– Naturalmente, señor Martín Nevares -admitió a regañadientes-. En los próximos días se organizarán batidas para buscar a vuestro padre por las inmediaciones de Cartagena.
– ¡Por mi vida, excelencia -grité, indignada-, que no entiendo vuestro proceder! ¿Es que no pensáis buscarle en casa de Melchor de Osuna, donde es más probable que se encuentre? ¡Organizad esas batidas cuando no aparezca en la hacienda, mas, ahora, excelencia, es el momento de visitar a Melchor y registrar su casa!
Estoy cierta de que el alcalde quería estrangularme en aquel instante.
– Así se hará -masculló-. Enseguida mandaré un piquete de soldados para que cumplan este encargo y, al tiempo, den aviso al señor Melchor de vuestra instancia.
Me pareció advertir una velada amenaza en sus palabras, aunque quizá sólo fue mi súbito recelo ante la reacción del de Osuna. Sin mi padre, los marineros de la Chacona y yo éramos presa fácil para un bellaco como Melchor. Por más, la mitad de la dotación ya estaba maltrecha. En cuanto regresara a la nave, me dije, establecería un riguroso horario de guardias para prevenir los daños que me temía.
No esperé pacientemente a ser llamada para firmar y rubricar. Con pasos dolorosos y ayudada nuevamente por Jayuheibo, salí a la calle para informar de lo acaecido a los buenos y queridos amigos del mercado que estaban esperando afuera. La indignación contra el alcalde no tuvo límite. Prestamente, y pidiéndome antes permiso, se marcharon para organizar a los mercaderes y comerciantes de la plaza del Mar. No hacía falta esperar a que don Alfonso buscara el día más apropiado para batir las proximidades, dijeron. Antes del mediodía ellos mismos, y quien deseara ayudar, pondrían manos a la obra. Mi padre, o su cuerpo, añadieron con pena, aparecería del anochecer si es que los soldados no lo encontraban en casa de Melchor de Osuna. Alguno de ellos, muy exaltado, expresó con voz alta y clara su desconfianza acerca de tal registro, mas los otros le calmaron y se lo llevaron.
Para cuando fui llamada de nuevo al despacho del alcalde, ya se habían formado grupos de búsqueda en el muelle y, según me contaron, eran grupos numerosos pues la triste nueva había corrido prestamente por Cartagena y fueron muchos los que se sumaron a las tareas. Los comercios, tiendas, tabernas, tablajes, mancebías, pulperías y barberías cerraron las puertas, y sus propietarios, empleados y esclavos se unieron a los comerciantes del mercado. Los maestres de las naos ancladas en el puerto decidieron que sus dotaciones colaboraran también con las gentes de la ciudad y, tal y como me habían asegurado, antes del mediodía cientos de personas recorrían los arrabales de Cartagena. Los pardos e indios de los barrios pobres también se sumaron y, a media tarde, era toda la ciudad la que buscaba a mi padre, salvo los soldados, el gobernador y el alcalde, los nobles, los jueces y oficiales reales, los escribanos, el obispo y sus clérigos y, naturalmente, los grandes comerciantes como los Curvos y sus allegados.
Regresé a la Chacona para informar a mis compadres de todo lo acaecido en el Cabildo y de lo que estaba acaeciendo en esos momentos en las calles de Cartagena. Aquellos hombres resueltos, duros y curtidos en mil peleas no pudieron ocultar su emoción al conocer el grande aprecio que las gentes sentían por el maestre.
– ¡Cuánto le gustaría a él saberlo! -exclamó Lucas, quien, por culpa de su nariz rota e hinchada, tenía un extraño hablar nasal.
Los hombres que quedaban sanos y los dos grumetes dieron palabra de encargarse de las guardias para impedir que nadie pudiera subir a la nao sin nuestro permiso. Lucas, Rodrigo y Mateo, que descansaban en sus hamacas, afirmaron que también ellos vigilarían la cubierta. Yo me retiré a la cámara de mi padre para ponerme más bálsamo en las heridas y cambiarme las hilas sucias por otras limpias. Mas, en cuanto cerré la puerta a mis espaldas, el cansancio y el ansia contenida me hicieron romper a llorar con mayor amargura que la última vez, aquel lejano día de hacía cuatro años en mi isla, ya que ahora la incertidumbre y la soledad eran más dolorosas.
Debí de quedarme dormida llorando, pues unos insistentes golpes en la puerta me despertaron al anochecer. Abrí los ojos, aturdida, y, por los dolores de mi cuerpo, reparé al punto en que no había llegado a practicarme las curas. Tampoco había comido nada desde el desayuno y, a fe mía, que necesitaba con apremio echar un bocado.
– ¿Quién es? -pregunté, incorporándome en el lecho.
– Guacoa, maestre.
Sonreí. O Guacoa se había equivocado, que tal parecía, o me habían ascendido sin yo saberlo.
– Pasa.
El piloto, alto y esbelto de cuerpo como todos los indios tayronas, agachó la cabeza para cruzar el dintel.
– Ha llegado un batel con algunos soldados y algunos mercaderes, maestre. Desean veros y hablar con vuestra merced.
– ¿Desde cuándo soy el maestre, Guacoa, y desde cuando usas tratamiento para hablar conmigo?
– Sois el hijo de vuestro padre, maestre. ¿Quién si no vos manda ahora en este barco?
– Deja de decir tonterías, anda -repuse, entristecida, levantándome con mucho quebrantamiento-. Ya voy.
Guacoa salió y cerró. No quería ser el maestre de la Chacona , no quería que pasara lo que estaba pasando. Por segunda vez en mi vida me quedaba sin padre y sólo deseaba que el de ahora volviera y que todo fuera como siempre.
Abandoné la cámara y vi, en la cubierta, a los soldados y mercaderes que me había anunciado el piloto. Bastaba con mirarlos a las caras para saber que no habían encontrado a mi padre. Los soldados eran los mismos que habían registrado la casa de Melchor. De creer sus palabras, y otro remedio no tenía, habían removido hasta las piedras más pequeñas de la hacienda sin hallar nada y el cabo del piquete me juró que habían mirado incluso en el interior de los hornos pues, a su orden, los esclavos los habían apagado para que pudieran comprobar si es que acaso había allí restos de algún cuerpo calcinado. Añadió que, tal y como mandaba la ley, Melchor de Osuna había sido hecho preso y se hallaba a esas horas en un calabozo de la cárcel pública de la ciudad, debajo de toda seguridad, donde permanecería hasta que se resolviera el caso. De cómo reaccionó Melchor ante todo esto, nada se me dijo, y yo tuve para mí que no era oportuno preguntar para no delatar mis temores, pues si sus hombres, o los hombres de sus primos, decidían tomar venganza o acabar conmigo para terminar con el proceso, no sería bueno que antes sospecharan que los estábamos esperando.
Juan de Cuba, Francisco Cerdán y Cristóbal Aguilera, que tales eran los mercaderes que habían venido en el batel con los soldados, me informaron de que tampoco ellos habían tenido más suerte. Se había buscado a mi padre por toda la tierra que había en media legua a la redonda de Cartagena, llegando hasta la ciénaga que llamaban de Tesca, sin hallar ni una señal de su paso, aunque no tenía que descorazonarme, afirmaron, pues la búsqueda no había terminado y muchas gentes habían acudido a ellos solicitando unirse a los grupos. Llegarían hasta el río Magdalena si era necesario, cuyo cauce discurría a doce leguas hacia el interior, y no descansarían hasta dar con él o con su cuerpo. Con nuevas lágrimas en los ojos, les agradecí sus encomiables esfuerzos y les rogué que compartieran nuestra cena, invitación que aceptaron gustosos, dejando que los soldados regresaran al puerto.
Al día siguiente, las numerosas batidas que partieron al alba tornaron al anochecer sin otras nuevas. Y lo mismo acaeció un día y otro más y otro. A Melchor de Osuna, por ser persona de calidad, según dijo el alcalde, le dieron cárcel decente, entendiéndose por ello que volvió a su casa y que un par de soldados le custodiaban allí para prevenir una supuesta fuga. Con la ayuda de los mercaderes, redoblé las guardias, pues sintieron los mismos temores que yo por la reacción de la familia Curvo y me expresaron su mucha preocupación así como sus deseos de colaborar en todo. Al cabo de una semana, cuando ya se vio claramente que mi padre no iba a aparecer y los rumores más insistentes decían que su cuerpo debía de encontrarse al fondo de la ciénaga de Tesca y que no saldría a la superficie hasta la próxima temporada de lluvias, mandé una misiva a madre contándole los tristes sucesos. No podía demorar más tiempo dicha tarea, por mucho que me costase. Al final de la carta, le rogaba encarecidamente que no hiciera la locura de aparecer por Cartagena porque ya me estaba encargando yo de todo lo que era menester y le pedía asimismo que me hiciera la merced de mandar algunos caudales para mi sostenimiento y el de la tripulación hasta que acabara el proceso, que no parecía ir a comenzar nunca, pues don Alfonso de Mendoza, a lo que se veía, debía de andar muy ocupado con otros asuntos más apremiantes.
Читать дальше