Sharon Penman - El sol en esplendor

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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Notó que uno de sus captores se inclinaba sobre él y alzó la vista con aturdimiento, echándose hacia atrás en una protesta involuntaria cuando el hombre quiso cogerle las manos. Sin prestarle atención, el soldado le amarró las muñecas y retrocedió para inspeccionar su trabajo.

– Éste es sólo un mozalbete -comentó, mirando a Edmundo sin la menor animadversión.

– Y usa una armadura que complacería a los señores más encumbrados… Nos irá bien con él. Sin duda tiene parientes que pagarán un buen precio por recobrarlo.

Los soldados se volvieron hacia unos jinetes que se aproximaban. Edmundo escuchó con indiferencia la discusión que siguió, oyó la orden de despejar el puente, la huraña reacción de los soldados. A regañadientes, cedieron el paso a los recién llegados, que atravesaron el puente arremolinando la nieve, mientras los hombres salpicados mascullaban maldiciones. Edmundo intentaba enjugarse la nieve de los ojos cuando un corcel frenó ante él. Desde lejos, oyó la reverberación de una voz:

– ¡Ese muchacho! ¡Dejádmelo ver!

Edmundo irguió la cabeza. Conocía el rostro moreno ensombrecido por la visera, pero no logró identificarlo.

– Me parecía… ¡Rutland!

Al oír su propio nombre, Edmundo reconoció al que hablaba. Andrew Trollope, antiguo aliado de York, el hombre que los había traicionado en Ludlow. La traición de Trollope había sido una amarga iniciación en l;i edad adulta para Edmundo, pues Trollope le caía simpático. Ahora no sentía rabia ni resentimiento. No sentía nada de nada.

El caos reinó brevemente en el puente; los captores de Edmundo apenas daban crédito a su suerte. ¡El conde de Rutland! ¡Un príncipe de rancio abolengo! Ningún rescate podía ser muy elevado por ese trofeo; de pronto se sentían dueños de una fortuna.

– Somerset querrá saber sobre esto -dijo un compañero de Trollope, v la voz activó un recuerdo sepultado en el aturdido cerebro de Edmundo; ese sujeto era Henry Percy, conde de Northumberland. Estos hombres eran los enemigos jurados de su padre. ¿Qué hacía allí, amarrado, aterido de frío, enfermo y a merced de ellos? Northumberland agregó-: El único de quien no sabemos nada es Salisbury.

Edmundo trató de levantarse, descubrió que su rodilla ya no recibía órdenes de su cerebro. Pronunció las palabras aun antes de comprender que se proponía hablar.

– ¡Trollope! ¿Qué hay de mi padre?

Ambos hombres se volvieron en la silla.

– Muerto -respondió Trollope.

Siguieron adelante, y la voz de Northumberland flotó sobre el puente mientras obsequiaba a sus compañeros con detalles sobre la muerte de su enemigo.

– … debajo de esos tres sauces al este del castillo. Sí, aquel lugar… el cuerpo despojado de su armadura… lo saludaron como «rey sin reino». Y sin cabeza, si Clifford se sale con la suya. ¡No es común decapitar a los muertos después de la batalla, pero díselo a Clifford!

Las voces se disiparon. Rob Apsall trató de acercarse a Edmundo desde el otro lado del puente, pero lo contuvieron con un brutal empellón.

– Edmundo… Edmundo, lo lamento.

Edmundo no dijo nada. Se volvió para mirar las aguas; Rob sólo pudo ver una maraña de pelo castaño oscuro.

Otros jinetes se aproximaban desde la dirección del campo de batalla. Se había iniciado el saqueo de los cadáveres. Hubo una conmoción en el extremo del puente. Un soldado no se había apartado con suficiente celeridad para complacer a uno de los jinetes, que lanzó el caballo contra el ofensor. Apretado contra el pretil, el hombre aullaba de temor y forcejeaba en vano contra los palpitantes flancos del animal.

Los captores de Rob despejaron el camino, se alinearon contra el pretil. Rob hizo lo mismo. De pronto estaba rígido, como si no tuviera aire en los pulmones. El jinete que se aproximaba le dio mala espina. Lord Clifford de Skipton-Craven. Clifford, uno de los que había planeado la emboscada de Wakefield Green. Clifford, famoso por su fiero temperamento, aun entre sus propios hombres, y por su odio descomunal por el duque de York.

Edmundo reparó en el súbito silencio. Al volver la cabeza, vio a un jinete que le clavaba los ojos con una intensidad que le recordó los ojos de su halcón favorito cuando avistaba una presa. Sostuvo la mirada, tragó saliva; era extraño, pero su lengua ya no parecía pertenecer a su boca. ¿Por qué sentía de golpe ese miedo puramente físico? Era como si su cuerpo reaccionara ante una presencia que aún no había llegado a su cerebro.

– ¿Quién es él? -le preguntó el caballero al soldado más próximo, sin apartar los ojos de Edmundo. Como no recibió respuesta, rugió-: ¿Me has oído, estúpido hideputa? ¡Su nombre, ya! Dilo en voz alta.

El hombre, intimidado, murmuró «Rutland».

– Soy Edmundo Plantagenet, conde de Rutland -tartamudeó Edmundo.

Clifford lo había sabido.

– El cachorro de York -dijo con voz queda, sin la menor sorpresa.

Se apeó de la silla, sujetó la montura. Todas las miradas lo seguían. Edmundo reconoció a Clifford con una oleada de miedo que ya no era instintiva, sino que tenía pleno arraigo en la realidad. Trató de aferrar el pretil, pero las amarras le impedían buscar un asidero.

– Ayudadme a levantarme.

Un soldado tendió la mano pero se contuvo y miró a Clifford, que asintió.

– Ponlo de pie -le dijo.

El miedo entorpecía al hombre y Edmundo no era ninguna ayuda, acalambrado de frío, paralizado de dolor y temor. El soldado logró levantarlo, pero ambos cayeron contra el pretil. Un hervor de dolor subió desde la rodilla desgarrada de Edmundo, le convulsionó el cuerpo. Una bruma roja perforó la oscuridad, colores arremolinados de brillo hiriente y caliente que se disiparon en la negrura.

Cuando estaba en medio del puente, lo embistió una intermitente andanada de sonidos. Los soldados gritaban. Rob gritaba. Oía las palabras pero no las entendía. Volvió a apoyarse en el pretil, y el soldado que lo sostenía se apartó deprisa, así que quedó solo. Algo le pasaba en la vista; los hombres parecían temblar, desenfocados. Vio caras distorsionadas, bocas torcidas, vio a Clifford y luego la daga desenvainada en la mano de Clifford.

– No -dijo con la calma de la incredulidad. Esto no era real. Esto no podía estar pasando. No se ejecutaba a los prisioneros. ¿No lo había dicho Tom? Tom, que también había sido prisionero. Tom, que estaba muerto. Se puso a temblar. Esto era una locura, una ilusión de su mente obnubilada por el dolor. Menos de una hora atrás, estaba de píe junto a su padre, en el salón del castillo de Sandal. Aquello era real, esto no. Esto no.

– ¡Por Dios, milord, tiene las manos atadas! -gritó un soldado, como si Clifford no lo hubiera notado y sólo fuera preciso advertirle. Inmovilizado por hombres que parecían tan aterrados como él, Rob tironeó frenéticamente de las cuerdas.

– ¡Pensad, hombre, pensad! -le gritó a Clifford-. ¡Es el hijo de un príncipe, os servirá más vivo que muerto!

Clifford miró brevemente a Rob.

– Es el hijo de York, y a fe que me vengaré.

Se giró hacia el aturdido muchacho. Rob se zafó, se arrojó hacia delante. Alguien intentó apresarlo, erró; otras manos le aferraron la pierna, tiraron con tal fuerza que se desplomó. Escupiendo sangre, procuró levantarse, y nadie lo detuvo. Le permitieron recorrer a rastras la escasa distancia que lo separaba de Edmundo.

Se arrodilló junto al moribundo, trató de abrazarlo, trató de parar la sangre de Edmundo con las manos, siguió tratando mucho después de que Edmundo hubiera muerto.

En el puente sólo se oían sus angustiados sollozos. Los demás miraban a Clifford en silencio, con repulsión. Él lo notaba, lo veía en lacara de esos hombres, soldados que a pesar de todo hacían cierta distinción entre las muertes. A ojos de ellos, esto no era una muerte en batalla, sino un asesinato a sangre fría. Un asesinato, para colmo, que los había privado de un generoso rescate.

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