Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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Había hablado con el corazón. Reí de nuevo, alegre.

Cruzamos entre la aglomeración de personas que ocupaban el camino. -¿Cómo es que me conoces? -preguntó Nathanael.

– Oh, bueno, podría decir que te conozco de la casa de Hananel, y que la última vez que me viste yo era el carpintero.

Aquello le dejó asombrado. No podía creer que yo fuera el mismo. Apenas podía recordar a aquel hombre, excepto por el hecho de que después de su visita tuvo que escribir muchas cartas para Hananel. Poco a poco empezó a conectar a aquellas dos personas, el carpintero flaco y vulgar que apareció un día y la persona a la que estaba mirando a los ojos, a mis ojos.

– Pero deja que te diga mejor aún de qué te conozco -dije-. Te he visto hace muy poco debajo de la higuera, solo y perplejo, murmurar para ti mismo al empaquetar en desorden tus libros y tu ropa para el viaje de mañana, molesto por tener que volver a casa para la boda de Rubén y Abigail cuando sabes de cierto que está a punto de ocurrirte algo mejor, algo de mayor importancia, aquí a orillas del mar.

Quedó asombrado. Por un momento se asustó. Juan, Andrés, Santiago y Felipe formaron un círculo a su alrededor. Pedro se mantuvo aparte. Todos lo miraban, incómodos. Sólo yo reí de nuevo, entre dientes. -¿No te parece que te conozco? -pregunté.

– Rabbí, tú eres el Hijo de Dios -murmuró Nathanael-. Eres el Rey de Israel. -¿Porque te he visto con los ojos de la mente, debajo del árbol, mientras hacías el equipaje que vas a llevar a la boda? -Pensé para armonizar mi pensamiento y mis palabras, y dije-: Amén, amén. Tú verás también el cielo abierto, como lo vio Juan. Sólo que tú no verás una paloma cuando se abra, sino a los ángeles del Señor de las Alturas que acudirán a recibir al Hijo del Hombre.

Me toqué el pecho con la mano.

Él estaba sobrecogido, y también los demás, aunque todos se sentían atrapados por una especie de fascinación colectiva, un asombro creciente.

Entramos en la oficina de la aduana.

Allí estaba sentado el rico recaudador al que había visto en el río, el hombre que tan bien me habían descrito como el que llevó en brazos a mi querido José hasta la orilla, el que se encargó de llevar hasta Nazaret el cuerpo de José para su entierro.

Me acerqué a él. Los que esperaban para despachar sus asuntos con él retrocedieron. Pronto la multitud resultó excesiva para aquel lugar, y el rumor de las conversaciones demasiado alto para una charla circunstancial. Viajeros a caballo, burros cargados de género, carros con canastos y más canastos de pescado… todos esperaban y la gente empezaba a impacientarse por tener que esperar.

Mis nuevos discípulos se apiñaron a mi alrededor.

El recaudador de impuestos escribía en su libro, con los dientes apretados, los labios fruncidos a cada nuevo trazo de la pluma. Finalmente, arrancado a disgusto de sus cálculos por el roce de un codo que no se apartaba, levantó la mirada y me vio.

– Mateo -dije y le sonreí-. ¿Has escrito con tus manos finas las cosas que José, mi padre, te contó? -¡Rabbí! -susurró. Se puso en pie. No pudo encontrar en su mente palabras adecuadas para la transformación que veía en mí, para toda la gama de pequeñas diferencias que ahora percibía. La ropa de hilo fino era lo de menos. Para él los vestidos hermosos eran algo habitual.

No se dio cuenta de las demás personas que se agolpaban delante de él. No se dio cuenta de que Juan y Santiago hijos de Zebedeo le miraban ceñudos como si quisieran lapidarlo, ni de que Nathanael lo observaba con frialdad.

Sólo tenía ojos para mí.

– Rabbí -repitió-. Si me das permiso, las escribiré, sí, todas las historias que me contó tu padre y más todavía, más incluso que lo que yo mismo presencié cuando bajaste al río.

– Ven y sígueme -dije-. He estado en el desierto durante muchos, muchos días. Cenaré contigo esta noche, y también mis amigos. Ven, prepara un festín para nosotros. Acógenos en tu casa.

Se marchó de las oficinas de la aduana sin mirar atrás. Me tomó del brazo y me condujo hasta el centro de aquella pequeña ciudad situada en la orilla del mar.

Los demás no le dirigían insultos, al estar él presente. Pero sin duda pudo escuchar algunas frases lanzadas por quienes estaban detrás de nosotros y por quienes, más alejados, nos seguían a todas partes como un pequeño rebaño.

Sin soltar mi brazo, envió a un chico a avisar a sus criados que lo prepararan todo para recibirnos.

– Pero ¿y la boda, Rabbí? -preguntó Nathanael, inquieto-. Tenemos que irnos, o no llegaremos a tiempo.

– Tenemos tiempo, por esta noche -dije-. No te preocupes. Nada me impedirá asistir a esa boda. Y tengo muchas cosas que contaros sobre lo que me ocurrió cuando estuve en el desierto. Sabéis muy bien, o lo sabréis muy pronto, lo que ocurrió cuando fui bautizado en el Jordán por mi primo Juan.

Pero tengo que contaros la historia de mis días en el desierto.

25

Un atardecer violeta descendía sobre las colinas cuando llegamos a Nazaret.

Tuvimos que dar un rodeo para no ser vistos, porque ya andaban rondando las antorchas, y por todas partes se oían voces animadas. Se esperaba al cortejo del novio en menos de una hora. Los niños jugaban en las calles.

Algunas mujeres ataviadas con sus mejores vestidos blancos esperaban ya con las lámparas. Otras aún recogían flores y trenzaban guirnaldas. Llegaba gente de los bosques próximos con brazadas de ramos de mirto y palma.

Encontramos la casa sumida en la confusión, por la excitación de los preparativos.

Mi madre dio un grito cuando puso sus ojos en mí, y corrió a abrazarme.

– Mira a quién te he traído -le dije, y señalé con un gesto a Salomé la Menor, que de inmediato se precipitó hecha un mar de lágrimas en brazos de su madre.

El pequeño Tobías, los sobrinos y los primos vinieron a reunirse a nuestro alrededor, los más pequeños para tocar mis nuevas ropas y todos para dar la bienvenida a quienes yo iba presentando apresuradamente.

Mis hermanos me saludaron, y todos me miraban con cierta incomodidad, sobre todo Santiago.

Todos conocían a Mateo como el hombre que había estado con ellos en el duelo por José. Nadie cuestionó su presencia, y menos que nadie mis tíos Alfeo y Cleofás, ni mis tías. Y los suntuosos vestidos que le eran habituales no provocaron miradas de recelo.

Pero no hubo más tiempo para charlar.

Llegaba el cortejo del novio.

Había que cepillar el polvo de nuestros vestidos, frotar las sandalias, lavar manos y caras, peinar y perfumar los cabellos, sacar de sus envolturas los vestidos de fiesta, el pequeño Tobías tenía que ser limpiado cuidadosamente como si fuera una col y luego vestido adecuadamente, y así nos sumimos todos en los preparativos.

Shabi entró corriendo a anunciar que nunca había visto tantas antorchas en Nazaret. Todo el pueblo estaba en la calle. Habían empezado las palmadas y las canciones.

Y a través de las paredes se oía el batir de los tamboriles y el sonido agudo de los cuernos.

Mi amada Abigail no había aparecido aún.

Finalmente salimos al patio y todos los varones nos colocamos en fila. Los pequeños sacaron de los cestos las guirnaldas exquisitamente trenzadas con hiedra y flores de pétalos blancos, y fueron colocando una guirnalda sobre cada cabeza inclinada. Yaqim estaba con nosotros. Ana la Muda resplandecía vestida de blanco, con el cabello trenzado bajo su velo de doncella y los ojos brillantes, mientras sonreía.

Pude verle la cara cuando se volvió a mirar hacia otro lado. Oí la música como la oía ella, la percusión insistente. Vi las antorchas como las veía ella, llameantes sin el menor ruido.

El crepúsculo se extinguió.

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