Sharon Penman - El sol en esplendor

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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El pánico había cundido en Londres. Todos conocían anécdotas sobre los actos brutales cometidos por el ejército de mercenarios y escoceses de Margarita. Ella había prometido botín en vez de paga, y una vez al sur del río Trent, esos hombres habían tomado su palabra al pie de la letra, con un salvajismo del que ningún inglés tenía memoria. Las tropas dejaban un rastro de devastación en su avance hacia el sur, y el saqueo de Ludlow palidecía ante la caída de Grantham, Stamford, Peterborough, Hunlington, Royston.

La lista de ciudades parecía interminable, y cada vez llegaba más al sur, cada vez más cerca de Londres. Para la gente aterrada que se hallaba en el paso del ejército lancasteriano, parecía que media Inglaterra estaba en llamas y todos contaban atroces historias sobre aldeas incendiadas, iglesias saqueadas, mujeres violadas y hombres asesinados, historias que eran exageradas y adornadas con cada nueva versión, hasta que los londinenses se convencieron de que afrontaban un destino cuyo horror no tenía parangón desde que los hunos habían amenazado Roma.

Londres no había pensado que Warwick perdería. Siempre había tenido muchos simpatizantes en la ciudad y a los treinta y dos años era un soldado de renombre, amigo de reyes extranjeros, un hombre rodeado por un esplendor que hasta un monarca envidiaría. La ciudad había suspirado de alivio cuando marchó al norte con un ejército de nueve mil efectivos y el rey títere, Enrique de Lancaster.

Cuatro días después, fugitivos yorkistas regresaron a la ciudad con una confusa historia sobre la batalla librada en San Albano, esa infortunada aldea que cinco años atrás había presenciado otro encontronazo entre York y Lancaster. Al parecer el ejército de Margarita había cogido a Warwick por sorpresa, atacándolo por el flanco tras una extraordinaria marcha nocturna.

Todas las versiones afirmaban que Warwick había logrado escapar, aunque se desconocía su paradero y era causa de grandes conjeturas. Pero habían capturado a su hermano, Juan Neville. Tras el macabro ejemplo que se había dado en el castillo de Sandal, pocos creían que sobreviviera largo tiempo después de la batalla.

Enrique de Lancaster era una pieza que volvía al tablero. Lo habían encontrado sentado bajo un árbol cerca del campo de batalla. Circulaba una historia escalofriante acerca de los caballeros yorkistas que se habían quedado para custodiar al rey cuando él les prometió un indulto. Los habían llevado ante Margarita y los habían decapitado frente a su hijo de siete años. Nadie sabía con certeza si era verdad, pero la ciudad se hallaba en tal estado de ánimo que muchos lo creían.

Con la derrota de Warwick, sólo Eduardo, conde de March y ahora duque de York, podía presentar un último reto a Lancaster. Se pensaba que Eduardo estaba en Gales; a mediados de febrero, habían llegado informes a Londres sobre una batalla que se había librado en el oeste, entre el lancasteriano Jasper Tudor, hermanastro del rey Enrique, y el joven duque de York. Las narraciones eran escuetas, pero parecía que Eduardo había triunfado. Sin embargo, no se sabía nada más, y todo lo demás quedó eclipsado por la devastadora noticia de la batalla de San Albano el martes de carnaval.

La atemorizada ciudad aguardaba la llegada de Margarita de Anjou y Cecilia no se animaba a demorarse más. Había despertado a Ricardo y Jorge para llevarlos a los muelles, y ahora lloraba con un desconsuelo que no había conocido desde aquel día de enero en que su sobrino, el conde de Warwick, le había llevado la noticia de la batalla de Sandal, que le había arrebatado a su marido, un hijo, un hermano y un sobrino.

En aquellos primeros días de aturdimiento había buscado el respaldo de Warwick, como único pariente varón y adulto, tratando de olvidar la opinión que tenía de su célebre sobrino, que le recordaba ciertas cajas de ébano que había visto a la venta en las ferias, lustrosas y atractivas, pintadas con deslumbrantes guardas de oro y bermellón, y que al inspeccionarlas de cerca revelaban que estaban cerradas herméticamente, y que no se podían abrir.

A pesar de su inmensa necesidad, ya no podía engañarse. Su sobrino irradiaba el resplandor de un cielo constelado de estrellas, y la misma calidez. No se sorprendió pues, un día en que estaba en el salón de Herber, su mansión londinense, y le oyó dictar una carta para el Vaticano. Alababa los servicios de un legado pontificio que se había convertido a la causa yorkista, y se refería a «la destrucción de unos parientes míos» en el castillo de Sandal, diez días atrás. Cecilia se quedó boquiabierta. ¡«La destrucción de unos parientes míos»! ¡Su padre, su hermano, su tío y su primo! Pidió su capa, olvidó sus guantes y regresó por la nieve al castillo de Baynard.

Irónicamente, ése fue el día en que recibió noticias de Eduardo. La carta llegó esa tarde, en un ocaso que anunciaba aún más nieve. Enviada por correo especial desde la ciudad de Gloucester, de puño y letra de Eduardo. Hasta entonces Cecilia sólo se había permitido el bálsamo de las lágrimas en la intimidad de su cámara, a solas de noche. Pero al leer la carta de su hijo mayor, se quebró y lloró sin contenerse, mientras la arrebolada esposa de Warwick revoloteaba alrededor como una polilla mutilada que no atinaba a posarse.

La carta de Eduardo era el primer rayo de luz en la oscuridad que había descendido sobre Cecilia tras las muertes de Sandal. Era una hermosa carta, algo que no había esperado en un muchacho tan joven, y Cecilia, que no era sentimental, se encontró realizando un acto inesperado: plegó la carta y se la guardó en el corpiño del vestido; la mantuvo allí durante días, en un envoltorio de seda fina contra la piel, contrarrestando el frío habitual de su crucifijo.

Le conmovía (aunque no le sorprendía) que Eduardo también les hubiera escrito a los niños. Edmundo había sido el más responsable de ellos dos, pero era Eduardo quien siempre encontraba tiempo para sus pequeños hermanos. En eso nunca había dudado de él: sabía que era profundamente leal a su familia.

Ahora, en las angustiosas postrimerías de Sandal, sólo tenía a Eduardo. Un joven que aún no había cumplido los diecinueve, afrontando cargas que pocos hombres adultos habrían podido sobrellevar.

Pero no sólo temía por Eduardo. Estaba frenética de miedo por sus hijos menores, cuando otrora tenía la serena seguridad de que nadie dañaría a un niño. Se había disipado la reconfortante certidumbre de una mesura impuesta por la decencia, de los límites impuestos por el honor. Ya no creía en algo que, hasta Sandal, había sido un artículo de fe, que había actos que ningún hombre cometería. El asesinato de un aturdido e indefenso joven de diecisiete años. La mutilación del cuerpo de hombres que habían perecido honorablemente en batalla. Ahora conocía la naturaleza del enemigo, sabía que no podía confiar en que el rango y la inocencia salvaguardaran a sus hijos, y nunca había temido tanto por ellos.

No sólo le preocupaba la seguridad física de ambos sino su bienestar emocional. De noche Cecilia era acechada por la imagen de los ojos atemorizados de sus hijos. El dicharachero Jorge parecía haber enmudecido. En cuanto al menor, Ricardo, estaba fuera de su alcance, pues se había recluido en un silencio que no tenía nada que ver con la infancia. En su desesperación, Cecilia llegó a desear que Ricardo pudiera sufrir las mismas pesadillas que desgarraban el sueño de Jorge.

Varias veces a la semana, se sentaba en el borde de la cama de Jorge, enjugándole la frente transpirada con un paño húmedo y escuchando esa voz trémula que hablaba de nieve ensangrentada, cuerpos decapitados y horrores inimaginables. Quizá, si Ricardo hubiera sufrido esas pesadillas, ella podría haberle dado el consuelo que podía brindar a Jorge. Pero Ricardo era parco hasta en sueños, no hacía comentarios sobre las pesadillas de su hermano, no se quejaba de que lo despertaran bruscamente noche tras noche, y la miraba en silencio mientras ella se sentaba en la cama y acariciaba el pelo rubio de Jorge, la miraba con esos opacos ojos grises y azulados que le desgarraban el corazón, los ojos de Edmundo.

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