«¿Crees que podrás quitármela? ¿Crees que después de siete años podrás hacer lo que no ha conseguido ningún sacerdote del Templo? Loco. Te escupirán por tus pretensiones, igual que te ha escupido ella.»
En un repentino espasmo de rabia, ella se incorporó, y rompió las correas que le sujetaban los brazos. Los hermanos y las mujeres se echaron atrás.
Era toda huesos y músculos, dominada por una furia fría.
Irguiéndose tanto como pudo, rompió de un tirón la atadura que le sujetaba el cuello y me dijo en tono silbante:
– Hijo de David, ¿qué tienes que ver tú con nosotros? Apártate de nosotros, déjanos.
Los hermanos estaban atónitos. Las mujeres corrieron a abrazarse.
– Nunca, mi señor, había hablado en todos estos años. Mi señor, el Maligno nos va a matar.
Las correas que rodeaban su pecho se rompieron. La litera, con todo su enorme peso, empezó a bambolearse y de pronto, con una violenta sacudida, la mujer se liberó de las correas que aún amarraban sus piernas. Se incorporó agachada y saltó, golpeó con la cabeza el techo de la litera y fue a aterrizar al aire libre, sobre la arena, donde se alzó de puntillas con la agilidad de una bailarina.
Gritó exultante y giró sobre sí misma; sus hermanos y las mujeres se apartaron, aterrorizados.
El hermano mayor, el que se había acercado a darme agua, reaccionó y corrió á sujetarla. Pero el más joven le dijo:
– Micha, deja que le hable él.
Ella se movió hacia un lado, riendo y gruñendo como un animal, y luego tropezó, sus piernas flaquearon y al intentar agarrarse a mí mostró sus brazos, cubiertos de llagas y moretones. Por un momento su rostro fue el de una mujer, y luego volvió a convertirse en el de un animal. -¡Yeshua de Nazaret! -aulló-. ¿Pretendes destruirnos? -Se agachó y me amenazó con los puños.
– No me habléis, espíritus impuros -respondí, y me incliné hacia ella-. Yo os expulso, en el nombre del Señor de los Cielos os digo que salgáis del cuerpo de mi sierva María. Salid y marchaos lejos de este lugar. Dejadla.
Se levantó arqueando la espalda, pero otra sacudida la empujó adelante, como si estuviera atada a una cadena invisible.
De nuevo hablé: -¡En el nombre del Cielo, salid de esta mujer!
Cayó de rodillas, jadeante y con la boca llena de babas. Se sujetó la cintura como para evitar partirse en dos. Todo su cuerpo temblaba, y cuando agitó el puño delante de mí fue como si otra persona moviera su mano y ella tratara de resistirse con todas sus fuerzas a su propio gesto.
– Hijo de Dios -balbuceó-, yo te maldigo. -¡Salid de ella os digo, todos vosotros! ¡Yo os expulso!
Se retorció con desesperación, lanzando gritos guturales. «¡Hijo de Dios, Hijo de Dios!», repetía una y otra vez. Su cuerpo cayó hacia delante y su frente golpeó la arena. El cabello resbaló a un lado dejando su nuca al descubierto.
Los sonidos que salían de su interior se debilitaron, se hicieron angustiosos, implorantes. -¡Fuera de ella todos vosotros, uno a uno, del primero al séptimo! -exclamé. Me acerqué un poco más, de pie ante ella. Sus cabellos cubrieron mis pies, a los que ella se aferró, como si estuviera ciega y buscara un apoyo. -¡Por el poder del Altísimo, os ordeno que me obedezcáis! ¡Dejad a esta hija de Dios tal como era antes de que entrarais en ella!
Miró hacia arriba. Extendió otra vez las manos, pero esta vez como si ella misma las moviera, y se apoyó en ellas para erguirse de pronto con la cabeza hacia atrás, como si alguien le tirara del pelo. -¡Fuera os digo, del primero al séptimo! ¡Yo os expulso ahora!
Un nuevo chillido hizo vibrar el aire.
Y luego la mujer se quedó inmóvil.
Un estremecimiento la recorrió, largo, natural, doloroso. Y muy despacio se derrumbó y quedó tendida de espaldas en la arena, la cabeza vuelta a un lado, los ojos semicerrados.
Silencio.
Las mujeres empezaron a llorar con desesperación, y luego prorrumpieron en rezos frenéticos. Si estaba muerta, era la voluntad de Dios. La voluntad de Dios. La voluntad de Dios. Luego se acercaron, temerosas.
Cuando Ravid y Micha estuvieron junto a mí, levanté la mano y dije en voz baja:
– María.
Silencio; el murmullo del viento, el susurro de las hojas de las palmeras, el suave roce de las cortinas de seda de la litera.
– María -repetí-. Vuélvete hacia mí. Mírame.
Muy despacio, hizo lo que le pedía.
– Oh, Dios misericordioso -dijo Ravid en voz baja-. Dios querido y misericordioso, es nuestra hermana.
Estaba tendida como quien despierta de un sueño, un poco aturdida y absorta, y su mirada pasaba de uno a otro de quienes la rodeábamos.
Me arrodillé y le tendí mis brazos, y ella los tomó. La ayudé a incorporarse a mi lado. No profirió ningún sonido, pero se abrazó a mí cuando le besé la frente.
– Señor -dijo-. Mi Señor.
El ronco llanto de Ravid fue el único sonido que rompió el silencio que nos rodeaba. Dormitaba.
Les vi y sentí sus manos, pero no opuse resistencia.
Los esclavos me lavaron con grandes cubos de agua. Noté que me quitaban las ropas viejas. Sentí cómo el agua limpiaba mis cabellos y corría por mi espalda y mis hombros.
De vez en cuando mis ojos se movían. Vi la tela dorada de la tienda flamear al viento. El baño prosiguió.
– Un poco de sopa, mi señor -dijo la mujer que estaba a mi lado-. Sólo un poco, porque vienes de un largo ayuno.
Bebí.
– Nada más. Duerme. Y eso hice, bajo la tienda.
Llegó el frío del desierto, pero no me faltó el abrigo de ropas y mantas.
Sopa de nuevo, «tómala y luego duerme». Sopa, sólo un sorbo. Y luego el runrún suave de sus voces Llegó la mañana.
La observé con un solo ojo desde mi almohada de seda. La vi alzarse y empujar la oscuridad más y más arriba hasta que la oscuridad desapareció y todo el mundo fue luz, y la sombra de la tienda se hizo fresca y acogedora.
Ravid estaba delante de mí.
– Mi señor, mi hermana ha pedido entrar a visitarte. Te pedimos que vengas a casa con nosotros, que nos permitas cuidarte hasta que te encuentres bien, que te instales con nosotros bajo nuestro techo, en Magdala.
Me senté. Estaba vestido con ropajes de lino, túnicas orladas con bordados de hojas y flores. Llevaba un manto blanco de tacto muy suave, con una orla gruesa.
Sonreí.
– Mi señor, ¿qué podemos hacer por ti? Nos has devuelto a nuestra querida hermana.
Tendí mis brazos a Ravid. El se arrodilló y me sostuvo.
– Mi señor -dijo-. Ella ya se acuerda. Sabe que sus hijos han muerto, que su marido ha muerto también. Ha llorado por ellos y llorará más veces, pero es nuestra hermana.
Repitió su invitación. Apareció Micha, que también insistió.
– Estás débil, señor, estás débil por más que los demonios te obedezcan -dijo el hermano mayor-. Necesitas carne, bebida y descanso. Tú has hecho ese milagro. Deja que te agasajemos.
Micha se puso de rodillas. Llevaba en las manos un par de sandalias nuevas, provistas de hebillas brillantes, e hizo lo que estoy seguro nunca había hecho antes por otro hombre: me puso las sandalias y las abrochó a mis pies.
Las mujeres se mantenían aparte, María en medio de ellas.
Se adelantó paso a paso, como si temiera que yo le prohibiera acercarse. Se detuvo a poca distancia de mí. Tenía el sol naciente a su espalda. Se había bañado y vestía ropas nuevas de lino, con el cabello bien peinado bajo el velo que ocultaba los arañazos y moretones aún visibles en su rostro.
– Y el Señor me ha bendecido, me ha perdonado y me ha arrancado de los poderes de las tinieblas -dijo. -Amén -respondí. -¿Qué puedo hacer para recompensarte?
– Ve al Templo. Era el destino de vuestro viaje. Volverás a verme. Cuando necesite tu ayuda, lo sabrás. Pero ahora debo seguir mi camino. Tengo que regresar al río.
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