Sharon Kay Penman
El hombre de la reina
Al escribir El hombre de la reina, mi primera novela de intriga medieval, me estaba adentrando en un territorio de ficción con el que no estaba familiarizada y me desvié de mi camino de vez en cuando. Afortunadamente no me faltaron guías. Como siempre, mi agradecimiento para mis padres, Jill y John Davies, que fueron mis intérpretes ingleses. Para Valerie Ptak LaMont, que es verdaderamente la madrina del libro; para Marian Wood, que ha sido mi editor en Henry Holt and Company durante quince años memorables. También mi agradecimiento para mis agentes, Molly Friedrich y Sheri Holman, de la agencia literaria Aaron M. Priest, y para Mic Cheetman de la agencia literaria Mic Cheetman, por darme ánimos, apoyo moral y varios mapas de los caminos reales de la época. Para Susan Watt, mi editor en Michael Joseph, Ltd., por ayudarme a enseñarle a Justino cómo desenvolverse entre los Plantagenet, prostitutas y diversos delincuentes. Y finalmente, para la doctora Lyla Perez, inspectora médica de Atlantic County, Nueva Jersey, por compartir tan generosamente conmigo su tiempo y experiencia, capacitándome para describir el cuerpo hinchado de Pepper Clem con exactos y precisos detalles, por truculentos que fueran.
Suelo empezar mis notas de la autora con una especie de declaración que sea una garantía para mis lectores de que todos los poco probables acontecimientos que figuran en el libro tuvieron lugar en la realidad. Con sucesos como eclipses solares, novias raptadas y asesinos con dagas envenenadas, es fácil comprender que un lector escéptico pueda poner en duda si me he convertido en una narradora empedernida de sucesos propios del mundo de Hollywood. Así que he llegado a considerar una «Nota de la autora» como un ingrediente esencial en mis recetas históricas, sobre todo cuando la cena es con los Plantagenet. Esta «Nota de la autora» es, por consiguiente, algo distinto, pues el argumento de la intriga procede de mi cabeza y no de la historia misma.
El arzobispo de Ruán obtuvo una copia de la carta enviada por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico al rey de Francia y transmitida secretamente a la reina Leonor. Pero aunque las cartas -y la difícil situación de Ricardo- son reales, el papel desempeñado por el orfebre es pura fantasía.
El padre de Justino, Aubrey de Quincy, es una creación novelesca de la autora, como lo es también su obispado. Chester pertenece a la diócesis de Coventry y Lichfield, y aunque el título de obispo de Chester estuvo vigente durante la Edad Media, no fue un uso oficial. El obispo de Coventry y Lichfield y Chester en 1193 fue la némesis de Aubrey y el taimado aliado de Juan, Hugh de Nonant.
Utilizo en la novela el término coroner -funcionario encargado de investigar las causas de muertes repentinas y violentas-, pero al hacerlo peco de prematura, pues tal profesión no se estableció hasta el mes de septiembre de 1194. Antes de esa fecha, las funciones del coroner las llevaba a cabo el justicia del condado y los sargentos o alguaciles.
Tal vez sorprenda a algunos lectores la escena del interrogatorio de Gilbert el Flamenco, porque las meras palabras medieval dungeons -calabozos medievales- sugieren morbosas imágenes de cámaras de horrores y muros de piedra salpicados de sangre. Pero estos instrumentos tan truculentos de persuasión como el potro pertenecen a una época posterior. La tortura judicial no se solía practicar en el siglo XII y no era tan frecuente en Inglaterra como lo era en el continente. Es interesante observar que se utilizó con más frecuencia después de que el IV Concilio de Letrán de 1215 prohibiera los juicios por ordalía. Algunos historiadores de la ley han encontrado también una conexión entre la abolición del juicio por ordalía y el origen del juicio por jurado. Pero como El hombre de la reina tiene lugar en 1193, Gilbert el Flamenco tuvo la suerte de no tener que enfrentarse con el potro o la hija del diablo.
S. K. P.
Abril de 1996
1 . EL PALACIO DEL OBISPO DE CHESTER, INGLATERRA
Diciembre de 1192
– ¿Estáis seguro de que el rey ha muerto?
La pregunta y su propia negligencia cogieron a Aubrey de Quincy desprevenido y esto le puso furioso consigo mismo: debía haber esperado esta pregunta. El único tema de conversación durante la comida había sido la desaparición del rey Ricardo. Toda Inglaterra y, por supuesto, toda la cristiandad no hablaban de otra cosa, porque habían pasado más de dos meses desde que Ricardo Corazón de León se había hecho a la mar en el puerto de Acre. Otros cruzados habían atracado ya en puertos ingleses a principios del mes de diciembre, pero nadie había tenido noticias del rey.
Si la pregunta la hubiera hecho otro de sus invitados, Aubrey la habría interpretado como curiosidad natural, pero viniendo de Hug de Nonant no era ni inocente ni casual. Al obispo de Coventry, hombre de mundo, no había quien lo igualara en lo tocante a poner en aprietos verbales: tendía sus redes con tal habilidad que su presa no se daba cuenta del peligro hasta que ya era demasiado tarde.
Pero Aubrey no tenía la menor intención de que le pillaran desprevenido y así caer en la trampa que le había tendido el obispo. Para ganar tiempo, hizo una seña para que trajeran más vino; se enorgullecía tanto de su hospitalidad que la gente decía que no había nadie en las Marcas que ofreciera manjares tan exquisitos ni tan bien presentados como Su Excelencia Reverendísima, el obispo de Chester. Los criados estaban a punto de servir el plato siguiente, un pavo real flotando en un lago de salsa, con sus huesos, su piel y sus plumas vueltas a poner con esmero en su sitio, espectáculo lo suficientemente impresionante como para provocar murmullos de admiración en los invitados. Los cocineros de Aubrey habían trabajado horas y horas para crear esta obra de arte culinario. Pero Aubrey la contemplaba ahora con expresión de indiferencia, porque la sombra de la traición andaba rondando la estancia.
¿Había muerto el rey Ricardo? Así lo creían sin lugar a dudas muchos cortesanos, y en tascas y tabernas apuntaban la posibilidad de que su barco hubiera sido hundido por una tempestad o que lo hubieran atacado los piratas. Los más crédulos especulaban sobre otros peligros como los de los monstruos marinos. Pero conforme iban pasando las semanas, un número creciente de súbditos del rey desaparecido sospechaba que había muerto, que tenía que estar muerto. Y ninguno lo deseaba más ardientemente que el hombre a quien Hugh de Nonant servía.
La Cruzada había sido un fracaso; ni siquiera un rey soldado tan experto como Ricardo pudo recuperar Jerusalén de manos de los infieles. Pero para Aubrey, el gran fracaso de Ricardo Corazón de León era que no había logrado engendrar un hijo. Había nombrado heredero a su sobrino Arturo, pero éste era todavía un niño al cuidado de su madre en Bretaña. Había otro rival de sangre real, uno mucho más cercano, Juan, conde de Mortain, hermano menor de Ricardo. Nadie dudaba de que el conde trataba de disputarle a Arturo la corona, pero de lo que nadie tenía la menor idea era de lo que haría la reina madre. Todos sabían que Leonor y Juan estaban enemistados, pero a fin de cuentas era su hijo. Si el asunto llegara al terreno de las armas, ¿a quién respaldaría Leonor, a Juan o a Arturo?
Aubrey no creía que Juan llegara a ser un buen rey, porque si «la serpiente era el más astuto de todos los animales del campo», también era verdad que el hijo menor de la reina Leonor no reparaba ante nada y carecía de escrúpulos de conciencia. Pero de una u otra manera no le cabía duda de que Juan prevalecería sobre Arturo. Así que sacó la conclusión de que, si se veía alguna vez enfrentado a ese dilema, se pondría de parte de Juan.
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