Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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Ella no sabía lo que significaba aquello, pero sus hermanos sí. Ellos me ayudaron a ponerme en pie.

– María -le dije de nuevo, y busqué su mano-. Mira. El mundo es nuevo. ¿Lo ves?

Sonrió con discreción.

– Lo veo, Rabbí -dijo.

– Abraza a tus hermanos -la insté-. Y cuando veas los hermosos jardines de Jericó, párate a mirar las flores que te rodean.

– Amén, Rabbí -dijo.

Los sirvientes me trajeron un bulto con mis ropas gastadas y mis sandalias rotas. También me proporcionaron un bastón para caminar. -¿Adonde te diriges? -preguntó Ravid.

– Voy a ver a mi pariente Juan hijo de Zacarías, en el río, hacia el norte. He de encontrarle.

– Camina aprisa y ten cuidado, mi señor -dijo Ravid-. El rey está muy irritado con él. Dicen que sus días están contados.

Asentí. Abracé uno por uno a los presentes, a los hermanos, a las mujeres, a los esclavos que me habían bañado. Levanté la mano para despedirme de los porteadores, que descansaban a la sombra de las palmeras.

Me ofrecieron oro, me ofrecieron comida y vino para el camino. No acepté nada, excepto un sorbo final y delicioso de agua.

Miré mi nueva túnica y mis espléndidos vestidos. Miré las elegantes sandalias. Sonreí.

– Buena ropa -murmuré-. Nunca me había visto vestido de esta guisa.

Soplaba el viento seco del desierto.

– No es nada, mi señor, es lo mínimo, menos que lo mínimo -dijo Ravid, y los demás corroboraron su opinión y la repitieron.

– Habéis sido muy generosos conmigo -dije-. Me habéis vestido adecuadamente, porque me dirijo a una boda.

– Mi señor, come poco y un bocado pequeño cada vez -dijo la mujer que me había alimentado-. Todavía estás débil y febril.

Le besé los dedos y asentí.

Eché a caminar hacia el norte.

24

Como antes, reinaba la alegría entre quienes se agolpaban junto al río, que la contagiaban a los peregrinos que iban y venían. La multitud era mayor que antes, y el número de soldados había aumentado considerablemente, con grupos de romanos aquí y allá, y muchos soldados del rey observándolo todo ociosamente, aunque nadie parecía hacer caso de ellos.

El río Jordán estaba crecido y fluía con rapidez. Nos encontrábamos al sur, muy cerca del man.

Mi primo Juan estaba sentado en una roca junto a la corriente, contemplando a sus discípulos mientras éstos bautizaban a hombres y mujeres arrodillados.

Juan se irguió de pronto, como si una súbita visión lo arrancara de los pensamientos que lo absorbían. Yo me acercaba despacio, pasando entre la gente con la mirada fija en él.

Puesto en pie, me señaló con el dedo. -¡El Cordero de Dios! -gritó-. El Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.

Fue como un toque de clarín, y todas las cabezas se volvieron.

Mi primo más joven, Juan hijo de Zebedeo, entregó a Juan la concha que sostenía.

Mi mirada se cruzó con la de Juan hijo de Zacarías por un instante. Yo la desvié despacio, con deliberación, hacia el grupo de soldados que había a mi izquierda y luego hacia los de la derecha. Juan alzó la barbilla e hizo una discreta seña de entendimiento. Lo correspondí.

Sentí un escalofrío. Se hizo una oscuridad repentina, como si las lejanas montañas se hubieran alzado hacia el cielo y ocultaran el sol. El resplandor del río desapareció. El rostro radiante de Juan se desvaneció. Mi corazón se enfrió y encogió, pero al punto volvió a calentarse y sentí sus latidos. El sol volvió a caer sobre el agua y la hizo llamear. Juan hijo de Zebedeo y otro discípulo se acercaron a mí.

La multitud mostraba de nuevo una alegría bulliciosa y se oían voces felices. -¿Dónde te alojas, Rabbí? -preguntó Juan hijo de Zebedeo-. Soy pariente tuyo.

– Sé quién eres -dije-. Ven conmigo y lo verás. Me dirijo a Cafarnaum, y voy a alojarme en casa del recaudador de impuestos.

Seguí caminando. Mi joven primo me acosaba a preguntas.

– Mi señor, ¿qué quieres que hagamos? Mi señor, estamos a tu servicio.

Dinos, señor, lo que deseas de nosotros.

Contesté a todo con sonrisas plácidas. Faltaban horas para que llegáramos a Cafarnaum.

Ahora mi hermana Salomé la Menor vivía en Cafarnaum. Había quedado viuda con un hijo pequeño, y vivía con la familia de su marido, que estaba emparentada con nosotros y con Zebedeo. Yo quería visitarla.

Pero cuando llegamos a Cafarnaum, Andrés bar Jonah, que nos había acompañado a Juan y a mí desde el Jordán, fue a contarle a su hermano Simón que había encontrado al Mesías verdadero. Se dirigió a la orilla del mar y yo le seguí. Vi a su hermano Simón, que estaba varando su barca, y con él a Zebedeo, el padre de Juan, que llevaba en su barca a Santiago, el hermano de Juan.

Aquellos hombres quedaron maravillados ante las explicaciones excitadas de Andrés.

Me observaron en silencio.

Yo esperé.

Luego dije a Santiago y Simón que me siguieran.

Obedecieron de inmediato, y Simón me rogó que fuera a su casa porque su suegra estaba enferma, con fiebres. Ya había llegado al mar la noticia de que yo había expulsado los demonios de la famosa endemoniada de Magdala. ¿Tal vez no tendría inconveniente en curar a esa mujer?

Entré en la casa y la vi tendida, lo bastante enferma para no darse cuenta de que los niños alborotaban junto a ella, hablándole de un hombre santo y de los grandes sucesos ocurridos en el río Jordán.

Le tomé la mano. Ella se volvió a mirarme, inquieta al principio porque alguien viniera a molestarla de esa manera. Luego se incorporó. -¿Quién dice que estoy enferma? ¿Quién dice que he de guardar cama? -preguntó.

E inmediatamente se levantó y empezó a afanarse por la pequeña casa, a servirnos potaje en unas escudillas, a dar palmadas para que su criada nos trajera agua fresca.

– Mírate, qué flaco estás -me dijo-. Vaya, me pareció reconocerte cuando entraste, pensé que te había visto en alguna parte, pero nunca he conocido a nadie como tú. -Me entregó una escudilla con potaje-. Come un poco o te pondrás enfermo. Lo justo para llenarte el buche. -Miró con ceño a su yerno-¿Por qué decías que yo estaba enferma?

Él alzó las manos y sacudió la cabeza, maravillado.

– Simón -dije cuando nos hubimos sentado-, tengo un nuevo nombre para ti. De ahora en adelante te llamaré Pedro.

El asombro lo dejó sin palabras. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

Juan se sentó a mi lado. -¿A nosotros también vas a darnos nombres nuevos, Rabbí? -preguntó.

Sonreí.

– Eres demasiado impaciente, y lo sabes. Ten paciencia. Por el momento, a ti y tu hermano os llamaré Hijos del Trueno.

Seguí el consejo de la anciana y comí sólo un poco de potaje. A pesar de que mi cuerpo se sentía hambriento, no me pareció que necesitara más.

Estábamos todos sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, como era habitual. De vez en cuando me olvidaba de las ropas finas que vestía, ya polvorientas. Simón dijo que tenía que marcharse a pescar. Negué con la cabeza.

– No -dije-, ahora vas a ser un pescador de hombres. Ven conmigo. ¿Por qué crees que te he dado un nombre nuevo? Nada será igual en tu vida desde ahora. No esperes que lo sea.

Me miró asombrado, pero su hermano hizo vigorosos gestos afirmativos.

Me tendí y dormité mientras ellos discutían de todas aquellas cosas entre ellos.

De vez en cuando les observaba, como si no pudieran verme. Lo cierto es que no podían imaginar lo que yo estaba viendo. Era como leer un libro: me estaba enterando de todo lo que quería sobre cada uno de ellos.

Puertas afuera se había reunido una multitud.

Había venido mi hermana Salomé la Menor, la más querida y próxima a mí de toda mi familia. Para mí había sido una pena muy amarga que se fuera a vivir a Cafarnaum.

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