Matilde Asensi - Tierra Firme

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él.
A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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El sol se ocultaba y la noche caería pronto. Hacía muchas horas que habíamos perdido el sentido y que los desuellacaras de Melchor nos habían echado en el camino como si fuéramos excrementos o basuras.

– ¿Qué haremos ahora? -oí preguntar a Mateo con voz doliente.

– Regresar a la nao -repuse, intentando que el dolor no me hiciera hablar con tono afligido y femenino-. Necesitamos hilas, ungüento blanco, bálsamo de vino y romero… Hoy ya es muy tarde, mas en cuanto amanezca el día de mañana, acudiremos al cabildo de Cartagena para denunciar la desaparición. No podemos consentir que Melchor se libre de ésta. Estaréis conmigo en que hay que buscar a mi padre por toda Tierra Firme, si es necesario.

Un alarido sobrehumano nos sobresaltó. Era Lucas, quien, teniendo la nariz rota y desviada de su sitio, sin prevenirnos de nada había decidido recolocársela, como debe hacerse para que no quede mal para siempre.

Cuando por fin calló, oímos, a lo lejos, una voz que nos llamaba.

– ¡Jayuheibo! -exclamó Rodrigo, esperanzado.

– Han venido a por nosotros -murmuró Mateo con alivio.

Resultó que Jayuheibo y el resto de los hombres, viendo que la mañana acababa, que pasaba el mediodía y que la tarde se encaminaba hacia la noche sin que hubiera noticias nuestras, habían salido de Cartagena con la intención de encontrarnos. Estaban ciertos de que nos había ocurrido algo, mas no precisamente aquello que encontraron cuando, al escucharnos gemir y decir sus nombres, echaron a correr por el camino y se allegaron hasta nosotros. Con su ayuda y, sobre todo, con la fuerte voluntad que teníamos de no pasar la noche de aquella guisa en mitad del campo, nos pusimos trabajosamente en pie y, entre ayes y lamentos, tornando a sangrar por algunas de las heridas, caminamos hasta los arrabales de Cartagena donde, al vernos algunos indios y negros del barrio de Getsemaní acudieron en nuestro socorro y nos ofrecieron sus hombros y su fuerza para llegar hasta el puerto. Cerca de la plaza Mayor, unos alguaciles se aproximaron a nuestra lamentable comitiva y nos pidieron razones de aquella situación. Tal y como sospechaba, en cuanto oyeron el nombre de Melchor de Osuna tomaron las de Villadiego, después de amenazarnos con llevarnos a presidio si no desaparecíamos rápidamente de la ciudad.

Llegamos en muy mal estado a la Chacona , donde Guacoa y los grumetes se hicieron cargo de nosotros. Aquél era el momento en el que empezaban de verdad mis problemas: ¿cómo permitir que Juanillo, Nicolasito, Antón, Negro Tomé, Miguel, Guacoa o Jayuheibo me quitaran las ropas para curarme y vendarme las heridas? Hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y, con paso vacilante, cogí las hilas y todo lo demás y me dirigí a la cámara de mi padre, más grande que la mía y con un lecho más cómodo, haciendo oídos sordos a las protestas de mis compadres que no se explicaban mi absurdo proceder. Mas Rodrigo, desde el suelo, gritó que me dejasen en paz, que yo era un hidalgo español (pues lo era desde que había sido prohijada por mi padre) y que un hidalgo jamás consiente que un pechero, un vulgar plebeyo, le vea en tales desgraciadas circunstancias y que se debían admirar mi valor y mi coraje y respetar mi noble voluntad de curarme solo.

Aquello era una mala patraña, mas, mala o buena, me había salvado del apuro. Estaba tan debilitada que no fui capaz de concluir que, detrás de ese favor de Rodrigo, se encubría el hecho de que, a todas luces, el de Soria estaba al tanto de mi secreto.

Me remedié como buenamente pude, hice todo lo que estaba en mis débiles manos para reparar los descalabros y caí sobre el lecho de mi padre en tal estado de dolor y agotamiento que, según me contaron al día siguiente, ni siquiera oí los fuertes golpes que dio Guacoa en la puerta para preguntar cómo me encontraba.

Los otros tres heridos seguían durmiendo en sus hamacas cuando abandoné la cámara del maestre por la mañana. Hacía horas que había salido el sol mas nuestros compadres, para mi disgusto, nos habían dejado descansar sin tener intención alguna de despertarnos hasta que no lo hiciéramos de nuestra cuenta. Sin embargo, yo tenía que acudir presto al cabildo de Cartagena. Tenía que denunciar la extraña y preocupante desaparición de mi señor padre para que la justicia hiciera lo que nosotros no podíamos: desafiar a Melchor y descubrir la verdad.

Desayuné un poco de pan y queso y el vino terminó de reanimarme. Caminar sola me resultaba una empresa imposible y no porque tuviera ningún hueso roto (que, venturosamente, a diferencia de los otros tres, no lo tenía), así que pedí auxilio a Jayuheibo y a Juanillo y, con ellos y con Antón y Miguel, bajé a tierra y me planté en la plaza del Mar de Cartagena. El bullicio en el muelle era grande y el mercado estaba abarrotado de gentes. Algunos comerciantes, al verme renquear y conocerme, se acercaron a preguntar. Con lágrimas en los ojos conté lo ocurrido tantas veces como me lo solicitaron y la voz corrió prestamente por el mercado. El comerciante Juan de Cuba, gran amigo de mi señor padre, cerró su puesto y se empeñó en acompañarme y, con él, otros tantos: Cristóbal Aguilera, Francisco Cerdán, Francisco de Oviedo… Casi todos con los que Rodrigo y yo habíamos hablado para saber cosas sobre los Curvos. La desaparición de mi padre y mis terribles heridas movieron sus corazones y levantaron sus iras. Me reconfortó mucho el cariño que estas buenas gentes sentían por mi señor padre.

Así pues, escoltada por tan numerosa comitiva, me alejé del puerto. Juanillo y los mulatos quedaron al cuidado del batel, y Jayuheibo, agarrándome por la cintura y sujetándome fuertemente la mano que yo pasaba sobre sus hombros, me fue llevando con mucha prevención hasta que, saliendo todos de una calleja, fuimos a dar a la plaza Mayor, donde se encontraba la hermosa residencia del gobernador, don Jerónimo de Zuazo Casasola, que acogía también al cabildo de la ciudad. Pasamos por delante de la iglesia catedral y cruzamos los soportales bajo los que se congregaban los escribanos y, cuando tuve para mí que no podría dar ni un solo paso más y que iba a caer al suelo desmayada en cualquier momento, llegamos, por fin, frente a los portalones de la residencia.

Dos arcabuceros protegían la entrada. Al ver allegarse a tanta gente, pues eran más de quince los que con nosotros venían, se cruzaron ante la puerta.

– Deseo ver al alcalde de Cartagena -dije con toda la firmeza que mi estado me permitía.

– ¿Y esas gentes que os acompañan? -preguntó uno de ellos, levantándose el morrión para contemplarlos.

– Buenos amigos -repuse-. Yo vengo para presentar una demanda.

– Todos no pueden pasar -avisó el otro, que era un jovenzuelo robusto y largo de bigotes.

– Entraré yo solo, mas he menester de esta ayuda -dije, señalando a Jayuheibo.

– Sea, pero sólo el indio. Los demás, no.

Me volví hacia los comerciantes del mercado y les dije:

– Esperadme aquí, hermanos. Pronto estaré de vuelta.

Jayuheibo y yo franqueamos la entrada siguiendo las indicaciones de los soldados; atravesamos el zaguán y un enorme recibidor y salimos a una hermosa galería que miraba a levante, subimos por una escalera de piedra que iba a dar a otra galería idéntica en el primer piso y, allí, frente a nosotros, estaba la puerta del despacho del alcalde, don Alfonso de Mendoza y Carvajal, custodiada también por dos arcabuceros.

Nos pusieron mala cara cuando dije que quería presentar una demanda, como si fuera cosa de ellos atenderme y resolver mis problemas, mas, finalmente, tras esperar un largo tiempo durante el cual mis dolores se agudizaron y mis piernas fallaron varias veces, conseguí encontrarme cara a cara con Alfonso de Mendoza.

El alcalde era un hombre estirado, enjuto de carnes y de piel blanca, que lucía perilla y finos y puntiagudos bigotes. Desde detrás de su mesa, cómodamente sentado en una silla de brazos, me observó con curiosidad e impaciencia. A cada uno de sus lados, unos escribanos se afanaban sobre montañas de documentos con los útiles de escribir. El secretario, con la mesa frente a los ventanales, giró la cabeza al oírnos entrar.

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