Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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Seguía aún medio dormido cuando su beso me despertó. Sus ojos eran profundos y llenos de vida, y me hablaban de una intimidad que no compartía tal vez con nadie más en el mundo, a excepción de nuestra madre. Incluso el tacto de su brazo, el contacto de su hombro, eran cosas que me traían muchos recuerdos de una ternura indecible.

Durante un largo momento, me limité a tenerla abrazada. Se echó atrás y me dirigió una mirada diferente de como había sido hasta entonces. También ella parecía perdida en el hilo de su memoria. Entonces comprendí que estaba comparando sus recuerdos con lo que veía de mí ahora, los cambios en mi expresión y mi actitud.

Entonces entró su hijo de cabello ensortijado, lleno de curiosidad -era la viva imagen de mi tío Cleofás, su abuelo-, a pesar de ser un niño de tan sólo seis años. -¡El pequeño Tobías!

Lo besé. Le había visto un momento en la última peregrinación a Jerusalén, y parecía haber pasado una eternidad desde entonces.

– Tío -me dijo-, ¡todo el mundo habla de ti!

Había una chispa de diversión en sus ojos, tan parecidos a los de su abuelo.

– Calla ahora -dijo mi querida hermana-. ¡Yeshua, mírate! Estás en los huesos. Tu cara resplandece, pero debe de ser por la fiebre. Ven a nuestra casa y deja que te cuide, luego podrás marcharte. -¿Como, y faltar al tercer día de la boda de Abigail? -Reí-¿Crees que voy a dejar de ir? Seguro que lo sabes todo…

– Sé que nunca te había visto como ahora -dijo-. Si no es fiebre, ¿qué es, hermano? Vamos, quédate conmigo.

– Tengo hambre, Salomé, pero he de hacer un recado. Y me llevo conmigo a estos hombres, los que están aquí a mi lado… -Dudé un instante-. Sin embargo, puedo pasar una noche aquí antes de que vayamos a la boda, y he de encontrar al recaudador de impuestos. Cenaré con él esta noche, bajo su techo. Eso no puede aplazarlo. -¡El recaudador de impuestos! -Juan el de Zebedeo se alborotó de inmediato-. No te estarás refiriendo a Mateo, el recaudador de la aduana de esta ciudad. Rabbí, si hay un ladrón en el mundo, es él. No puedes cenar en su casa. -¿Sigue siendo un ladrón? -pregunté-. ¿No confesó sus pecados y se bañó en el río?

– Está en su oficina, recaudando como siempre lo ha hecho -dijo Simón-.

Señor, cena conmigo bajo mi techo, o cena con tu hermana. Cenaremos contigo donde tú digas, acamparemos en la orilla del mar, cenaremos en mi barca. Pero no con Mateo, el recaudador de impuestos. Todo el mundo lo verá y lo comentará.

– No le debes nada, Yeshua -dijo Salomé-. Lo haces porque nuestro querido José murió en su tienda. Pero no tienes por qué hacerlo. No hay necesidad.

– Yo sí lo necesito -repuse con suavidad. Y volví a besarla en la mejilla.

Ella apoyó la cabeza en mi pecho.

– Yeshua, hemos recibido muchas cartas de Nazaret. También nos llegan noticias de Jerusalén. Te esperan con expectación, y razón no les falta.

– Escúchame -la interrumpí-. Ve ahora y pregunta a tu suegro si os da permiso para acompañarnos a Nazaret a celebrar la boda de Rubén y Abigail. A ti y a este pequeño, Tobías, que no ha visto la casa de sus abuelos, nuestra casa. Te digo que tu suegro dirá que sí. Haz el equipaje con tus vestidos de fiesta; iremos a buscarte al amanecer.

Quiso discutir y empezó a excusarse con lo de siempre: que su suegro la necesitaba y nunca le daría permiso* pero las palabras murieron en sus labios.

Rebosaba de excitación, y después de darme un último beso tomó del brazo al pequeño Tobías y ambos se marcharon deprisa.

Los demás me siguieron.

Al cruzar la puerta de la casa, encontramos a un joven que me miraba con ansiedad. Era vigoroso y venía de trabajar cubierto de polvo, pero tenía manchas de tinta en los dedos.

– Todos hablan de ti -dijo-, ribera arriba y ribera abajo. Dicen que Juan el Bautista te señaló.

– Llevas un nombre griego, Felipe -dije-. Me gusta tu nombre. Me gusta todo lo que veo en ti. Ven y sígueme.

Dio un brusco respingo. Alargó su mano hacia la mía, pero esperó a que yo se la acercara para tomarla.

– Déjame llamar al amigo que me acompaña en la ciudad.

Me detuve un momento. Vi a su amigo con los ojos de mi mente. Supe que se trataba de Nathanael de Cana, el estudiante de Hananel que había visto en casa de éste cuando fui a hablar con él. En un patio cercano, detrás de las paredes encaladas, aquel joven estaba empaquetando sus pergaminos y su ropa para el viaje de regreso a Cana. Todo este tiempo había estado trabajando en el mar, y de vez en cuando se acercaba a ver de lejos al Bautista.

Su mente estaba llena de preocupaciones; pensaba que aquel viaje a casa era inoportuno, pero no podía faltar a la boda. Se sorprendió al ver llegar a Felipe corriendo mientras él luchaba con su equipaje y sus pensamientos.

Yo seguí camino abajo, maravillado de la cantidad de personas que nos seguían, de los niños que salían corriendo a vernos, de los adultos que procuraban sujetarlos al mismo tiempo que se hablaban en susurros y señalaban. Oí mi nombre. Una y otra vez, pronunciaban mi nombre.

Nathanael de Cana nos alcanzó justo cuando llegábamos delante de la oficina de la aduana, en el bullicioso lugar donde se reunían los viajeros para la inspección de las mercancías que transportaban.

Nos rodeaba una gran multitud de mirones. La gente se abría paso para verme y decir: «Sí, es el hombre que vieron en el río», o «Sí, es el hombre que expulsó los demonios de María Magdalena». Otros decían: «No, no lo es.»

Algunos comentaban que estaban a punto de arrestar al Bautista por las muchedumbres que convocaba, y otros insistían en que era debido a que el Bautista había irritado al rey.

Me detuve e incliné la cabeza. Podía oír cada palabra que se pronunciaba, todas las palabras proferidas y las que estaban a punto de brotar de los labios entreabiertos. Dejé que se hiciera el silencio y escuché sólo la suave brisa que se alzaba del lejano mar centelleante.

Me llegaron sólo los sonidos cercanos: Simón Pedro contaba que yo había curado a su suegra con una simple imposición de las manos.

Volví el rostro a la brisa húmeda. Era deliciosa, ligera, cargada del aroma etéreo del agua. Mi cuerpo mortificado absorbía el agua del mismo aire. Cuan hambriento estaba.

Lejos detrás de nosotros, supe que Felipe y Nathanael discutían, y una vez más escuché lo que no alcanzaban a oír quienes me rodeaban. Nathanael no quería venir y se negaba a que lo arrastraran contra su voluntad. -¿De Nazaret? -decía-. ¿El Mesías? ¿Y pretendes que me lo crea? Felipe, yo vivo a un tiro de piedra de Nazaret. ¿A mí me vas a decir que el Mesías es de Nazaret? ¡Nada bueno puede salir de Nazaret! Me estás contando cosas imposibles.

Mi primo Juan había vuelto para reunirse con ellos»

– No, de verdad que lo es -declaró mi joven primo. Se mostraba tan ferviente, tan lleno de respeto como si aún estuviera bañándose en el milagroso río, bañándose en el Espíritu que había descendido sobre las aguas justo cuando los cielos se abrieron-. Es él, te digo. Yo vi cuándo fue bautizado. Y el Bautista, el Bautista mismo, dijo estas palabras…

Dejé de escuchar. Dejé que el viento engullera su discusión. Miré el lejano horizonte luminoso en que las pálidas colinas se fundían con el azul del cielo, por el que cruzaban las nubes como si fueran las velas de un navío.

Nathanael apareció frente a mí, receloso, y me miró de reojo cuando lo saludé, como si se hubiera encontrado conmigo por casualidad. -¿Así que nada bueno puede salir de Nazaret? -le pregunté.

Enrojeció. Yo me eché a reír.

– Aquí hay un israelita que no se parece en nada a Jacob -añadí. Me refería a que no había engaño en él. Dijo lo que pensaba, sin segundas intenciones.

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