En Santa Marta, como era de suponer, todos los vecinos (menos el gobernador) estaban al tanto del cambio de intereses de mi señor padre, aunque era tan grande el aprecio en el que le tenían que ninguno se fue nunca de la lengua por descuido. Al ser yo considerada su hijo y, por más, apreciada en general, muchos de los del pueblo se me acercaron para decirme, enhilando frases turbadas, que a ellos nada se les daba de los negocios de mi padre y que, por lo mismo, nada sabían ni dirían. Para mantener abierta la tienda, madre puso al frente a una de sus mozas y los bienes se compraban, de tapadillo por las apariencias, a los comerciantes de trato que acudían a la mancebía.
A finales de la estación seca [35]del año mil y seiscientos y uno, escapamos por los pelos del corsario inglés William Parker, que apareció en Margarita en el momento justo en que nosotros nos marchábamos con nuestro cargamento de tabaco. En la boca de la bahía, nos cruzamos con el navío Prudence , de cien toneles, seguido por el Perle , de setenta, que, por fortuna, nos ignoraron. Mi señor padre ordenó guindar todo el velamen y buscar barlovento para alejarnos prestamente de allí y, así, poder dar aviso de la presencia del corsario en nuestras aguas a todos los navíos con los que nos cruzáramos y en todas las ciudades por las que pasáramos. Lo hicimos, mas sin ninguna ganancia a lo que se vio, pues luego supimos que, siguiendo nuestra misma derrota, tras asaltar y robar en Margarita y en Cubagua, Parker había desembarcado con sus hombres en Cumaná, enfrentándose a un pequeño piquete de soldados a los que masacró, llevándose una buena cantidad de perlas. Desde Cumaná se dirigió a Cabo de la Vela, donde apresó un barco portugués con una carga de trescientos setenta negros y, al tiempo que nosotros anclábamos en Santa Marta (a la que, por fortuna, dejó en paz), él capturó Cartagena en la cual, pese a los numerosos soldados y defensas de la ciudad, apenas encontró resistencia, y allí se hizo con un cuantioso botín. De Cartagena fue a Portobelo, se apoderó de los caudales de la Caja Real y de más de diez mil ducados, y según tengo para mí, luego volvió a Inglaterra.
Pero Parker no fue el único que asoló nuestras costas aquel año. Promediando la estación lluviosa, otro británico atacó Curaçao, Aruba y El Portete. No llegamos a saber su nombre. Poco después, el corsario Simón Bourman saqueó todas las poblaciones entre Cumaná y Río de la Hacha. Menos mal que éste fue capturado por las autoridades. Y, para remate del asunto, por si no teníamos bastante con las rapiñas de los ingleses, los flamencos empezaron también a desempeñarse en negocios tan provechosos como el secuestro y el robo. Cuando mi padre, a través de Lucas, mencionó el asunto a Moucheron, que aquel día nos había invitado a visitar la salina, el de Middelburg vino a decirle, mientras se rascaba la cabeza con ahínco, que lo habían hecho holandeses de otras provincias y que con su pan se lo comiesen y lo disfrutasen, pues mientras Su Majestad les cerrase los mercados del imperio, ellos harían lo que les viniese de gusto.
Muy poco me agradaba a mí el tal Moucheron, aunque era de justicia reconocerle el buen gobierno y la organización de los trabajos de la salina. Pasándome un brazo por el hombro como si fuese mi padre o un buen amigo, nos condujo, iluminándonos con un farol, por los enormes maderos que servían de puentes sobre la extensa mina de sal, que tenía legua y media de circunferencia. Era de noche, pues de día no se podía ni estar allí ni trabajar por el ardiente calor que, a lo que dijo, mataba a los hombres. Pero, con sol o con luna, la pujanza de la sal era tan atroz que se comía el grueso y recio cuero de las botas, corroyéndoles los pies a los trabajadores, de cuenta que tenían que usar chanclos de madera que tampoco aguantaban demasiado. Moucheron nos enseñó las faenas que estaban haciendo los flamencos: unos, con picos y piquetas, golpeaban la piedra para que otros, una vez suelto el bloque, lo levantaran con la ayuda de grandes palancas de hierro acerado y lo dispusieran sobre unas chalanas que eran arrastradas hasta los puentes por cinco o seis hombres fuertes. Desde allí, con unos carros pequeños de dos ruedas tirados por caballerías, los bloques de sal eran llevados hasta la playa, a unos setecientos pasos de distancia, para ser cargados en los bateles de las urcas, en cuyas bodegas descansarían hasta llegar a Flandes y ser vendidos a muy buenos precios.
– No puedo dejar de pensar -musitó Rodrigo con rencor- que esta sal es nuestra y que nos la están robando.
– Olvida eso ahora -le replicó mi padre, también en susurros-. Que mande tropas el rey y lo resuelva. Nosotros sólo queremos armas.
Y armas tuvimos, y muy buenas. Excelentes, en verdad. Con ellas, el rey Benkos defendió sus cada vez más numerosos palenques, que ya se esparcían desde Cartagena hasta Río de la Hacha. Siempre había alguno de ellos que, según informaban los confidentes, estaba a punto de sufrir un próximo asalto y Benkos nos pedía pertrechos de continuo. Le conseguimos excelentes arcabuces de rueda de doble quijada, mosquetes con llave y mosquetes de borda con serpentín, que eran los que él más quería, además de pólvora, plomo y mecha en abundancia. El palenque más cercano a Santa Marta era uno que había fundado su hijo en la margen derecha del río Magdalena y Benkos pasaba allí, a menudo, largas temporadas, durante las cuales mi señor padre, como sólo estábamos a unas pocas horas de distancia a caballo, le hacía largas visitas. Ahora, el rey Benkos y él compartían algo muy importante: ambos huían de la justicia y sus vidas estaban marcadas por el temor a dar con sus huesos en las galeras del rey, en el mejor de los casos, o en el cadalso, en el peor. Alguna vez yo le acompañaba y disfrutaba con los bailes y las extrañas ceremonias africanas que celebraban aquellos esclavos fugados, satisfechos de poder comportarse de acuerdo a sus antiguas costumbres lejos de los malos tratos, las vejaciones y las obligaciones de una religión que no era la suya. Madre también se habituó a venir y pronto hizo buenas migas con la mujer de Benkos (una de las mujeres de Benkos, la principal, pues tenía otras), así que, cuando en la estación seca del año mil y seiscientos y dos, el entonces gobernador de Cartagena, don Jerónimo de Zuazo Casasola, organizó un numeroso ejército para asaltar los palenques de la Matuna, el rey Benkos, informado de ello, dejó al cuidado de madre a las mujeres y a los niños en el palenque de Santa Marta y se enfrentó a los hombres del gobernador en una dura batalla que duró varios días. De no haber tenido las magníficas armas que le habíamos vendido, hubieran sido derrotados pero, gracias a ellas, ni un solo cimarrón cayó en manos de los soldados, si bien, tras la victoria, se vio que las labranzas y los bajareques habían quedado destrozados y que se imponía cambiar de lugar, buscar otro más abrupto y selvático, más alejado de Cartagena. Fue entonces cuando se fundó el gran palenque de los montes de María, más al sudeste, que nunca fue conquistado.
Otro acontecimiento importante ocurrió aquel año y por aquel entonces. Cierto día, estando yo ocupada en mis lecturas, disfrutando de encontrarme en casa entre un viaje en la Chacona y el siguiente, mi padre entró en mi aposento con un papel en la mano. Venía sonriendo, cosa ya extraordinaria para entonces, y su actitud volvía a ser tan briosa como en los primeros tiempos.
– ¿Qué le pasa, padre? -pregunté, devolviéndole la sonrisa.
– ¿Quieres escuchar lo que dice esta carta?
– Si vuestra merced lo desea, por supuesto -repuse, sentándome bien y dejando el libro sobre mi mesa-bajel. Lo bueno de los calzones es que se podían poner los pies sobre la cama sin problema, cosa que con las enaguas y las sayas hubiera resultado muy incómodo.
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