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Sharon Penman: El sol en esplendor

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Sharon Penman El sol en esplendor

El sol en esplendor: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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– Me envían para convocaros a ambos al salón -dijo sin preámbulos, sacudiéndose la nieve de las botas.

– ¿Qué sucede, Rob? -preguntó Edmundo, súbitamente tenso y, como de costumbre, temiendo un desastre, mientras Tomás apartaba la silla de la mesa de caballetes y se ponía de pie sin prisa.

– Problemas, me temo. Esa partida de forrajeros que enviamos al alba tendría que haber regresado hace rato. Hace horas que no sabe-mos nada de ellos. Su Gracia el duque teme que Lancaster haya violado la tregua y los haya emboscado.

– ¿Por qué nos demoramos, entonces? -preguntó Edmundo, y había llegado a la puerta antes de que los otros dos pudieran responderle.

– Espera, Edmundo, toma tu capa.

Tomás iba a recoger la arrugada prenda del asiento de la ventana, vio que Edmundo ya había salido, se encogió de hombros y siguió a su joven primo sin ella.

Las sospechas del duque de York eran justificadas. Una numerosa fuerza de Lancaster había emboscado a los forrajeros en el puente de Wakefield y casi toda la partida había perecido. Algunos supervivientes lograron escapar y corrieron hacia el castillo de Sandal perseguidos por el enemigo. Entre el castillo y las orillas del río Calder se extendía un vasto marjal que los lugareños llamaban Wakefield Green. Era el único terreno abierto entre el castillo de Sandal y la aldea de Wakefield, y los yorkistas en fuga sabían que su única vía de escape, pues si entraban en los tupidos bosques de la izquierda y la derecha sus cabalgaduras quedarían empantanadas en la nieve y andarían a paso tambaleante hasta que los alcanzaran y los mataran.

Atravesaron Wakefield Green al galope, y sus perseguidores les pisaban los talones. Cuando la captura parecía inevitable, unas flechas surcaron el cielo. La andanada puso en fuga a los lancasterianos y el puente levadizo externo descendió rápidamente sobre la plataforma de piedra que bordeaba el foso. Los supervivientes se apresuraron a franquear el foso para entrar en el patio del castillo. A sus espaldas, el puente levadizo volvía a elevarse, y al desmontar oyeron el chirrido tranquilizador del rastrillo de rejas de hierro que cerraba la entrada.

Todo el día había caído una cellisca intermitente, pero en ese momento las nubes ya no derramaban copos helados. Los vigías yorkistas contaban con buena visibilidad para observar a los enemigos que se congregaban en el marjal. Aun a esa distancia, se notaba cierta confusión, como si no supieran si retirarse o sitiar el castillo.

En el salón estalló una acalorada discusión entre los señores yorkistas. Se había producido una división inconciliable entre los que preferían trabarse en combate con los lancasterianos y los que consideraban una locura abandonar el amparo del castillo. El portavoz de la segunda posición era sir David Hall, viejo amigo del duque de York. Argumentó con fuerza y convicción que el sentido común imponía una sola medida, mantener a los hombres dentro de las murallas y aguardar la llegada de Eduardo de March, el hijo mayor de Su Gracia, con los hombres que estaba reuniendo en las marcas galesas.

Otros consideraban esa prudencia un insulto a su valentía y argumentaban, con igual pasión, que la única salida honorable era aceptar el reto del enemigo.

Por un tiempo la decisión quedó pendiente, pero dos factores la volcaron a favor del ataque. El duque de York era partidario de este argumento, y los lancasterianos de Wakefield Green habían engrosado sus fuerzas. Al recibir refuerzos, eran cada vez más audaces y se habían aventurado en las inmediaciones del castillo, aunque aún se mantenían a distancia prudente.

Edmundo escuchaba en silencio desde las sombras. A diferencia de la mayoría de sus parientes, tenía ojos oscuros, de un llamativo gris azulado que reflejaba fielmente su ánimo voluble. Ahora mostraban sólo el gris, que se movía de rostro en rostro, escrutándolos agudamente. Aunque tenía diecisiete años, no era un romántico. Lo impulsaba el sentido común, no los conceptos abstractos como «honor» y «gallardía». Le parecía una necedad arriesgar tantas cosas por la dudosa satisfacción de vengar a los forrajeros. Claro que el riesgo no parecía ser excesivo; gozaban de una evidente superioridad numérica sobre los lancasterianos. Pero le parecía innecesario, un autocomplaciente alarde caballeresco.

Se preguntaba si su padre estaba motivado por el deseo de vengarse de Ludlow. Luego se preguntó si su renuencia a trabarse en combate obedecía realmente al sentido común. ¿Y si era cobardía? Después de todo, nunca había estado en batalla, y sentía un nudo en el estómago ante la perspectiva. Ned siempre afirmaba que el miedo era tan común entre los hombres como las pulgas en los perros y las tabernas, pero Edmundo tenía sus dudas. Estaba seguro de que su padre y su tío Salisbury nunca habían sentido el corazón en la garganta, ni ese sudor helado que bajaba de la axila a la rodilla. Ellos eran mayores; su padre frisaba los cincuenta, y su tío era aún más viejo. Edmundo no podía concebir que la muerte les inspirase el mismo temor que a él, así como no podía concebir que los impulsara el mismo apetito sexual.

No, nunca había podido coincidir con Ned, que confesaba sin remilgos que a veces se orinaba de miedo pero que parecía crecer con el peligro y se exponía a riesgos que Edmundo habría pasado por alto. Durante la infancia había seguido a Ned en una aventura tras otra, cabalgando por el precario borde de los peñascos y cruzando a caballo ríos caudalosos en vez de usar los puentes. Pero nunca se convencía de que Ned sintiera el miedo que él sentía, y cuando otros lo alababan por su valentía, se avergonzaba en secreto como si hubiera perpetrado una gigantesca estafa, un engaño que un día quedaría al descubierto.

Al dudar de su coraje, también dudaba de su criterio; ya no sabía por qué se oponía tanto al ataque que planeaban. Pero aunque lo hubiera sabido, no habría podido dar otra respuesta cuando su padre lo interpeló.

– ¿Qué dices, Edmundo? ¿Le mostramos a Lancaster el precio que pagará por romper la tregua?

– Creo que no hay otra opción, padre -declaró gravemente.

Al oeste el río Calder se curvaba en una herradura donde el terreno se elevaba y ofrecía una vista clara del castillo de Sandal y el declive de Wakefield Green. Un pequeño grupo de jinetes aguardaba en la arboleda de esa loma cubierta de nieve. Mientras observaban, el puente levadizo del castillo empezó a bajar y se asentó lentamente sobre el foso. Los estandartes favoritos de York -un Halcón Engrillado y una Rosa Blanca-flamearon al viento, se desplegaron en medio de la nieve arremolinada.

Enrique Beaufort, duque de Somerset, se inclinó para observar y se permitió una leve sonrisa.

– Allí vienen -anunció innecesariamente, pues sus compañeros observaban el castillo con igual concentración. Era improbable que York tuviera una trinidad de enemigos más acérrimos que estos tres hombres: Somerset, lord Clifford y Henry Percy, conde de Northumberland. Sólo Margarita abrigaba un rencor mayor contra el hombre que encabezaba su ejército contra los lancasterianos en Wakefield Green.

Los lancasterianos no defendían su posición, sino que se replegaban ante el avance. Para los tres observadores, la fuerza lancasteriana parecía estar al borde de la catástrofe, a punto de quedar atrapada entre la orilla del Calder y el ejército yorkista. Pero ninguno de los tres manifestaba alarma; al contrario, miraban con sombría satisfacción mientras sus hombres retrocedían y los yorkistas avanzaban en una exultante arremetida hacia una victoria fácil.

Al fin los lancasterianos parecieron defender su posición. Los hombres se estrellaron con un impacto estremecedor. El acero centelleó, la sangre salpicó la nieve. Los caballos corcovearon, perdieron el equilibrio en la nieve y se desplomaron, aplastando a sus jinetes.

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