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Sharon Penman: El sol en esplendor

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Sharon Penman El sol en esplendor

El sol en esplendor: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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El príncipe no entendía nada. Las palabras de Wenlock le martillaban el cerebro exhausto; procuró infundirles sentido. Somerset había esperado que el centro acudiera en su ayuda. Aunque Wenlock tuviera razón, se había limitado a observar mientras los hombres de Somerset eran exterminados. Eso era lo único que entendía Eduardo; lo veía en la cara azorada de los hombres que los rodeaban. Y también veía la pregunta que nadie se atrevía a formular pero que estaba en los ojos de todos: ¿por qué el príncipe no había contravenido la orden de Wenlock? ¿Por qué se había quedado allí, mirando como un idiota mientras York y Gloucester diezmaban la vanguardia lancasteriana? ¿Cómo podía explicar esa parálisis de la voluntad, aun ante sí mismo?

– Pero debimos haber tomado alguna medida… hecho algo. -Quería creer a Wenlock. \Bon Dieu, cómo deseaba creerle! Él comandaba el centro, a la par de Wenlock. ¿También él le había fallado a Somerset? ¿Tendría que haber actuado cuando Wenlock no lo hizo?

– Era demasiado tarde, alteza. Sólo habríamos condenado a nuestros hombres. Somerset diría lo mismo, no habría querido que sacrificara esas vidas en un gesto vacío, que arriesgara vuestra seguridad por hombres ya derrotados.

– ¡Qué va! ¡Somerset no diría eso!-murmuró alguien, pero en voz tan alta como para que le oyeran, pues quería que le oyeran.

Wenlock escrutó a los hombres con ojos fríos; como no pudo o no quiso identificar al culpable, los silenció con la mirada, se volvió hacia el príncipe.

– Tenía que tomar una decisión táctica, alteza. Y no dudo que fue correcta. Milord Somerset no previo que York ocultaría hombres en aquella loma ni que Gloucester acudiría tan prestamente en su ayuda. Tuve que decidir qué era lo mejor para mis tropas.

Eduardo le clavó los ojos. Ese hombre había luchado por Lancaster en San Albano, por York en Towton.

– Pero Somerset esperaba nuestra ayuda -dijo con un hilo de voz.

– Di por sentado que coincidíais conmigo, Vuestra Gracia -dijo Wenlock con voz de pedernal-. Después de todo, no pusisteis ningún reparo en su momento, ¿verdad?

Eduardo se sonrojó. Tuvo una borrosa visión de rostros sobresaltados, coléricos, perplejos. Un principio olvidado de la tradición militar afloró a la superficie de su mente, concerniente al peligro de permitir que los subalternos vieran una división entre sus comandantes. Abrió la boca, sin saber qué diría, y luego, como todos los demás, se volvió para mirar al jinete que subía por la cuesta hacia las líneas lancasterianas, en un galope frenético que hizo que todos temieran que el animal se desplomara, que se le quebrara una pata como una ramilla. Tropezó una vez, pero recobró el equilibrio, siguió adelante. Eduardo apenas lo reconocía como un caballo: espumarajos en el hocico, ojos vidriosos y desencajados de miedo, manchas de sangre que impedían distinguir si era blanco o gris. Tanto lo horrorizaba el caballo que tardó en mirar al jinete y reconocer, azorado, al duque de Somerset.

Somerset ofrecía un espectáculo tan tremebundo como su montura, empapado de sangre yorkista, gritando incoherencias como un demente. Nadie le entendía, pero expresaba un furor que ninguno de ellos había visto en un hombre cuerdo.

Eduardo se quedó petrificado en la silla. Wenlock también parecía incapaz de moverse, y miraba esa aparición ensangrentada y delirante como si dudara de sus sentidos.

– ¡Judas! ¡Hijo traicionero de una ramera yorkista! ¿Dónde estabas mientras masacraban a mis hombres?

Wenlock de pronto pareció reparar en la amenaza. Se llevó una mano a la espada, intentó hablar. No tuvo esa oportunidad. Somerset espoleó su enloquecido caballo y embistió a Wenlock; el otro caballo se tambaleó bajo el impacto y cayó de rodillas.

– ¡Por Jesús, es la última vez que haces el trabajo sucio de York!

Somerset sacó a relucir su hacha. La fuerza del tajo hendió el yelmo de Wenlock como pergamino; la hoja se clavó en el cráneo. Sesos, astillas de hueso y un tejido grisáceo volaron por el aire, salpicaron a un soldado. Wenlock no emitió ningún sonido; estaba muerto antes de tocar el suelo.

Somerset miró el cuerpo. Poco a poco recobró el aliento, dejó de resollar. Irguió la cabeza, miró en torno y se aplacó al ver el rostro de esos hombres. Pensaban que estaba loco; se notaba en su mutismo, en los ojos horrorizados que se desviaban, miraban hacia otra parte.

Sólo entonces reparó en la presencia del príncipe. Volvió su corcel jadeante hacia el muchacho.

– Alteza… -musitó, como si aprendiera a hablar tras años de silencio forzado.

El caballo de Eduardo se apartó del monstruo ensangrentado que montaba Somerset. Eduardo también pareció apartarse.

– Os aseguro que no estoy loco -rezongó Somerset, y soltó una carcajada que le hizo preguntarse si decía la verdad.

Nadie le respondió. Eduardo parecía tan incapaz de sostenerle la mirada como los demás. Durante un largo periodo que no podía medirse en minutos ni horas, Somerset permaneció inmóvil frente al príncipe, mirándolo sin ver, y oyendo sólo sus bufidos entrecortados. Entonces pasaron dos cosas.

– No fue culpa mía, Somerset -dijo Eduardo-. ¡Decid que no lo fue!

Al mismo tiempo, Somerset oyó que gritaban su nombre. Un jinete enfilaba hacia ellos; los hombres se apartaban para cederle el paso. Somerset se giró en la silla, reconoció a John, su hermano menor, que estaba con el ala de Devon.

– ¿Os habéis vuelto locos? -preguntó John, mirando la escena. Su expresión cambió-. ¡Cielos! Sí, os habéis vuelto locos. -Dejó de mirar el cadáver de Wenlock para encarar a Somerset-. ¡Edmundo, vuelve a tus cabales, en nombre de Cristo! Devon ha muerto y York nos ataca con su centro. ¡Santa María, apiádate de nosotros! ¿Os habéis quedado ciegos y mudos? ¡Por Dios, mirad!

Señaló frenéticamente el campo de batalla, el arrollador ejército de York.

Somerset lo intentó. Lo intentó con todas sus fuerzas. Gritó hasta que se le quebró la voz. Golpeó con el plano de la espada a sus soldados fugitivos. Lanzó su trémula montura sobre los hombres de York hasta que el animal llegó al final de su resistencia y dejó de responder al aguijonazo de las espuelas de plata o la presión del bocado en la boca ensangrentada. Aun así, Somerset no cejó. Despreciando su propia seguridad, corrió riesgos que bordeaban la locura. Pero la valentía ya no bastaba.

El Sol de York se había enseñoreado del campo. Las tropas lancasterianas habían perdido el ánimo. Habían visto el exterminio de su vanguardia, habían visto la rencilla entre sus comandantes. Los hombres arrojaban las armas, procuraban salvarse, y sólo Somerset trataba de azuzarlos contra York.

Devon había muerto. También había muerto John Beaufort, el hermano de Somerset. El príncipe Eduardo había huido, apremiado por los guardaespaldas que habían jurado velar por su seguridad. Muchos hombres de Somerset se ahogaron tratando de cruzar el Avon, murieron tratando de llegar a la abadía. Somerset se encontró rodeado por sus muertos y los eufóricos soldados de la Rosa Blanca. Acometió contra ellos, maldiciendo y sollozando, pero hasta la muerte parecía rehuirlo; cayó de rodillas, sin fuerzas para levantarse ni para alzar la espada, y a través de una bruma roja y temblorosa presenció la muerte de la Casa de Lancaster.

Varios fugitivos habían encontrado asilo en la nave de la abadía de Santa María. La iglesia pronto se abarrotó de hombres exhaustos y temerosos que yacían sangrando en el suelo de mosaicos, despatarrados en la capilla de la Virgen, ante el altar mayor, incluso contra la pila de agua bendita, escuchando con corazón palpitante y aliento trémulo mientras los sacerdotes trataban de negar la entrada a los yorkistas que los perseguían.

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