Matilde Asensi - Tierra Firme

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él.
A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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El aludido sonrió con satisfacción.

– Voacé tráigame las armas que yo le pagaré con buena plata del Pirú, discretamente rescatada por los esclavos negros que la transportan en parihuelas, con grandes riesgos y muchas muertes, desde el Cerro Rico del Potosí hasta Cartagena y Portobelo para que sus dueños, acaudalados encomenderos y mercaderes españoles, puedan defraudar a su Real Hacienda ocultando estas riquezas a los registros. Y, ahora, ¿qué le parece si celebramos nuestro acuerdo con una pequeña fiesta?

Mi señor padre, aunque cariacontecido, ordenó que el batel regresara a la nao para recoger a los rehenes y marineros que allí habían quedado a la espera de acontecimientos. En el entretanto, los negros sacaron carnes, vino, quesos, hogazas de pan y frutas en cantidades tales que aquello se parecía mucho a lo que yo, con mis pocas luces, entendía que debía de ser el festín de un rey. Y, sí, en efecto, era el festín de un rey, el del rey Benkos Biohó, quien un día había gobernado una nación entera en África y ahora, por esos extraños albures del destino, mandaba sobre un número creciente de súbditos, los cimarrones apalencados de las ciénagas de la Matuna, en el Nuevo Mundo.

CAPÍTULO III A fe mía que los tiempos que después vinieron requirieron de toda - фото 6

CAPÍTULO III

A fe mía que los tiempos que después vinieron requirieron de toda la firmeza y la fuerza de mi señor padre pues, de no ser por ellas, los muchos apuros y miedos que atravesamos hubieran acabado con nosotros, con nuestras intenciones y con los asuntos que de ellas dependían.

A los ojos de todo el mundo las cosas continuaron igual. Salíamos con la nao cada mes y medio o dos meses para hacer nuestra ruta habitual desde Santa Marta hasta Trinidad en viaje de ida y vuelta. En cuanto regresábamos a casa, donde solíamos permanecer unas dos semanas, mi padre me obligaba a encerrarme a estudiar y, así, llegué a leer y a escribir con bastante soltura en poco tiempo y, sólo entonces, me enseñó los libros que mantenía ocultos y que eran algunos de los prohibidos por el índice de Quiroga de mil y quinientos y ochenta y cuatro, de mal recuerdo para mí. Me dijo que se imprimían en los países luteranos, en castellano, que los traían los contrabandistas extranjeros y que había mercaderes de trato como él que los conseguían por buenos precios pues había mucho interés en el Nuevo Mundo por las ideas que estaban excomulgadas en España y que triunfaban en la Europa renegada, sobre todo las de sentido anticlerical y que criticaban abiertamente la pobreza del pueblo, como el Lazarillo de Tormes. Él los compraba abiertamente en los pequeños mercados a los que iban a parar cuando sus primeros dueños, una vez leídos, se deshacían de ellos por temor.

Por orden de mi padre, mis clases con Lucas Urbina fueron ampliadas con los rudimentos de la lengua latina pues afirmó que la ciencia se escribía con ella y que, si la desconocía, me perdería la mitad de los conocimientos del mundo. No sé qué esperaba de mí, una simple mujer a quien tanto estudio ponía nerviosa y no porque me desagradara, todo lo contrario. Los números, cuando se complicaron mucho, pasó a enseñármelos la señora María, que llevaba las cuentas de los tres negocios. Pronto me habitué a llamarla madre como hacía el resto de las mancebas que transitaban por la casa, aunque esa palabra nunca tuvo para mí otro sentido que el de un cargo o un oficio pues, en el fondo de mi corazón, la reservaba para mi verdadera madre, la de triste recuerdo. La lucha con espada y daga dejó de ser un adiestramiento para convertirse en una disciplina que dominaba con pericia, así como la monta y el arte de marear, pues también mi padre, no sé bien por qué, quiso que Guacoa me enseñara los principios elementales de la navegación, de modo que me pasaba las noches en la playa con el silencioso piloto, aprendiendo a manejar las agujas, el astrolabio, el compás, el cuadrante, las ampolletas, las sondas, las plomadas y los relojes. Cartas de marear no tenía, pues nadie disponía de ellas salvo los pilotos de las naves capitanas de las flotas, y, por más, se consideraban bienes tan valiosos que los piratas, en sus asaltos, las ambicionaban más que muchos tesoros. Guacoa, sin embargo, consideraba inútiles tanto las cartas y los portulanos como todos los objetos propios del oficio y, más que a marear con ellos, se empeñó en instruirme en las lecturas del cielo, de modo que hube de retener en mi memoria el nombre y disposición de todas las constelaciones (Escorpión, Cancro, Peces, Cisne, León, Pegaso…), así como de las estrellas más brillantes del firmamento (Antares, Proción, las Cabrillas, Deneb, Régulo…), las mismas, con otro nombre, que los indios utilizaban desde el principio de los tiempos para singlar por las aguas del Caribe. Con ellas, decía Guacoa, jamás me perdería y podría volver a casa siempre que quisiera. Lo que Guacoa desconocía era que yo no tenía una casa propia a la que volver, que estaba allí de prestado y que, algún día, me marcharía. Pero me gustó mucho aprender los nombres de las estrellas echada sobre la arena durante aquellas hermosas noches samarias.

Pese a todo, no conseguía entender por qué debía estudiar tanto. No iba a pasarme la vida siendo Martín Nevares y, como Catalina, aquellos conocimientos antes me sobraban que me servían para algo. No hubiera habido una imagen más ridícula, me decía a mí misma mientras me frotaba los ojos cansados por la lectura, que la mía vistiendo mis ropas de mujer mientras sostenía una ballestrilla *o un astrolabio en las manos. Mas, como me incomodaba quejarme a mi padre, que ya tenía suficientes problemas (y el genio más vivo que nunca desde que nos habíamos reunido con el rey Benkos en Taganga), callaba y estudiaba, pensando en lo inútil de toda aquella instrucción y en el mucho tiempo que perdía con ella.

De esta guisa andaban las cosas cuando, cierto día, avanzada ya la estación de las lluvias, tras zarpar de Santa Marta con las bodegas llenas de bananos, cocos, marañones, jengibre, papayas, vino de caña, cueros y tabaco, mi señor padre nos reunió a todos en la cubierta y, desde la toldilla, nos dijo:

– No conviene hacer esperar más a Benkos Biohó no sea que busque otro mercader para cubrir su demanda. En los últimos meses he tenido los ojos y los oídos bien abiertos para ponerme al tanto del trato ilícito en estas aguas.

Mis compadres y yo asentimos. Era cierto que ahora frecuentábamos todas las tabernas de los puertos en los que atracábamos y que mi padre sostenía largas conversaciones con los dueños de estos lugares mientras nosotros bebíamos. Era, asimismo, verdad que, gracias a ello, yo había aprendido a estirar el contenido de mi vaso para no tomar más vino, chicha o ron del que resistía (que nunca era más de un cuartillo [27]), de suerte que sabía cuándo debía parar para no perder la cabeza ni echar las tripas. Lo que más agonías y pesares me causó fue empezar a fumar, pero me habitué a echar humo por la boca para no desairar a mis compadres y, con el tiempo, me gustó y disfruté con el tabaco, que, además, según afirmaban los indios, tenía muchas y muy buenas propiedades curativas.

– Pues bien -siguió diciendo mi padre-, tras numerosas cavilaciones y razonamientos, he decidido que vamos a buscar a los piratas y corsarios que vienen hasta Tierra Firme desde las provincias rebeldes de Flandes. He sabido que el anterior soberano, Felipe el Segundo, por torcerles la desobediencia y poner fin a la larga guerra que sostenemos contra ellos, les cerró los puertos lusitanos en cuanto se apoderó de Portugal en el año ochenta y uno [28]. Esta decisión no era cosa baladí para los flamencos ya que de las salinas de Setúbal extraían la sal para sus salazones que, como sabéis, es la principal de sus industrias y su mayor fuente de riqueza, pues venden a todas las naciones del mundo los arenques, cecinas, mantecas y quesos que alimentan a las tripulaciones de las naos. No se arredraron los flamencos con este castigo, antes bien, pusieron manos a la obra y buscaron nuevas salinas para reemplazar las de Setúbal. Con unas naves llamadas flautas, alcanzaron las islas africanas de Cabo Verde y de allí han estado extrayendo sal hasta que un nuevo embargo real sobre sus naves, dictado hace dos años, los ha obligado a poner las miras en nuestras tierras. La primera flota salinera flamenca llegó hace unos meses y encontró el filón que buscaba en un lugar de nuestra costa que nosotros siempre hemos ignorado y despreciado por árido, desolado y yermo pero que para ellos, a lo que parece, está resultando muy fértil y próspero. Me refiero a la península de Araya, a sólo tres leguas al norte de Cumaná.

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