Cuando nos encontramos, por fin, a unos cien pasos de la hacienda, mi padre nos ordenó detenernos bajo la endeble sombra de unos altos cocoteros.
– Basta -declaró-. Hasta aquí me escoltaréis. El resto del camino es sólo mío.
Comenzó a alejarse de nosotros resueltamente no sin hacernos antes un gesto con las manos para que nos serenásemos. Se había apercibido de nuestro desasosiego y, si bien no había vuelto a sufrir pérdidas de juicio, todos temíamos que la menor ansia se lo tornara a quebrar.
Nos sentamos en el suelo, bajo los cocoteros, y así estuvimos durante mucho tiempo, charlando y bromeando con grande escándalo, como si nos hallásemos a bordo de la Chacona sin nadie que pudiera escucharnos, mas, pasada una hora y viendo que mi padre no salía, solté un reniego y me puse en pie. Como el sol me cegaba, agarré mi chambergo y me lo calé, pero ni con mejor vista advertí la figura de mi padre por ningún lado.
– Ya debería de haber salido -murmuré preocupada, sin dejar de observar el camino entre el acceso a la hacienda y el portalón de la casa.
– Cierto -afirmaron mis compadres, acudiendo a mi lado.
– Tendríamos que acercarnos y preguntar -comentó Rodrigo, protegiéndose los ojos del sol.
– ¡Pues vamos! -exclamó Mateo, echando mano al pomo de su espada y empezando a caminar.
Me coloqué delante de los hombres y, con paso ligero, cruzamos los lindes de la hacienda. Los esclavos negros y los indios, encadenados unos a otros y al suelo, trabajaban sin descanso picando la piedra para extraer el mineral o las gemas o lo que fuera, y el ruido era tan grande que, de haber hablado allí, no nos hubiésemos escuchado. Por fortuna, cerca de la gran casa blanca los golpes se oían menos. En el porche, la hamaca de Melchor de Osuna se balanceaba flojamente con la caliente brisa. El portalón estaba abierto y, aún no habríamos llegado ni a diez pasos de distancia, cuando un negro armado con un arcabuz y con la mecha encendida entre los dedos salió del interior y se plantó, de dos zancadas, frente a nosotros.
– ¿Qué queréis? -nos dijo de malos modos.
– ¿Es así como recibe tu amo a las visitas? -le increpó Lucas, colocándose a su altura para incomodarle.
– ¡Apartaos! -gritó el esclavo, torvamente.
– No nos iremos hasta que sepamos dónde se halla Esteban Nevares.
– No sé de quién habláis.
– ¿No sabes de quién hablo, rufián? -se indignó Lucas, poniendo los brazos enjarras y acercándose más al esclavo-. Pues hablo del mercader que hace más de una hora entró en esta casa para pagarle a tu amo el tercio de una deuda y que no ha vuelto a salir.
El negro se quedó pensativo unos instantes y, luego, dijo:
– Ése ya se fue.
– ¡Mientes! -gritó Lucas.
– No miento -replicó el otro, inquieto-. El mercader que decís llegó, en efecto, hace más de una hora. Entró, estuvo un rato con mi amo en el salón, pagó el tercio y se marchó.
– Pues nosotros le hemos estado esperando fuera -dije yo, colocándome junto a Lucas-, y no le hemos visto salir. No nos hemos movido de debajo de esos cocoteros que ves allá -y los señalé-. Explícame cómo ha podido abandonar la hacienda mi padre sin que le viéramos.
– ¿Y cómo queréis que lo sepa? -vociferó con grande alteración-. Fuera de esta propiedad ahora mismo o disparo como me ha ordenado mi amo.
– ¡Tu amo es muy gallito! -exclamó Mateo, el espadachín humilde-. Dile de mi parte que, en lugar de esconderse detrás de un esclavo, salga y dé la cara como un hombre.
Los aires se estaban torciendo. O mucho me equivocaba o aquello iba a terminar mal. Mas, en ese punto, apareció Melchor de Osuna en la puerta de su casa. Nunca le había visto tan de cerca. Era un hombre bajo y grueso, de colgante papada cubierta por una rala barba canosa. Yo, por ser primo de los Curvos y apadrinado, me lo había figurado más joven.
– ¿Qué pasa aquí? -bramó. Vestía calzones negros y camisa blanca de mangas abullonadas recogidas sobre los codos.
Sobrepasé a Lucas y al esclavo y me planté frente al de Osuna. Aquél era, si no el peor rufián de Tierra Firme, uno de los principales pretendientes al cargo. Mas, por los huesos de mi verdadero padre, que iba a costarle muy caro.
– Dicen que Esteban Nevares no ha salido de esta casa -le explicó el negro sin volverse, fijos los ojos en los de Lucas.
– ¿Cómo que no? -gruñó el de Osuna con gesto adusto-. Se fue hace ya un rato.
– Eso les he dicho yo, que ya se había ido, mas no se fían.
Luché por ocultar mi angustia y mi preocupación y miré retadoramente a mi enemigo.
– Mi señor padre vino a pagaros, Melchor, y quiero que me digáis ahora mismo qué habéis hecho con él y dónde se halla.
– ¡Vete al infierno, muchacho! -gritó, dándome la espalda-. Tu padre no está aquí.
Le cogí enérgicamente por uno de sus gruesos brazos y tiré de él con todas mis fuerzas. Ni se inmutó. Sin embargo, por voluntad propia, movido por la sorpresa, tornó a girarse hacia mí.
– ¿Quieres que te dé un buen mojicón? -me amenazó. Mis compadres avanzaron prestamente. El esclavo detuvo a Rodrigo poniéndole el arcabuz en el pecho mas éste, de una patada contundente en la entrepierna lo dejó gimiendo en el suelo. Melchor de Osuna me miró con desprecio.
– La última vez que mi padre vino a veros -silabeé con mi voz más grave y cargada de odio-, le dijisteis que rezabais todos los días por su muerte, que se os estaba haciendo muy larga la espera porque no contabais, cuando le ofrecisteis el contrato de arriendo, con que fuera a vivir tanto.
El de Osuna palideció. Debió de sorprenderle mucho que yo pudiera repetir con tanta exactitud las palabras por él pronunciadas meses atrás para ofender y herir a mi señor padre.
– ¿Os habéis cansado de acechar su muerte? -seguí diciendo-. ¿Habéis decidido acortar el plazo para apoderaros antes de los bienes de Santa Marta?
Los ojos de Melchor de Osuna se inyectaron en sangre y todo él enrojeció hasta tal punto que tuve para mí que iba a explotar o a hacer una locura. Mis compadres estrecharon el corro para protegerme.
– ¡Fuera de mi casa! -gritó y, como si hubieran estado esperando la orden, un grupo de unos veinte negros y mulatos con estacas aparecieron por todos lados y nos rodearon-. ¡Largo de aquí ahora mismo! ¡No quiero volver a veros!
Mateo desenvainó su espada, aunque flaco favor hubiera podido hacernos frente a tanto garrote. Mas, por desgracia, aquel gesto, de seguro torpe, provocó que el de Osuna perdiera los nervios y, con una señal de su mano, el pequeño ejército de pardos se abalanzó sobre nosotros. Desenvainé y tomé la daga con la izquierda, presta a defenderme de aquellos canallas y lo mismo hicieron mis compadres. Peleamos con ardor, resistimos todo cuanto pudimos, mas ellos eran muchos y nos golpeaban con grande ahínco y vehemencia, de suerte que los muchos trancazos que nos dieron nos dejaron heridos, maltrechos y quebrantados. En algún punto de la injusta batalla de cuatro contra veinte perdí el sentido y caí al suelo, sangrando por una desgarradura que me abrieron en la mollera.
No sé cuánto tiempo pasé desmayada. Cuando abrí los ojos de nuevo y torné dolorosamente en mí, vi que yacía en mitad del camino de los cañaverales, enfangada de barro y sangre seca, rodeada por mis compañeros, que parecían muertos. Me dolía tanto la cabeza que apenas podía moverme, mas tenía que descubrir si Lucas, Rodrigo y Mateo habían salido vivos de la pelea. Los tres respiraban, por fortuna, aunque tenían heridas y moretones por todo el cuerpo, las ropas desgarradas y sucias de sangre y los rostros tan deformados por los garrotazos que apenas se los reconocía. Al zarandearlos, uno tras otro, no tardaron en despertar. Como yo, estaban descalabrados, y todos tenían alguna costilla rota o alguna oreja rajada o alguna herida seria en la cabeza. ¡Maldito Melchor de Osuna y toda su parentela! ¡Malditos mil veces! ¿Dónde estaba mi padre?, me pregunté llena de congoja, echada aún en el suelo por no poderme mover.
Читать дальше