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Matilde Asensi: Tierra Firme

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Matilde Asensi Tierra Firme

Tierra Firme: краткое содержание, описание и аннотация

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él. A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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Grande fue nuestra alegría al conocer estos hechos, pero el año aún nos deparaba mayores sorpresas. Benkos nos pidió un cargamento de armas y pólvora en el mes de abril, pues desconfiaba del silencio y calma del gobernador, sospechando que se estaba preparando para un gran ataque a los palenques. Como la cosecha de tabaco no empezaba hasta mayo, supliqué a mi padre que adelantáramos la salida para regresar a mi isla.

– ¿Se puede saber qué demonios se te ha perdido allí? -me preguntó con gravedad.

Yo no había dicho nada de lo que había descubierto la noche que hablé con Sando y con Francisco en las cercanías del río Manzanares, aquello de «Todo lo que tengo lo doy por un cañón pirata», así que me dispuse a contárselo a mi padre.

– ¿Conserva en su memoria vuestra merced -empecé a decir- aquella vieja historia de un mercader de trato de Maracaibo que, años ha, halló unas viejas lombardas enterradas en una isla desierta dentro de las cuales descubrió un inmenso tesoro que le hizo un hombre muy rico?

Me miró desconcertado y arqueó las cejas como seña de incomprensión.

– Sí, desde luego. Eso le ocurrió a Luis Téllez, vecino de Maracaibo -repuso-. Mas no comprendo…

– ¿Y sabe vuestra merced que los piratas guardan sus tesoros en viejos cañones inservibles que ocultan en las muchas islas e islotes desiertos que tenemos en estas aguas caribeñas?

– Sí, naturalmente que lo sé.

– ¿Y conoce también que…?

– ¡Basta! -gruñó, enfadado-. ¿Se puede saber qué intentas decirme?

– Lo lamento, padre. Sólo quería contarle que, en mi isla, en una cueva llena de murciélagos que había en la parte alta de unos acantilados, encontré, meses antes de que vuestra merced me rescatara, cuatro viejos falcones de bronce escondidos en el guano que cubría el suelo.

Los ojos de mi padre brillaron.

– ¿Cuatro falcones, eh? -preguntó, interesado.

– Sí, padre.

Al punto, frunció el ceño.

– ¿Qué emblemas tenían en las testeras?

– Ninguno, padre. O eran muy viejos o se los habían borrado.

– ¡Martín! -exclamó, contento-. ¡Encontraste un tesoro pirata!

– Eso tengo para mí, padre.

– ¿Es que, acaso, no lo viste?

– No, padre, no lo vi. Los calibres estaban tapados por el guano y yo entonces desconocía que se pudiera ocultar algo en su interior, así que no miré. Estaba muerta de frío y me había dado un golpe muy fuerte contra los falcones, que me hicieron caer, así que no me entretuve en aquella cueva, y, por más, los murciélagos empezaban a regresar. Por eso había pensado -concluí- que podríamos allegarnos hasta mi isla antes de empezar a cargar tabaco, porque, si realmente hay un tesoro, podemos comprar las armas a Moucheron en el tornaviaje sin pasar por las plantaciones.

Aunque nos hiciéramos muy ricos, no podíamos abandonar a Benkos cuando nos solicitaba ayuda porque él no nos había abandonado a nosotros cuando se la habíamos pedido.

– ¡Sea! -consintió mi padre-. Mas debes saber que tengo intención de retirarme cuando regresemos del viaje. Ésta será la última vez que gobierne la Chacona como maestre.

No pude soltar palabra, tan sorprendida me había quedado.

– Estoy viejo, Martín -me explicó, mirando por la ventana de su despacho que era dónde nos encontrábamos-. Pronto cumpliré sesenta y cinco años. Nadie de mi edad debería estar aún gobernando una nao. -Quedó en suspenso unos instantes y, luego, soltó una carcajada-. ¡De cierto que no queda casi nadie de mi edad! En fin, lo que quería decirte, muchacho, es que voy a dejarte a cargo de la Chacona . Quiero que tú seas su maestre.

– ¿Maestre de la Chacona … yo? -balbucí.

– ¿Por qué no? Eres mi hijo legítimo, buen navegante, buen mercader, listo como bien has demostrado y honrado hasta donde nadie sabrá nunca. ¿Qué más virtudes necesitas?

Callé, pensativa.

– Toda virtud, padre, en exceso se vuelve vicio. ¿Cuándo se ha visto a una mujer gobernando una nao?

Mi padre se enfadó.

– ¿Es que no puedes olvidarte de aquella pobre Catalina Solís? -exclamó, dando un puñetazo en la mesa. Resopló y volvió a mirar por la ventana-. ¿No puedes, verdad?

– No, padre, no puedo. Soy Catalina Solís y, aunque el nombre nada me importe, soy una mujer, y eso no lo cambiarán estas ropas ni tampoco los documentos que me convierten en vuestro hijo Martín. Soy mujer, padre, y soy Catalina, aunque vista como un mozo.

Ambos guardamos silencio, entristecidos. Él quería un hijo y yo me obstinaba en declararme dueña.

– ¡Sea! -gritó, dando otro puñetazo-. ¡Quédate con Catalina! Mas debes conocer que sí que ha habido otras mujeres gobernando naves y, por más, mujeres almirantas que gobernaban flotas de Su Majestad.

Yo abrí la boca, sorprendida.

– ¿No has oído hablar de doña Isabel Barreto, la esposa de don Álvaro de Mendaña, el descubridor de las Salomón, que fuera Almiranta y Adelantada de las Islas de la Mar Océana? Hace diez años, tras la muerte de don Álvaro en plena travesía, se vistió con las ropas de su señor esposo, tomó sus armas, y dirigió los galeones hasta llegar a las Filipinas, poniéndose, incluso, a la caña del timón durante una gran tormenta. ¿Qué me dices, eh? Y no es la única, te lo aseguro. Hay más, aunque menos conocidas y famosas por ser de más baja condición.

¿Así pues no era yo la única en tan insensato estado? ¡Almiranta de las naos de Su Majestad! ¡Eso quería ser yo! Acababa de escoger mi ejercicio y se lo hice saber a mi padre, que ahora fue quien abrió mucho la boca, admirado.

– ¿Y no te conformarías, por el momento, con ser el maestre de la Chacona ?

– Por supuesto, padre.

– ¡Sea! -exclamó, contento, levantándose para darme un abrazo.

Zarpamos a la semana siguiente y, tras quince días de navegación, Guacoa hizo que la Chacona atravesara la cadena de arrecifes que bordeaba las tranquilas aguas color turquesa de mi isla. Anclamos la nao y, con el batel, llegamos a la playa. Ya no guardaba en la memoria casi nada de mi pasado. Mi vida había comenzado el día que arribé a esa playa blanca a bordo de mi mesa-bajel, de cuenta que, al regresar ahora a aquel lugar, sentía que estaba volviendo a casa, que aquella isla era mi hogar perdido.

Ascendimos la colina y llegamos hasta la laguna más cercana al lugar donde había estado mi bajareque. Jayuheibo, el antiguo pescador de ostras perlíferas de Cubagua, se ofreció a acompañarme. Tengo para mí que dudaba de mi capacidad para retener el aire en los pulmones mucho tiempo, mas le demostré de largo que se equivocaba. Ambos llegamos a la cueva de los murciélagos al mismo tiempo y él, con toda su maestría, resoplaba más que yo.

Allí estaban los falcones pedreros. Jayuheibo, con una vara, espantó a los repugnantes animalejos que colgaban del techo entretanto yo sacaba el guano que taponaba el calibre de los falcones. No podía creer lo que veía cuando vacié el primero de ellos. Y menos cuando vacié el segundo. Y qué decir cuando el tercero y el cuarto quedaron limpios: zarcillos de oro con perlas, collares de granates, relicarios, cuentas de oro, brazaletes de corales, soguillas, alfileres y sortijas de oro y esmeraldas, una hermosa cubertería de oro con incrustaciones de gemas, cincuenta o sesenta barras de oro y unos diez o quince lingotes de plata, más doblones y ducados de curso legal rellenando los huecos. Una verdadera fortuna. Maestre o almiranta, iba a ser muy rica durante el resto de mi vida pues mi señor padre ya me había advertido, y había advertido a los compadres, que todo lo que se encontrara en los falcones, si algo había, era sólo mío.

Jayuheibo y yo recorrimos el túnel inundado entre la cueva y la laguna en repetidas ocasiones hasta que sacamos todo el tesoro. Los demás, aunque lo intentaron, no aguantaron sin respirar el tiempo necesario para completar un viaje.

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