– ¡Padre! -exclamé gozosa, devolviéndole el abrazo.
– ¡Qué alegría! -repetía él, feliz de hallarse de nuevo en su barco.
Cuando me soltó para abrazar a los compadres, me dirigí a la borda para ayudar a Juan de Cuba y a los demás mercaderes y personas de los bateles a subir a cubierta. Todos estaban con tan grande contento y felicidad que, cuando me dieron estrujones y parabienes por la milagrosa aparición de mi señor padre, sentí una emoción tan grande que hube de hacer mucha fuerza por detener las lágrimas que a los ojos se me venían.
En el último de los bateles venía, como representante oficial del cabildo, el alguacil mayor de Cartagena, vestido con greguescos negros, herreruelo pardo y camisa de gran cuello alechugado. En cuanto tuvo ocasión, me tomó del brazo y me llevó a un aparte:
– Vuestro señor padre -dijo con voz grave- fue hecho cautivo por el peligroso cimarrón llamado Domingo Biohó. En su poder ha estado todo este tiempo.
Al ver mi cara de asombro y susto, el alguacil asintió.
– Ha corrido un grave peligro de muerte y ha sufrido muchos maltratos y violencias. Debemos dar gracias al cielo piadoso por haberlo guardado vivo y de una pieza.
– Muy cierto, señor alguacil -repuse, frunciendo el ceño con disgusto.
– No hay peor malhechor en toda Tierra Firme que el tal Domingo Biohó. Seis años lleva burlando a la justicia y, si ahora no ha matado a vuestro padre, ha sido por utilizarle para hacer llegar un mensaje a don Jerónimo de Zuazo, el gobernador de Cartagena.
– ¿Un mensaje?-inquirí.
– De seguro que todo lo habéis de conocer -dijo amablemente, trazando una sonrisa cortés en su solemne rostro-, cuando esta feliz acogida termine, mas lo que yo sí puedo referiros ahora es que vuestro señor padre fue encontrado esta mañana, al despuntar el día, abandonado en un antiguo camino indígena. Un grupo de indios del pueblo de Tubará que se allegaban hasta el mercado de Cartagena oyeron unos gemidos y lamentos que venían del otro lado de unas rocas. Al punto se acercaron para ver quién era y encontraron a vuestro señor padre tendido en el suelo y sangrando aún por algunas heridas. Con gran cuidado lo subieron a una de sus mulas y lo llevaron al hospital nuevo que llaman del Espíritu Santo, donde, al decir su nombre, vuestro padre fue reconocido por los hermanos de San Juan de Dios, que mandaron aviso al cabildo. Tras tomar alimentos y bebida, se empezó a recuperar de sus dolencias, negándose a recibir más cuidados y pidiendo ser llevado ante el gobernador inmediatamente, pues tenía algo importante que decirle. Con don Jerónimo y don Alfonso, el alcalde, ha estado hasta hace menos de una hora, cuando recibió licencia para abandonar el palacio y venir al puerto. Para entonces, el rumor de su asombrosa reaparición ya estaba corriendo por toda Cartagena, de cuenta que, en la plaza Mayor, se formó este tumulto que ahora veis en el puerto.
El alguacil mayor enmudeció durante unos momentos, mirando a las gentes que, en tierra, seguían dando gritos y vítores, mas, sin duda, tenía otra cosa que decirme:
– Debéis conocer, señor -murmuró con mesura-, que Melchor de Osuna ha sido puesto en libertad.
Ahora fui yo quien asintió con la cabeza.
– Nada más justo, señor alguacil.
– Bien. Veo que sois hombre de recta conciencia. Melchor abandonó el presidio en cuanto se supo que vuestro padre estaba vivo.
– ¿Y cómo salió mi padre de su casa aquel día, señor alguacil, si puedo preguntarlo?
– Vuestro padre afirma que, cuando cruzaba el zaguán para ir a buscaros, recibió un fuerte golpe en la cabeza y que perdió el sentido, no viendo a nadie ni recordando nada más a partir de ese momento. Sólo cabe pensar, en buena lógica, que fue obra de Manuel Angola, el capataz de Melchor de Osuna que prestó declaración el pasado martes, pues al salir del palacio desapareció y, aunque se entendió entonces que había sido por miedo, ahora se conjetura que o era un hombre de Domingo Biohó que trabajaba para él en la ciudad o que pagó con este oficio la huida a alguno de sus palenques. En resolución, señor Martín, que el capataz se estaba protegiendo a sí mismo cuando declaró que su señor padre no salió de la casa de Melchor.
El alguacil mayor me echó una mirada pensativa.
– Manuel Angola debió de mantener oculto y desmayado a vuestro señor padre en algún lugar de la casa hasta que pudo entregarlo a los cimarrones de Domingo.
Cerré los ojos y suspiré. Oí, en ese momento, unas fuertes carcajadas que venían del corro que formaban los compadres y amigos del mercado.
– No quiero pensar, señor alguacil, en todo lo que habrá sufrido mi padre durante estas horribles semanas. Ahora nos lo relatará, sin duda, mas ya imagino, por lo que vuestra merced me dice del golpe en la cabeza del primer día y de las heridas que tenía hoy cuando esos indios le han encontrado, que ha debido de ser un infierno para él. -Razoné que ya era hora de despedir al alguacil mayor para unirme al feliz corro de mi padre-. Os doy las gracias, señor, por allegaros hasta la nao para ponerme al tanto de lo acontecido. Decidle de mi parte a don Alfonso y al gobernador que quedo obligado con ellos por su valiosa ayuda y por todo el bien que nos han hecho.
– Les comunicaré vuestro agradecimiento.
– Decidles también que acudiré a presentarles mis respetos en cuanto baje a tierra.
– Esta misma noche podréis hacerlo, señor -agregó-. Debido al interés y a la buena disposición que ha mostrado el pueblo hacia vuestro padre, don Jerónimo de Zuazo va a organizar para hoy sábado y para mañana domingo, unos saraos populares en los que habrá danzas, esgrimas, justas poéticas, lanzadas, juegos de sortijas y de cañas…
– Don Jerónimo sabe hacer bien las cosas -declaré, con una sonrisa.
– Así es, señor Martín -concluyó el alguacil mayor, orgulloso, iniciando la inclinación de despedida-. Ya se está pregonando la noticia por toda la ciudad.
Respondí a su inclinación y le acompañé hasta la borda para ayudarle a descender por la escala. En cuanto puso el pie en el batel, me giré hacia mi señor padre y, acercándome a él, presté atención a lo que estaba contando:
– …y me dijo entonces don Jerónimo: «Señor Esteban, habéis demostrado un valor y una gallardía propias no de un hidalgo sino de un caballero español», y yo le contesté: «Así es, don Jerónimo, pues dudo mucho que cualquier otro hombre de mi edad hubiera aguantado, como yo lo he hecho, los golpes y latigazos que me propinaban todos los días esos malditos cimarrones.» «Seréis recompensado, señor Esteban», me dijo el gobernador, quien había ordenado que me pusieran cojines en la silla, a lo que yo repliqué: «No es necesario, don Jerónimo, pues ya me siento pagado por haber salido vivo de aquel oscuro y sucio palenque, donde, si no me estaban dando suplicio, me estaban mordiendo las ratas y las serpientes.»
Contuve la sonrisa aunque, por dentro, no pude dejar de figurarme a mi padre sufriendo durante aquellas dos semanas en el palenque de Benkos, comiendo como un rey, gozando de las fiestas y bailes africanos y descansando en un cómodo lecho de algún seco y bien aderezado bajareque, al cuidado de alguna joven y agraciada criada cimarrona educada para el servicio en una casa principal. Sin duda, había sufrido muchos y muy terribles suplicios.
– ¿Y qué dijo el gobernador cuando le entregaste el mensaje del jefe de los cimarrones? -le preguntó, intrigado, su amigo Cristóbal Aguilera.
– ¿Acaso no te has enterado, hermano? -se enfadó mi padre-. Yo no le entregué nada a don Jerónimo. Ya he dicho que me lo hicieron tomar en la memoria a verdugazos y latigazos.
– Sea -insistió el otro-. ¿Y qué dijo?
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