Matilde Asensi - Tierra Firme

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él.
A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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Como les había dicho a Mateo y a Jayuheibo que me esperasen en el muelle, allí estaban los dos junto con Rodrigo y Lucas, bebiendo y alborotando para espantar el tiempo. En cuanto nos vieron llegar, se pusieron a desamarrar el batel a toda prisa y a darnos las espaldas para hacerse invisibles a los ojos de mi padre, quien, sin embargo, como iba tan amohinado, no reparó en su inobediencia. Al ver a Rodrigo, al punto se me ocurrió un ardid:

– Rodrigo -le dije en un aparte con voz queda-, saca de la faltriquera de mi padre un papel que encontrarás plegado y dámelo.

El de Soria rehusó mi petición con rápidas sacudidas de cabeza e intentó ignorarme agarrando el remo como si la vida le fuera en ello, pero yo no podía permitir que el antiguo garitero de Sevilla, maestro de fullerías, cuyos encallecidos dedos eran capaces de hacer aparecer y desaparecer los naipes y hasta los mazos completos como por arte de magia, desairara mi demanda por mucho respeto que le tuviera a mi padre. Así que tomé su mismo remo y me senté a su lado.

– Rodrigo, amigo -le supliqué en susurros-, no temas desaguisado alguno ni entuerto de ninguna clase. Antes bien, si me entregas ese papel que guarda mi padre, te aseguro que me ayudarás a enmendar una injusticia.

– ¿La de Melchor de Osuna? -me preguntó él, dejándome muy sorprendida.

– ¿Qué sabes de ese Melchor?

– ¡Alto, vosotros dos! -gritó mi padre desde la proa. Bogábamos ya hacia la nao, maniobrando entre los muchos barcos del puerto de Cartagena-. Remad y callad, que no estamos aquí para charlas y parloteos.

Rodrigo gruñó y no abrió más la boca pero, en cuanto pisamos la cubierta de la nao, me cogió por el brazo y me arrastró hasta el compartimento de anclas y sogas.

– Toma, lee -dijo alargándome el papel. Le miré con admiración. Ignoraba cómo y cuándo lo había cogido pero, en verdad, era un tramposo muy hábil. Su cara estaba seria y su piel curtida como el cuero tenía líneas blancas en los bordes de los ojos. Se le notaba disgustado-. Lee presto, que nos van a pillar.

– Podría leerlo si quisiera -me enfadé-, pero tardaría mucho tiempo porque aún estoy aprendiendo. Dime tú lo que pone.

Él ni pestañeó. Plegó el papel y lo hizo desaparecer en su gruesa manaza.

– Es una carta de pago. Melchor de Osuna declara que ha recibido de tu señor padre los veinticinco doblones del primer tercio de este año por la deuda total que tiene contraída con él.

– ¿Qué deuda es ésa?

– Para mí tengo, Martín -repuso Rodrigo, girando sobre sus talones-, que no soy yo quien debe hablarte de estas cosas. Son asuntos de tu padre que, si quiere, ya te contará él.

Me lancé como una fiera y le cogí por la camisa para impedir que se marchara.

– Bien dices, Rodrigo, y hablas debidamente, pero sabes que mi señor padre se cuida mucho de sus cosas y que yo acabo de llegar y que no va a contarme nada por su propia boca. Sólo sé que la señora María andaba muy preocupada estos días porque, a lo que se veía, los dineros no alcanzaban para satisfacer el tercio. Los dos sufrían y yo no podía hacer nada para remediarlo. Paréceme a mí que, si tú me lo cuentas, yo sabré responder acertadamente en próximas ocasiones y, ¿quién sabe?, acaso podría ayudar en algo. Tendrías que haber visto la cara de mi padre cuando salió de la hacienda de ese tal Melchor.

Mis palabras parecieron conmover al hosco Rodrigo, que se quedó en suspenso unos instantes y, luego, nervioso, dijo:

– No es tiempo de detenernos a hablar. Espérame aquí, que voy a devolver el recibo antes de que el maestre se dé cuenta de que no lo tiene.

Salió y regresó en un soplo.

– ¿Qué quieres saber? -me preguntó sentándose más tranquilo sobre una rueda de gruesa maroma.

– ¿Quién es Melchor de Osuna? -repuse yo, tomando asiento frente a él.

– El peor rufián de Tierra Firme. Un maldito birlador que tiene por granjería robar a tu padre bajo capa de ley y justicia. Si no fuera pariente de los Curvos, ya le habría clavado yo mismo un puñal entre las costillas mucho tiempo ha.

– ¿Tan malo es? -me angustié.

– El peor de los hombres.

– ¿Y los Curvos? ¿Quiénes son ésos?

– Los hermanos Arias y Diego Curvo, naturales de Lebrija, Sevilla. En Tierra Firme se los conoce como los Curvos. Son los comerciantes más poderosos y ricos de Cartagena. Melchor de Osuna es un primo al que tienen apadrinado para que aprenda el negocio. Estas familias importantes recurren a los parientes para conseguir empleados de confianza y robustecerse beneficiando a sus allegados. Al frente de la casa de comercio que los Curvos tienen en Sevilla se halla otro de los hermanos, Fernando, que es quien recibe las peticiones de la parentela y hace los favores mandándolos a Tierra Firme con Arias y Diego. Fernando está inscrito en la matrícula de cargadores a Indias y envía las mercaderías a sus hermanos en navíos propios que viajan con las flotas anuales.

– ¿Y por qué mi padre le debe caudales al de Osuna? -Mi preocupación iba en aumento. Cuando topas con los ricos y los poderosos puedes darte, por perdido si eres de humilde condición.

Rodrigo se pasó las manos por la cara para secarse el sudor.

– Tu señor padre firmó un contrato con Melchor obligándose a suministrarle ciertas cantidades de piezas de lienzo brite y de libras de hilo de vela [23]que debía entregarle en unos establecimientos que el miserable estafador tiene en Trinidad, La Borburata y Coro. Era un contrato muy ventajoso del que el maestre hubiera obtenido unos muy buenos beneficios, pero todo salió mal. La flota de Los Galeones traía todos los años lienzo brite e hilo de vela en abundancia, por eso tu señor padre pensaba comprarlos a buen precio en la feria de Portobelo, la que se celebra cuando llegan las naves de España, y llevarlos a los establecimientos de Melchor para cobrar los dineros. Mas, por alguna maldita fortuna, aquel año de mil y quinientos y noventa y cuatro la flota no trajo ninguna de estas dos mercaderías y Melchor de Osuna, en lugar de comprender la situación, hizo efectivos los términos del contrato en los que se estipulaba que, en caso de incumplimiento, el señor Esteban incurriría en pena de comiso a su favor para resarcirle por los daños y pérdidas.

Me costaba entender lo que Rodrigo contaba porque jamás había tenido que enfrentarme a cuestiones de semejante jaez, mas se me alcanzaba que, seis años atrás, mi señor padre había dejado de cumplir un acuerdo comercial y que por ello tenía que pagar aquellos dineros a Melchor.

– El de Osuna -siguió contándome Rodrigo- acudió al escribano de Cartagena ante el que se había otorgado el contrato y exigió que todos los bienes del señor Esteban fueran confiscados y pasaran a su propiedad, lo que se llama ejecución en bienes por el total. El escribano llamó a los alguaciles y tu señor padre perdió la casa de Santa Marta, la nao y la licencia de la tienda. No se pudo hacer nada. De la mañana a la noche, la señora María y él se quedaron sin un maravedí, porque la mancebía también había que cerrarla por falta de vivienda. Pero, entonces, Melchor de Osuna, simulando generosidad, le ofreció otro arreglo legal a tu señor padre: un contrato a perpetuidad que, por pacto, no puede redimirse nunca y mediante el cual le deja todos los bienes en usufructo siempre y cuando le pague por tercios una cantidad anual de setenta y cinco doblones durante el resto de su vida.

– ¡Setenta y cinco doblones! [24]-exclamé, aterrada. Con esos caudales podía alimentarse una familia completa durante años y años. Era una verdadera fortuna.

– Debe pagar sin falta para no ir a galeras como forzado del rey. Por eso tu señor padre sigue trabajando a pesar de su mucha edad. Si quiere conservar su casa, su tienda y su barco debe entregarle a Melchor veinticinco doblones cada cuatro meses. A veces lo consigue y a veces no, entonces la señora María pone lo que falta y, si no lo tiene, lo pide prestado a las mozas del negocio y, entre ellas y nosotros, los marineros, completamos la suma para ese maldito bellaconazo que el diablo se lleve. De no ser por las muchas cuentas que hace la madre -se refería a la señora María-, sería imposible pagar la deuda. Lo peor es que, el día que el señor Esteban muera, todo pasará a manos de ese ladrón pues, con la ley en la mano, es el propietario legal de todos los bienes de tu padre.

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