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Matilde Asensi: Tierra Firme

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Matilde Asensi Tierra Firme

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él. A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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Todo estaba muy pensado. En cuanto bajamos a tierra en Cartagena de Indias, mandé prestamente a Juanillo al taller de carpintería con la misiva y el pliego para el rey Benkos, pidiéndole que rogara al esclavo que trabajaba allí que enviase el mensaje con la mayor premura para que llegase cuanto antes a su destino. Quienes debíamos acompañar a mi padre a la hacienda de Melchor éramos los cuatro españoles de a bordo. A nosotros tendría que prestarnos atención el alcalde, que ejercía de juez en cuestiones civiles, pues, al ser españoles y cristianos, la ley no le permitía ignorar nuestra demanda ni nuestros testimonios. Así pues, Jayuheibo, Antón, Negro Tomé y Miguel quedaron a la espera, en el puerto, por si su ayuda nos era precisa para volver al barco ya que sabía de cierto que Melchor de Osuna emplearía a sus hombres para obligarnos a salir de la hacienda por la fuerza.

Cuando estuvimos a la distancia correcta, mi padre nos detuvo bajo aquellos cocoteros, el sombreado lugar en el que podríamos esperar una hora sin morir bajo los rayos del sol. Lucas, Rodrigo, Mateo y yo estábamos muy inquietos, no sabíamos cómo acabaría aquella extraña jornada ni si las cosas saldrían como esperábamos. Por más, yo tenía ante mí, pasara allí lo que pasase, un largo día de sufrimiento pensando en mi padre, que estaría caminando solo por las peligrosas montañas y las temibles ciénagas hasta que los hombres de Benkos le salieran al encuentro.

Acomodados en el suelo, bajo la sombra, recuerdo que empezamos a charlar y a reír y que, cuando vimos salir a mi señor padre de la hacienda e internarse discretamente en la selva, hicimos como que no le habíamos advertido por poder jurar luego que había sido así, y, entonces, empezamos a armar bulla y jarana, más porque no podíamos estar sosegados sabiendo lo que se avecinaba que por verdadera diversión.

Cuando la hora se cumplió, comenzamos a representar nuestros personajes. Todo debía parecer muy cierto, incluso entre nosotros, de cuenta que, convencidos de estar diciendo la verdad, nadie pudiera arrancarnos otra cosa. Entramos en la hacienda, conocimos a Manuel Angola, el esclavo que luego sería nuestro principal valedor en las declaraciones (aunque en ese momento no lo sabíamos, ni él tampoco), nos enfrentamos a Melchor que, en efecto, debió de pensar que estábamos locos, y recibimos la paliza con estacas que nos propinaron sus hombres. Quizá hubiéramos podido evitarla si Mateo no hubiera desenvainado la espada, mas como ya contábamos con ella y Mateo, llegado el caso, resultaba bastante ingobernable en lo que a las armas se refiere, salimos de aquella aventura descalabrados y malheridos, mucho más de lo que yo me había figurado. Con todo, el asunto estaba saliendo muy bien, punto por punto a lo planeado, mas los terribles dolores que sentía en el cuerpo no me dejaron felicitarme y, sin duda, aquella noche estaba demasiado preocupada por mi padre como para vanagloriarme de mi primera victoria.

A la mañana siguiente, inquieta y magullada, principié la segunda doblez de la celada. Con ayuda de Jayuheibo, Antón, Miguel y Juanillo, bajé a tierra y comencé a pasear por el puerto y el mercado para ser vista por las gentes. Yo quería que me viesen, era preciso que algunos de nuestros amigos mercaderes, los más alborotadores a ser posible, me descubriesen en aquel lamentable estado para poder contar lo acaecido y que la voz empezara a circular por toda Cartagena. Sólo con un tumulto popular obtendría la fuerza y el escudo que necesitaba frente a los Curvos. Cuanto más ruidoso fuera el escándalo menos se atreverían a tocarnos y más obligado estaría don Alfonso, el alcalde, a brindarme su atención. Toparme con Juan de Cuba y sus compadres (Cristóbal Aguilera, Francisco Cerdán y Francisco de Oviedo) fue la mayor de las venturas. Todos eran hombres de avanzada edad, muy conocidos en Cartagena, y, por sobre todas las cosas, pendencieros, camorristas y bullangueros. Justo lo que precisaba, ni más ni menos.

Entretanto mis compadres se dolían en la nao, yo presentaba mis respetos a don Alfonso de Mendoza y Carvajal, alcalde de la ciudad y juez para las causas civiles, a quien presenté mi demanda sabiendo que intentaría echarla por tierra y tapar como fuera el engorroso asunto, pues afectaba a un rico comerciante que era, por más, primo de una de las principales familias de toda Tierra Firme y de Nueva España. Pese a ello, a mí no se me daba nada de lo que intentara hacer don Alfonso. Todo lo había previsto para que no pudiera evadirse con ningún pretexto.

Sabía que, ante el alcalde, sólo debía hablar de la desaparición de mi padre y de que tenía para mí que había muerto a manos de Melchor, facilitando razones suficientes para que se abriera obligatoriamente el proceso. Si implicaba a los Curvos con alguna alusión a los negocios sucios de su primo, éstos no dudarían en intervenir con todas sus armas y recursos, pues se trataba de su hacienda y de su riqueza, y no las iban a poner en peligro. Mi enemigo tenía que ser sólo Melchor de Osuna, de cuenta que los Curvos no se sintieran amenazados y prefirieran abandonar al primo a su suerte, dejándolo solo frente a la justicia. Debía ceñirme al asunto de mi padre y por ello lo había robustecido con motivos personales, de dineros y de propiedades, que los tenía, mas, para asegurarlo, contaba con la declaración del esclavo que aún debía aparecer. No sentía temor a este respecto, pues me fiaba de Benkos y de sus muchas capacidades.

De quien no me fiaba era del de Osuna, que acaso, si la rabia le nublaba el entendimiento, tuviera el mal pensamiento de matarnos. Por eso establecí los turnos de guardia en la Chacona y por eso alenté a los mercaderes y a las gentes que ya conocían la desaparición de mi padre y la paliza que nos habían dado los esclavos de Melchor a que propagasen aún más el asunto por toda la ciudad, indignando a las gentes, provocando comentarios y suposiciones, e iniciando las batidas de búsqueda del cuerpo de mi padre que el alcalde parecía remiso a organizar. Cuando tan incontable número de vecinos dejaron sus casas y cerraron sus negocios para salir al campo, empecé a sentirme más tranquila. Si Melchor intentaba agredirnos se haría a sí mismo un flaco servicio. Las batidas, por más, reforzarían la certidumbre en el asesinato pues el cuerpo de mi padre, de haber ido bien su escapada, no iba a aparecer y todos acabarían creyendo que Melchor lo había tirado al fondo de alguna ciénaga ya que, se dirían las gentes, en algún lugar tenía que estar Esteban Nevares o su cuerpo muerto.

Al cabo de una semana, mientras aún continuaban las búsquedas, mandé una carta a madre para, supuestamente, contarle lo acaecido. En realidad, era un mensaje en el que le informaba de que todo estaba saliendo bien («No vengáis a Cartagena») y de que mi padre debía de haber llegado sano y entero al palenque de Benkos («Enviad caudales para nuestro sostenimiento»), pues, realmente, su cuerpo no había aparecido. Si algo hubiera salido mal en el artificio, le habría tenido que pedir a madre que se personara en Cartagena y, si era a mi padre a quien le había acaecido algo durante su huida, le habría escrito que no nos hacían falta caudales porque íbamos a regresar pronto.

El día lunes que se contaban veintinueve del mes de noviembre dieron comienzo, por fin, las declaraciones. El momento final se acercaba. En cuanto apareciera el esclavo de Melchor prevenido por Benkos, lanzaría el disparo final.

Cuando vi a Manuel Angola acercarse al alcalde, temí que todo hubiera salido mal. No íbamos a tener la buena ventura de que el propio capataz de la finca, el que nos había impedido el paso a nosotros y nos había dicho que mi padre se había marchado de allí delante del mismísimo Melchor, fuera ahora a desdecirse y a jurar que mi padre nunca salió de aquel sitio. A fe mía que pasé más miedo que cuando el ama Dorotea me tiró a las temibles aguas del océano sin saber nadar. Por eso, al oírle decir aquel no tan alta y claramente cuando el licenciado Arellano le preguntó si mi padre había salido de la hacienda, se me ahuecó el corazón y no di un gran suspiro de alivio por que no se me oyera, mas me hubiera gustado.

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