Matilde Asensi - Tierra Firme

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él.
A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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Tomó asiento en la otra silla del cuarto y se caló los anteojos:

– «A treinta de mayo de mil y seiscientos y dos -empezó a leer con su vozarrón grave-. Por la presente, Esteban Nevares, hidalgo, vecino de la ciudad de Santa Marta, ubicada en la provincia de Tierra Firme, dice que suplica a Vuestra Alteza le haga la merced de mandar legitimar a un hijo suyo natural que hubo con una india arawak de Puerto Rico, soltera como él y vasalla Vuestra, para honras y oficios y para que le pueda heredar sus bienes y hacienda por no tener otros legítimos ni naturales. El hijo se llama Martín Nevares y es de dieciséis años poco más o menos y benemérito y virtuoso. Esteban Nevares lo reconoce por tal su hijo natural para que en testamento le pueda heredar y suceder y que goce de todas las otras honras, preminencias y libertades que gozan y pueden gozar los que son nacidos de legítimo matrimonio. Suplica ser oído por Vuestra Alteza y que Vuestra Alteza mande que así se haga y disponga que en ello reciba merced.» [36]

Alzó la mirada del papel, pasándola por encima de los anteojos, y añadió:

– El documento está firmado y rubricado por mí y por el escribano público Baltasar de la Vega, y dirigido a su Real Majestad Felipe el Tercero. Sólo es la copia que me dieron, pues el original salió en el aviso que partió de Cartagena hace dos semanas rumbo a Sevilla.

– A fe, padre… -murmuré. Tenía un nudo tan grande en la garganta que no me pasaba el aire-, que, a lo que se ve, vuestra merced está muy loco.

– No te dé pena ese cuidado -respondió él, contento-. Sólo quiero saber qué te parece.

– ¿Qué me va a parecer? -sonreí, con los ojos llenos de lágrimas-. Que queréis prohijar a un tal Martín Nevares de dieciséis años que no es sino una mujer casada, por nombre Catalina Solís, de casi veinte. Por eso digo que vuestra merced está muy loco y que no hace sino locuras.

– ¿Qué se le ha de dar al rey Felipe si Martín es Catalina o si Catalina es Martín? Por cualquier desgracia que me pudiera pasar -afirmó con repentina seriedad-, quiero que tú, como hijo mío, te llames Martín o te llames Catalina, cuides de María como si fuera tu propia madre, de los hombres de la Chacona y de las mozas de la mancebía, y que resuelvas todo lo que quede por poner en ejecución. Quiero que los mantengas unidos, que les procures prosperidad y ventura, y todo esto, si no tienes documentos de legitimidad, no podrás llevarlo a cabo. Ya sabes que, cuando yo muera, Melchor de Osuna se quedará con la casa, la tienda y la nao. Obligación tuya será hacerte cargo de nuestras gentes y sacarlas adelante como si fueras yo. Éste es mi trato, ¿lo aceptas o no? Acéptalo, muchacho, o te tiro por la ventana.

– Lo acepto, padre, lo acepto -exclamé, sonriendo.

– ¡Sea! -aprobó, satisfecho y, poniéndose en pie, me pasó la mano por el cabello con afecto-. Dentro de unos meses llegarán tus nuevos documentos. Estos asuntos de prohijamientos del Nuevo Mundo no encuentran complicaciones en la corte. Se admiten todos, así que tendrás que preparar otro canuto de hojalata para tu nueva identidad. -Me miró, aún más sonriente que cuando había entrado-. ¿Quién sabe…? Quizá algún día utilices tus dos personalidades según tu voluntad y conveniencia. Me gustaría, si tal ocurriese, estar vivo para verlo.

Soltó una carcajada y salió del cuarto, dejándome emocionada y llorosa. Los papeles se retrasaron hasta el año siguiente, el de mil y seiscientos y tres, un año que, por más de ser el de la muerte de la reina Isabel de Inglaterra, lo que podría haber significado un tratado de paz con esa nación que pusiera fin a las malditas incursiones de sus piratas y corsarios, resultó especialmente duro para el rey Benkos, pues los asaltos a los palenques arreciaron y las jaurías de perros carniceros, adiestrados para correr por los montes y los cañaverales y descuartizar a los negros, hicieron incontables matanzas. Con todo, los esclavos que huían de las ciudades para unirse a Benkos eran cada vez más numerosos y los propietarios empezaban a estar desesperados. Hubo muchas reuniones oficiales en Cartagena y en Panamá para intentar resolver el problema y la solución que se adoptó a la postre fue la de utilizar a cimarrones traidores que obtenían su libertad guiando secretamente a los soldados hasta los palenques. No les resultó fácil hallar solicitantes pese a los muchos pregones y requerimientos que se hicieron por toda Tierra Firme, pero alguno hubo que se la jugó, que ejerció su papel de Judas y que, por desgracia, acabó muerto a cuchilladas en las mismas calles a las que había querido volver como negro libre al precio de las vidas de otros.

Trabajamos mucho en mil y seiscientos y tres. Realizamos incontables viajes en la Chacona porque los flamencos querían cada vez más tabaco por la misma cantidad de armas. Moucheron, fumando orgullosamente su fina y curvada pipa y sonriendo con fingimiento, nos advirtió cierto día de que, si no traíamos más arrobas, él mismo nos denunciaría por contrabandistas a las autoridades españolas y aseguró tener medios para ponerlo en ejecución sin correr ningún peligro, pues sus relaciones con dichas autoridades habían llegado a ser excelentes gracias a su propio trato ilícito con ellas. A mi señor padre se le descompuso el rostro y le vi tragar saliva como quien traga veneno, pero nada dijo. Sabía que la flota de aquel año, la del general Jerónimo de Portugal, había traído pocas y malas mercaderías y que las ventas en la feria de Portobelo habían sido realmente escasas. Los colonos, autoridades incluidas, no podían más que recurrir al contrabando. Desde entonces, cuando no era tiempo de cosecha, aprovechábamos el pago de los tercios para comprar en Cartagena algunas arrobas de tabaco jamiche, el de baja calidad que se había estropeado durante el secado. Como Moucheron quería más arrobas por el mismo precio, le colábamos, sin remordimientos, algo de jamiche en el tabaco bueno recién cosechado. También desde entonces, nuestras singladuras llegaron hasta Puerto Rico y Santo Domingo, en la isla La Española [37], en busca de grandes plantadores de tabaco, mas no podíamos alterar los mandatos de la naturaleza y si sólo había dos cosechas al año, no podíamos hacer que hubiera tres, por mucho que lo necesitáramos. Así que, de septiembre a noviembre y de abril a junio no descansábamos ni un solo día, cruzando el Caribe de este a oeste y de norte a sur.

A consecuencia de tanto viaje, a finales de la estación seca de mil y seiscientos y cuatro, la Chacona mareaba ya con mucha dificultad y se hundía excesivamente en el agua por el peso de la tiñuela y los percebes que acumulaba en el casco. Por ello, días después de recoger un cargamento de tabaco en Cabo de la Vela, mi padre decidió, hallándonos a pocas horas de La Borburata, que allí, en aquella magnífica rada de aguas quietas y someras llamada puerto de la Concepción, carenaríamos la nave. A todos sin excepción nos alegró la noticia pues La Borburata conservaba, de sus buenos tiempos como granjería perlífera, una alegre vida portuaria. Era un villorrio pequeño y amurallado -aunque pobremente-, cuya bondad atraía a numerosos navíos necesitados de carenado, reparaciones o avituallamiento. Ésa era la razón de que siempre hubiera tantos marineros rondando por su puerto. El cercano río San Esteban permitía, por más, hacer aguada y sus casas de tablaje no sólo eran famosas por todo el Caribe sino que constituían lugares excelentes para enterarse de las nuevas de Tierra Firme y para volver a ver a viejos conocidos. También había una mancebía aunque, desde luego, no gozaba del excelente prestigio de la de madre.

La primera jornada de nuestra estancia en La Borburata nos deslomamos rascando el casco de la nave desde que empezó el primer reflujo de la marea. Mis compadres, a imitación de Guacoa y Jayuheibo, hacían aguas menores sobre sus manos sin el menor recato (pues decían los indios que la orina era buena para las heridas y para las resquebrajaduras y quemaduras de la piel), mas yo tenía que retirarme discretamente invocando algún pretexto para remojar las hilas [38]con las que me envolvía los dedos para calmar el dolor. Por fin, al anochecer, tras cenar alegremente en la playa, no quisimos aguardar más y nos adentramos en la plaza, cuyo mercado tantas veces habíamos visitado antes de convertirnos en contrabandistas. Muchos eran los caminantes que saludaban a mi señor padre y muchos también los que se hacían los locos para no ser vistos en su compañía por los dos alguaciles que paseaban orgullosamente arriba y abajo de las estrechas y descuidadas callejuelas de La Borburata, vigilando a los marineros borrachos, los músicos callejeros, los mendigos, los buhoneros y los espadachines matasietes que hormigueaban por allí.

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