Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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– Nosotros vamos contigo, maestro -susurró Pedro.

– Contigo, Rabbí -dijo Juan.

– Yeshua, te lo ruego -dijo Santiago en voz baja-. El Señor nos dio su Ley en el Sinaí. ¿Qué estás diciendo, que pretendes ir a vagabundear por pueblos y ciudades? ¿A curar a los enfermos amontonados al borde de los caminos? ¿A obrar maravillas como ésta en una aldea tan diminuta como Cana?

– Santiago, te quiero -dije-. Cree en mí. Los cielos y la tierra fueron creados para ti, Santiago. Llegarás a entenderlo.

– Tengo miedo por ti, hermano -repuso.

– Yo tengo miedo por mí mismo -dije, y le sonreí.

– Estamos contigo, Rabbí -afirmó Nathanael.

Andrés y Santiago hijo de Zebedeo dijeron lo mismo. Mi tío asintió y dejó que los otros se interpusieran entre nosotros, con su clamoreo y sus brazos tendidos.

Mi madre se había acercado en algún momento mientras estábamos allí, y se mantenía apartada, escuchando quizás, o sencillamente observando. No lo supe. Salomé la Menor, mi hermana, estaba también allí, y llevaba de la mano al pequeño Tobías.

Detrás de ellos, y hacia la izquierda, en el extremo del huerto más alejado de nosotros, en medio de un bosquecillo de árboles iluminados por la luz de la mañana, una pequeña figura vuelta de espaldas se movía cadenciosamente a uno y otro lado, inclinando la cabeza cubierta por un velo.

Frágil y solitaria, la bailarina parecía saludar al sol naciente.

Salomé la Menor se adelantó.

– Yeshua, ahora tenemos que volver a Cafarnaum -le dijo-. Ven allí con nosotros.

– Sí, Rabbí, volvamos a Cafarnaum -dijo Pedro.

– Iremos contigo allá donde vayas -declaró Juan.

Pensé unos instantes y luego asentí.

– Preparaos para el viaje -dije-. Y a quienes no venís, tendremos que deciros adiós, de momento.

Santiago estaba apenado. Sacudió la cabeza, y volvió la espalda. Mis hermanos lo rodearon, perplejos y desolados.

– Yeshua -dijo Jasón-, ¿quieres que vaya yo contigo? -Su rostro estaba lleno de una urgencia inocente. -¿Puedes abandonarlo todo y seguirme, Jasón? -le pregunté.

Se quedó mirándome, sin expresión. Luego frunció el entrecejo y bajó los ojos. Se sentía dolido y desgarrado.

Miré de nuevo hacia la pequeña figura del extremo del huerto.

Hice un gesto de que me esperaran allí y crucé el huerto en dirección a la bailarina, que seguía con la cara vuelta a la luz que llegaba de lo alto de la tapia.

Recorrí toda la longitud de la casa, pasando delante de las habitaciones de las mujeres, protegidas con cortinas. Pisé los pétalos caídos sobre los que antes habían bailado los invitados.

Me coloqué detrás de la pequeña figura, que se movía al ritmo de la percusión de unos tambores distantes. -¡Ana! -llamé.

Se sobresaltó y se dio la vuelta. Me miró y luego sus ojos se movieron en todas direcciones, hacia los pájaros posados en las ramas de los árboles, sobre su cabeza, y las palomas que zureaban sobre el tejado. Miró la casa, llena aún de luces, movimiento y ruido, un insistente y hermoso sonido rítmico.

– Ana -repetí, y le sonreí. Me llevé la mano al pecho-. Yeshua -dije. Abrí mi mano y la apreté contra mi pecho-. Yeshua.

Posé con suavidad mi mano en su garganta.

Ella se esforzó, con los ojos muy abiertos, y por fin susurró: -¡Yeshua! -Estaba pálida por la emoción-, ¡Yeshua! -gritó con voz ronca. Y luego, en voz alta-: ¡Yeshua! -Y lo repetía.

– Escúchame -dije, y puse la mano en su oído y luego sobre mi corazón, los viejos gestos-. Escucha Israel -dije-, el Señor es nuestro único Dios.

Empezó a pronunciar las palabras. Yo las repetí, esta vez con los gestos que nos había visto hacer para ella cuando rezábamos todos los días. Repetí una vez más, y a la tercera vez ella recitó las palabras conmigo.

– Escucha Israel. El Señor es nuestro único Dios.

La abracé, y luego me volví para reunirme con los demás.

Y salimos al camino.

Anne Rice

Camino A Caná - фото 2
***
Camino A Caná - фото 3
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