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Sharon Penman: El sol en esplendor

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Sharon Penman El sol en esplendor

El sol en esplendor: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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La mayoría de los hombres que buscaban asilo eran soldados de a pie; la mayoría, pero no todos. Entre ellos también se hallaban los capitanes de Lancaster que habían sobrevivido a la masacre, y su temor era inmenso, pues sabían que York no les daría cuartel. Dos de ellos, sir Gervase Clifton y sir Thomas Tresham, se aproximaron al pórtico norte, donde se encontraba el abad Streynham, vestido de negro, bloqueando la luz y cerrando el paso.

Habían forzado las puertas externas, pero el abad se había plantado ante la puerta interna que conducía a la nave, alzando la hostia, y por el momento había logrado detener la marea vengativa que amenazaba con anegar la abadía de sangre. Bajo su brazo estirado, los hombres acorralados vieron que los soldados yorkistas se aproximaban, vociferando con furia. Eran reacios, sin embargo, a alzarle la mano a un abad, y por el momento se conformaban con gritar insultos. Clifton y Tresham sabían, sin embargo, que en cualquier momento perderían esos escrúpulos; sólo se necesitaba un hombre que estuviera dispuesto a irrumpir en la iglesia.

– No podéis entrar en una casa de Dios para matar -dijo el abad, con la autoridad de la iglesia en la voz. Detuvo a los hombres con la mirada, y dijo con temible convicción, con la certeza glacial de alguien que estaba acostumbrado a la obediencia-: Estos hombres solicitan el derecho de asilo. ¿Osaréis incurrir en la ira de Dios Todopoderoso al causarles daño? Quienes se atrevan a profanar la iglesia de Dios pondrán en peligro su alma inmortal, sufrirán condenación eterna.

Los soldados vacilaron, impresionados. Dentro de la abadía, los otros esperaban, casi sin respirar.

– ¿Olvidáis, señor abad, que la abadía de Santa María Virgen no es una iglesia de asilo?

Clifton y Tresham se agazaparon, tratando de ver sin ser vistos. Los hombres parecían haberse apartado de la puerta. Entrevieron una cola ondeante y plateada, vieron cascos que arrancaban chispas a las baldosas, y comprendieron que el caballero que había hablado había acercado su montura al pórtico. Supieron que era un caballero aun antes de ver el caballo, pues la voz tenía la inflexión inconfundible del rango.

El abad miraba al caballo con indignación, y se mantuvo en sus trece aunque la cruz del ruano estaba al alcance de su mano.

– El derecho de asilo ha sido reconocido por la Santa Iglesia desde que el Señor le dijo al vicario de Cristo: «Eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella».

– El derecho está reconocido, sí, pero no todas las iglesias pueden ofrecer asilo. Esta abadía no tiene carta real. Tampoco se la ha designado iglesia de asilo mediante una bula papal. Y vos, abad John, lo sabéis tan bien como yo.

El abad Streynsham se sonrojó y luego palideció. No había el menor temor religioso en esa voz fría y despectiva, sólo arrogancia y un refinado conocimiento de la ley canónica que pocos legos podían tener. Por primera vez atisbo el rostro ensombrecido por el visor alzado. Clifton y Tresham, estremecidos por una sospecha que no se atrevieron a expresar en voz alta, vieron que el abad se arrodillaba en el pórtico.

– Imploro el perdón de mi señor soberano -dijo con voz sumisa-, pues no reconocí a Vuestra Gracia.

Eduardo miró al abad con gesto impasible. Oyó que en el interior un hombre tras otro repetía su nombre con un temor que era palpable.

– Apartaos, santo padre -dijo, y los soldados de York avanzaron, pero se detuvieron con vacilación, pues el abad no se había movido de la entrada.

– Majestad, no debéis hacer esto -rogó-. No mancilléis vuestra victoria derramando sangre en una iglesia de Dios. ¿No tenéis motivos, en el día de hoy, para agradecer Su generosidad? ¿La retribuiréis manchando Su casa con sangre? ¡Por el bien de vuestra alma, mi señor, recapacitad!

Por un largo instante, mientras los fugitivos refugiados en la abadía temblaban y el abad contenía el aliento, Eduardo lo miró en silencio. Al fin asintió de mala gana.

– Razonáis más como leguleyo que como sacerdote. -Torció la comisura de la boca-. Al fin y al cabo, son la misma cosa. Muy bien. La vida de los hombres que están dentro de la iglesia es vuestra. Un obsequio. Un despojo de guerra -dijo burlonamente, y alejó al ruano del pórtico mientras los lancasterianos recibían su salvación con alegría y los yorkistas con sorprendida y amarga resignación.

Dentro de la abadía, los hombres reían y se abrazaban; otros parecían aturdidos. Tresham y Clifton se miraron con incredulidad y también se abrazaron, empezaron a hablar al mismo tiempo, con la exaltación febril de los renacidos.

A sus pies, un hombre yacía despatarrado contra una de las raudas columnas de piedra. No se había movido, no había dicho una palabra, había escuchado con indiferencia mientras el abad Streynsham procuraba detener a Eduardo de York. Alzó los ojos, miró a Tresham y Clifton. Tenía la cara tan embadurnada de sangre y lodo que ni siquiera sus seres queridos habrían podido reconocerlo. Tenía una magulladura amarillenta sobre un ojo, y más que cualquiera de ellos, parecía que se hubiera bañado en sangre, pues tenía pegotes en el pelo castaño y enmarañado, cuajarones en la armadura, motas en las cejas. Era imposible discernir cuánta sangre era suya, pues los ojos estaban despojados de toda emoción, y ya no trasuntaban dolor. Cuando se dignó hablar, dijo palabras crueles, pero la voz estaba despojada de sentimientos.

– ¿De veras creéis que York os dejará vivir una vez que averigüe el nombre de los que están refugiados en esta iglesia?

Tresham dio un respingo.

– ¿Por qué no? -barbotó-. Dio su palabra. ¿No le oísteis?

– Sí, le oí. Ahora decidme, Tresham, si la abadía estuviera llena de caballeros de York, ¿cuánto tiempo los dejaríamos vivir?

Tresham se sobresaltó al oír su nombre. Se agachó, entornando los ojos.

– ¡Cielos! ¡Beaufort! Oí decir que habíais caído en el campo.

Somerset se limitó a mirarlo y Tresham sintió una emoción peligrosamente cercana a la rabia. Somerset había logrado agriar las esperanzas que le había dado la inesperada generosidad de York. A su entender, Somerset también había causado la ruina de todos con su ambicioso plan de batalla. Era un alivio desquitar su angustia en un blanco visible.

– Después de vuestros trabajos de esta jornada, no me importa lo que opinéis sobre lo que York hará o dejará de hacer. ¡Dios sabe que no supisteis interpretarlo en el campo de batalla! Y os recuerdo, milord Somerset, que si tenéis razón y nuestra vida corre peligro, seréis el primero en apoyar la cabeza en el tajo.

Clifton se interpuso entre ambos, pues el temperamento fogoso de los Beaufort era legendario. Pero Somerset no se movió, sólo miró a Tresham.

– Dios Santo, hombre -dijo lentamente-, ¿acaso creéis que me importa?

Hubo movimiento a sus espaldas. Sir Humphrey Audley, otro que tenía pocos motivos para esperar clemencia de York, se abría paso para acercarse.

– ¡Edmundo, gracias a Dios!

Somerset no dijo nada ni pareció reconocerlo, aunque era amigo de Audley desde su juventud.

– En cuanto a tu hermano, Edmundo… -empezó Audley, pero vio que era absurdo ofrecerle el pésame por una pérdida personal cuando el mundo que conocían se desmoronaba.

– ¿Alguien sabe si el príncipe Eduardo fue capturado? -preguntó Clifton, con manifiesta aprensión.

La conversación se silenció en derredor. Uno de los hombres apoyados contra la pila se puso de rodillas, volvió hacia ellos un rostro ceniciento. Audley reconoció a John Gower, portador de la espada del príncipe, y sintió un aguijonazo de espanto. Pero las palabras de Gower fueron inesperadamente alentadoras.

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