A lo largo del camino, la luz de las lámparas, velas y antorchas giraba en torbellinos y centelleaba a través de las celosías y las aberturas de los techos.
Pude oír los cánticos acompañados por la vibración de las arpas y el sonido grave de los laúdes. El crepitar de las antorchas se mezclaba con la música.
De pronto sonaron los cuernos.
El cortejo del novio había llegado a Nazaret. Él y sus acompañantes subían la colina entre alegres saludos y batir de palmas.
Más antorchas iluminaron de súbito el perímetro del patio.
Por las puertas centrales de la casa entraron las mujeres con sus ropajes de lana blanqueada adornados con cintas de colores brillantes, y los cabellos recogidos en velos de fina gasa blanca.
De pronto el gran pabellón de lino blanco festoneado con cintas fue desplegado y levantado. Mis hermanos Josías, Judas y Simón, y mi primo Silas, sujetaban los postes.
La calle delante del patio se llenó de ruidosas felicitaciones.
A la luz de las antorchas apareció Rubén, con una guirnalda en la cabeza, hermosos vestidos y la cara iluminada por tal felicidad que las lágrimas asomaron a mis ojos. Y a su lado, el leal amigo del novio, Jasón, que ahora procedía a presentarlo con voz sonora: -¡Rubén bar Daniel bar Hananel de Cana está aquí! -proclamó-. Viene a buscar a la novia.
Santiago se adelantó, y por primera vez vi a su lado la pesada silueta de un Shemayah solemne, con la guirnalda ligeramente torcida sobre la cabeza y un vestido de boda que le quedaba algo corto debido a la anchura de sus hombros y al grosor de sus brazos. ¡Pero estaba aquí! Estaba aquí… y empujó a Santiago al frente para que fuera él quien recibiera al excitado y explosivamente feliz Rubén, que entraba en el patio con los brazos abiertos.
Ana la Muda corrió al umbral de la casa.
Santiago recibió el abrazo de Rubén. -¡Felicidades, hermano! -dijo Santiago en voz muy alta para que lo oyeran todos los que estaban detrás de él, y en respuesta sonaron palmadas-.
Nuestros más felices deseos para ti, que entras en la casa de tus hermanos a llevarte a tu pariente como novia.
Santiago se apartó a un lado. Las antorchas avanzaron hacia la puerta de la casa al tiempo que Ana la Muda indicaba por gestos a Abigail que se acercara.
Y entonces apareció ella.
Vestida con velos superpuestos de gasa egipcia, quedó expuesta a la luz de las antorchas; los velos estaban tejidos con hilo de oro, los brazos adornados con pulseras de oro, y en los dedos relucían anillos de muchos colores. Y a través de la neblina espesa y vaporosa de los blancos velos, pude ver el brillo inconfundible de sus ojos oscuros. La masa de sus cabellos se derramaba sobre su pecho bajo los velos, e incluso sus pies calzados con sandalias iban adornados con grandes joyas centelleantes.
Santiago alzó la voz:
– Esta es Abigail, hija de Shemayah, tu pariente y tu hermana, y la tomas ahora con la bendición de su padre y sus hermanos y hermanas, para que sea tu esposa en la casa de tu padre, y para que sea en adelante una hermana para ti, y así puedan vuestros hijos ser asimismo hermanos y hermanas vuestros conforme a la Ley de Moisés, como está escrito que debe ser.
Se soplaron los cuernos, se pulsaron las arpas y los tamboriles batieron más y más deprisa. Las mujeres levantaron en el aire los tamboriles para unirse al ritmo trepidante de los de la calle.
Rubén se adelantó y lo mismo hizo Abigail, hasta que los dos quedaron frente a frente bajo el pabellón, y por las mejillas de Rubén empezaron a correr lágrimas silenciosas cuando tocó los velos de su novia.
Santiago colocó su mano entre los dos.
Rubén empezó a hablar al rostro que ahora podía ver con claridad frente a él, detrás de la profusión de velos. -¡Ah, mi amada! -dijo-. ¡Estabas destinada para mí desde el principio del mundo!
Santiago instó a Shemayah a que se adelantara hasta situarse junto al hombro del joven novio. Shemayah miraba a Santiago como si fuera un hombre acorralado que habría huido de poder hacerlo, pero entonces Santiago le susurró algo y Shemayah habló:
– Mi hija te es entregada desde este día y para siempre. -Y miró inquieto a Santiago, que le hizo una seña afirmativa. Entonces Shemayah continuó-: Que el Señor en las Alturas os guíe a ambos y bendiga esta noche y os otorgue felicidad y paz.
Antes de que los gritos de júbilo pudieran silenciarlo, Santiago añadió con voz firme y clara:
– Toma a Abigail como esposa de acuerdo con la Ley y las disposiciones escritas en el Libro de Moisés. Tómala ahora y condúcela a salvo a tu casa y a la casa de tu padre. Y que el Señor y la Corte celestial os bendigan en vuestro viaje a casa y a través de esta vida.
Entonces se produjo un aluvión de aplausos y vítores.
Las mujeres cerraron filas alrededor de Abigail. Jasón se llevó a Rubén fuera del patio y todos los hombres les siguieron, a excepción de mis tíos y hermanos. El pabellón fue plegado sólo lo necesario para poder atravesar la puerta de la entrada, y la novia, flanqueada por todas las mujeres de la casa, incluidas María la Menor, Salomé la Menor y Ana la Muda, avanzó sin salir del cobijo del pabellón. Una vez en la calle, el pabellón fue desplegado de nuevo en toda su anchura.
El zumbido de los cuernos se elevó sobre la vibración más rápida y aguda de las arpas. Las flautas dulces y los pífanos atacaron una melodía suave, incitante.
Toda la procesión bajó la calle, pasando delante de los portales iluminados y los rostros radiantes y las manos que aplaudían. Los niños corrían delante, algunos enarbolando lámparas sujetas a unos palos. Otros llevaban velas, y protegían las llamas de la brisa con sus pequeñas manos.
Las mujeres alzaron otra vez sus tamboriles. De los patios y umbrales de las casas salieron más personas con arpas, cuernos y tambores. Aquí y allá sonaban las notas metálicas del sistro o de unos cascabeles que se agitaban.
Se oyeron voces que entonaban una canción.
Cuando la multitud llegó al camino de Cana, todos pudimos admirar el increíble espectáculo de las antorchas a uno y otro lado, señalando el camino hasta donde alcanzaba la vista. Otras antorchas venían hacia nosotros desde las laderas lejanas y cruzando los campos oscuros.
El pabellón avanzaba ahora desplegado en toda su anchura. Se lanzaban al aire pétalos de flores. La música sonó más fuerte y más rápida, y mientras la novia caminaba en medio de su falange de mujeres, con los hombres colocados a los lados, delante y detrás de ellas, comenzaron las danzas.
Rubén y Jasón bailaban a izquierda y derecha, sujetos el uno al otro por los brazos, moviendo un pie hacia un lado por encima del otro, luego de nuevo atrás, balanceándose, gesticulando, cantando al ritmo de la música, con el brazo libre alzado sobre la cabeza.
Se formaron largas hileras a ambos lados de la procesión. Me metí en una de ellas y bailé con mis tíos y hermanos. El pequeño Shabi, Yaqim, Isaac y los demás jóvenes daban saltos y volteretas en el aire, acompañados de alegres palmadas.
Y a cada paso y cada giro el camino brillaba con una luz rica e invitadora.
Más y más antorchas se aproximaban. Más y más aldeanos se unían a nuestra procesión.
Y así continuó hasta que entramos en las enormes habitaciones de la casa de Hananel.
El se levantó de su canapé en el amplio comedor para recibir a la novia de su nieto con los brazos abiertos. Dio sendos apretones de manos a Santiago y Shemayah. -¡Entra, hija mía! -dijo Hananel-. Entra en mi casa y casa de tu esposo.
Bendito el Señor, que te ha traído a este lugar, hija mía, bendita la memoria de tu madre, bendito sea tu padre, bendito mi nieto Rubén. ¡Entra ahora en tu casa! ¡Sé bienvenida, colmada de bendiciones y felicidad!
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