Matilde Asensi - Tierra Firme

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él.
A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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Nada de aquello le gustaba y sólo por caudales se avenía a tales tratos, mas lo peor era que, desde el momento que empezara sus acuerdos con aquellos flamencos, él mismo sería, ante la ley, un contrabandista y eso representaba una carga muy grande para un hidalgo tan orgulloso y honesto como él, que ya se había visto en la necesidad de pactar alianzas con cimarrones buscados por la justicia. Tantos disgustos, a su avanzada edad, me hacían temer no tanto por su salud como por su vida, pues le veía desgastarse y consumirse de día en día.

Bajamos el batel al mar y mi padre, Lucas, Jayuheibo y Antón embarcaron y partieron rumbo a la nave capitana de la flota. Tardaron mucho en regresar. La lluvia arreció y los que habíamos quedado en la Chacona nos entretuvimos jugando a naipes aunque, esa tarde, hasta Rodrigo parecía un palomo blanco, como dijo él que llamaban a los jugadores nuevos e ignorantes en los garitos. Cuando Nicolasito, que vigilaba a los flamencos, gritó que el batel regresaba, volaron los naipes y, estando ya todos mirando por la borda, fue cuando cayeron al suelo, tanta era la preocupación y el ansia que nos consumía.

Mi padre subió a bordo el primero. Venía apesadumbrado y silencioso y se fue a su cámara sin decir nada. Jayuheibo y Antón se quedaron recogiendo el batel mientras Lucas, mi maestro, se sentaba en la cubierta mojada por la lluvia para contarnos lo que había ocurrido:

– A fe mía que esos flamencos son duros negociantes -empezó a decir el de Murcia tentándose las barbas-. Dicen que sólo quieren tabaco a trueco de las armas, que nada más les interesa mercadear y que quieren grandes cantidades.

– Grandes cantidades no sé si encontraremos -declaró Rodrigo, preocupado.

– Venía en el batel comentando con el maestre -continuó diciendo Lucas- que, con los abastos que llevamos en las bodegas, podemos adquirir algo de tabaco en los mercados de Cartagena, Cabo de la Vela, Cumaná y Margarita, donde se hallan las principales plantaciones de Tierra Firme. Las arrobas de tabaco que saquemos, sean muchas o pocas, se las traemos a estos flamencos. Ellos nos dan armas y nosotros se las entregamos a los cimarrones que, a su vez, nos pagarán con plata del Potosí. Con esta suma, a ser posible, tratamos esta vez con los plantadores de tabaco de los lugares mentados y, como faltan caudales por toda Tierra Firme y nosotros llevaremos plata contante, pactamos unas cantidades y unos precios, de suerte que obtengamos más arrobas por menos dineros. Cargamos la nao con el tabaco y regresamos, empezando de nuevo. En cada viaje ganaremos un poco más.

– ¿Pero han exigido alguna cantidad? -quise saber.

– No, estos bribones no han querido convenir nada -me respondió mi maestro de escuela-, pero sí han dicho que, cuanto más tabaco, más armas. En esa oronda nao de dos palos había uno de Middelburg llamado Moucheron [32], quien manda en este sitio, que parecía más dispuesto a negociar. Los otros, los maestres de las urcas, han dicho que ellos, con la sal de piedra ya ganan bastante y que, si queremos armas, tendremos que comprarlas con mucho tabaco en rama [33], una mercadería que se vende a precio de oro en las ferias de Amberes. Estaban enfadados porque dicen que el rey de España, aconsejado por el gobernador de la cercana Cumaná, don Diego Suárez de Amaya, está pensando en envenenar la salina para que ellos no puedan trabajar aquí.

– ¿Y por qué, en lugar de envenenar la salina -pregunté, extrañada-, no la explotan los cumaneses y España se la vende a cualquier otra nación? Ganaríamos todos, pues el rey tendría sus caudales de los impuestos y los cumaneses sus buenos maravedíes.

– Vives muy engañado, Martín -me dijo Rodrigo, socarrón-. Has de saber que el rey quiere derrotar a toda costa a estos rebeldes flamencos para mantener unido su imperio, así que, además de combatirlos con ejércitos les cierra los mercados y les prohíbe comerciar con España. Sólo en esta guerra se gastan, todos los años, más de tres millones y medio de ducados [34], dineros que salen de las rentas reales y que hacen del rey un recaudador insaciable que nunca exprime bastante a sus súbditos ni tiene suficientes riquezas ni acumula demasiados préstamos de los banqueros de Europa. Por más, España abastece de hombres los Tercios y las Armadas, y no hay bastantes padres, hermanos, hijos ni parientes para proveerlos. Perderemos Flandes, Martín, puedes estar seguro, pero, en el entretanto, España volverá a arruinarse una y otra vez, como ya ha sucedido, y las oportunidades de buenos negocios, tal que éste de la salina de Araya, se extraviarán en manos de gentes más listas que nosotros. Tú dile al gobernador Suárez de Amaya que ponga a trabajar a sus gentes en la salina y te dirá que no puede porque tienen que sacar perlas de los ostrales y te dirá también que no dispone de bastantes hombres para protegerla de los piratas flamencos porque el mismo rey que le exige una gran producción perlífera para su Caja Real no le envía soldados, ni barcos, ni armas suficientes. Así pues, Martín, perderemos Flandes, perderemos la sal de Araya, perderemos el imperio y España seguirá siempre en bancarrota.

– ¡Basta, Rodrigo! -la voz de mi señor padre sonó como uno de los truenos de aquella tormenta que volvíamos a tener encima-. ¡Ya te tengo dicho muchas veces antes de ahora que no quiero oír lamentos de este jaez! ¡Al trabajo! Zarpamos rumbo a Margarita. Volveremos a Cumaná en el tornaviaje.

Juro cierto que aquellos años de constante trabajo, de contrabando, de peleas con los flamencos por las armas (nunca tenían bastante tabaco), de miedo a la ley y a la justicia, de encuentros clandestinos con Benkos, de mercadeo con los plantadores, de idas y vueltas por la costa de Tierra Firme, con buen tiempo, mal tiempo, siempre temerosos de encontrarnos con los piratas ingleses, ora llevando tabaco a Moucheron, el de Middelburg, que nos hacía de intermediario con los maestres de las urcas, ora despistando a las autoridades, a los conocidos, a otros mercaderes -amigos y enemigos-, e, incluso, a los oficiales reales de las aduanas, juro cierto, digo, que aquellos años resultaron muy duros para todos, mas, pese a ello, debo confesar que también fueron, secretamente, venturosos y felicísimos para mí, pues comparándolos con los que había pasado en Toledo me sentía la más dichosa de las mujeres por disfrutar de semejante libertad y por poder vivir aquellos peligrosos lances. Mis sentimientos debían de ser muy parecidos, me decía yo, a los de los cimarrones del rey Benkos cuando huían de la esclavitud hacia la libertad de las ciénagas y las montañas.

Sin embargo, en modo alguno fue así para mi padre. Ganó muchos caudales, sin duda, pero su humor, antes amable, se tornó agrio, su carácter duro y su gallardo porte volvióse el de un anciano cansado. Madre (la señora María) temía tanto por él que le prodigaba hartos cuidados maternales, desatando su ira, ahora rauda y fácil, y provocando tumultuosas peleas de las que yo escapaba saliendo por la puerta de la cocina con Mico, el pequeño y viejo mono, que se asustaba mucho con los desaforados gritos de sus dueños.

Cada cuatro meses visitábamos a Melchor de Osuna para pagarle el obligado tercio y yo seguía prometiéndome que, algún día, salvaría a mi padre de aquel ladrón, aunque como al presente teníamos dineros, ya no nos costaba reunir los veinticinco doblones. No es que nadáramos en la abundancia, pues tampoco éramos grandes mercaderes como los hermanos Curvo, los primos de Melchor, cuya gran fama se me hizo conocida a fuerza de visitar los mercados y ciudades de Tierra Firme, mas vivíamos bien, si por vivir bien se puede considerar estar siempre preocupados por si éramos descubiertos. Al abandonar el trato de otras mercaderías y comprar sólo tabaco, pronto fue de conocimiento público que el señor Esteban se había pasado al contrabando. Teníamos el tiempo contado y lo único que importaba era retrasar el momento en el que las autoridades y los alguaciles encontraran probanzas valederas en nuestra contra o testigos dispuestos a hablar.

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