos hombres muy resentidos con la Casa de York, lord Clifford y el conde de Northumberland. Sus padres habían muerto con el padre de Somerset en la batalla de San Albano, ganada por York y Warwick cinco años atrás, y no habían olvidado ni perdonado. Margarita se había aventurado en Escocia con la esperanza de forjar una alianza con los escoceses; el cebo que usaba era una propuesta de matrimonio entre su pequeño hijo y la hija de la reina de Escocia.

Y así Edmundo se encontró pasando la temporada navideña en Yorkshire -una región desolada, lúgubre, y hostil a la Casa de York-, con la torva perspectiva de una inminente batalla en el nuevo año, una batalla que decidiría si Inglaterra sería de York o de Lancaster, a un coste en vidas en que más valía ni pensar.

Era una de las Navidades más tétricas que recordaba. Su padre y su tío estaban demasiado preocupados por la inminente confrontación con Lancaster y no tenían tiempo ni ánimo para festejos. Edmundo, muy consciente de las desventajas de ser un bisoño de diecisiete años entre soldados veteranos, se había obligado a encarar la falta de festividades navideñas con lo que él consideraba era una indiferencia adulta. Pero en secreto añoraba las celebraciones de años anteriores, y lamentaba perderse los festejos londinenses.

Su primo Warwick había permanecido en la capital para encargarse de la custodia del rey Lancaster, y Edmundo sabía que Warwick gozaría de una Navidad principesca en el Herber, su palaciega mansión londinense. Del castillo de Warwick irían su condesa, así como sus hijas Isabel y Ana. Edmundo sabía que su madre también se reuniría con ellos, con sus hermanos Jorge y Ricardo, y Meg, que con sus catorce años era la única hermana de Edmundo que aún permanecía soltera. Habría ponche de huevo y ramilletes decorativos y la galería de trovadores del salón resonaría toda la noche con música y algazara.

Edmundo suspiró, mirando la nieve arremolinada. Por diez días interminables habían estado recluidos en el castillo de Sandal, con una sola excursión breve al villorrio de Wakefield, dos millas al norte, para romper la monotonía. Suspiró al oír que Tomás volvía a pedir pan. La tradicional tregua de Navidad llegaba a su fin; cuando expirase, Ned tendría que haber llegado de las marcas galesas con refuerzos que darían a los yorkistas una incuestionable supremacía militar. Edmundo se alegraría de verlo por muchas razones, entre ellas porque podría hablar con Ned como no podía hablar con Tomás. Había decidido que esa noche le escribiría. Con eso se sintió mejor, se apartó de la ventana.

– Tengo dados en mi cámara, Tom. Si los mando buscar, ¿abandonarás tu capón por una partida?

Tomás, como era previsible, se mostró bien dispuesto, y el humor de Edmundo mejoró. Se disponía a enviar a un criado en busca de los dados cuando abrieron la puerta y entró sir Robert Apsall, el joven caballero que era su amigo y preceptor. Era una cámara amplia, de la mitad del tamaño del salón, y estaba llena de hombres jóvenes y aburridos, pero él enfiló hacia Edmundo y Tomás.

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