Anne Rice - Camino A Caná
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– Lo entiendo -dije-. Pero no ocurrirá.
– Pero si no me entiendes. ¡Quiero hacerte ver con toda claridad que sí es posible! Puedes hacer que todos vengan de las ciudades a las que han emigrado; puedes traer a los que viven lejos de Tierra Santa, como un gran torbellino que barrerá las costas de todos los mares.
– Te entiendo. Te he entendido desde el primer momento. Pero no ocurrirá. -¿Pero por qué no? ¿Vas a decepcionarlos? ¿Vas a mascullar oraciones y pronunciar sermones como tu primo, metido en el agua del río hasta las rodillas, haciendo mucho aspaviento sin sentido, y luego abandonarlos y hacer que te odien porque les has roto el corazón? No contesté.
– Te estoy ofreciendo una victoria que tu pueblo no vive desde hace centenares de años -dijo con voz sugerente-. Si no aprovechas la ocasión, tu pueblo está acabado. El mundo se lo tragará, Yeshua bar Yosef, del mismo modo que ese viejo de Cana, el bobo de Hananel, dijo que el mundo te había tragado a ti. No contesté.
– Hace mucho que se acabó todo para tu pueblo -prosiguió en voz baja, como extraviado en sus propios pensamientos-. Se acabó cuando Alejandro desfiló por estas tierras y trajo con él la lengua griega y el estilo de vida griego. Tu pueblo se vio aplastado cuando los romanos lo invadieron y entraron en el mismísimo Templo, y probaron con sus puños brutales que allí dentro no había nada, ¡absolutamente nada! Si renuncias a darles esta última oportunidad de agruparse detrás de un caudillo poderoso, tu pueblo no morirá de hambre y sed, ni por la espada o por la lanza. Sencillamente se desvanecerá. Lo está haciendo ya y seguirá haciéndolo, olvidará su lengua sagrada, se mezclará a través de esposas y jóvenes ambiciosos con romanos y griegos y egipcios, hasta que nadie recuerde ya la lengua de los ángeles, hasta que nadie lleve ya un nombre judío. ¿Cuánto tardará? ¿Cien años? Sin una victoria, ni siquiera tanto tiempo. Todo habrá acabado. Será como si nunca hubiera existido.
– Ah, maldito espíritu insidioso -dije-, ¿No recuerdas nada de los Cielos?
Sin duda sabes que hay cosas que germinan en el útero del Tiempo y que van más allá de tus sueños, y a veces más allá incluso de los míos. -¿Qué, qué es lo que germina? El mundo se hace más grande a cada año que pasa y vosotros os hacéis más pequeños, vuestro pueblo del Dios único, vuestro pueblo del Dios sin nombre que no tiene otros dioses delante de Él. No los habéis convertido a vuestra forma de pensar, y ellos os comen vivos. Te estoy ofreciendo la única cosa que puede salvarlos, ¿es que no lo ves? Y una vez que el mapa que han trazado los romanos para ti esté bajo tu control, podrás enseñar a todos las Leyes que El os dio en la montaña sagrada. ¡Estoy dispuesto a poner todo eso en tus manos! -¿Tú? ¿Tú quieres ayudarme? ¿Por qué?
– Préstame atención, bobo. Se me acaba la paciencia. Aquí no se hace nada sin mí. Nada. Ni la victoria más sencilla se alcanza si yo no formo parte de ella.
Este es mi mundo, éstas son mis naciones. ¿No vas a caer de rodillas y adorarme?
Su rostro se desdibujó. De sus ojos brotaron lágrimas de nuevo. ¿Era ése mi aspecto cuando me sentía triste? ¿Cuando lloraba?
Tiritó como si el viento de su propia invención le hiciera sentir frío. Y contempló el mundo creado por él con una mirada desesperada, llena de añoranza.
Durante un momento lo olvidé.
Olvidé por completo que estaba allí. Miré aquel panorama y vi algo, algo de lo que antes había tenido un atisbo en el estudio de Hananel de Cana, y que ahora vi con toda claridad. Altares derribados, miles y miles de altares que se derrumbaban como si un poderoso temblor de tierra los resquebrajara, y sobre ellos caían sus ídolos, mármol y bronce y oro hechos añicos, y el polvo se levantaba sobre los fragmentos esparcidos. Y parecía que el estruendo se extendía despertando ecos por todo el mundo que él había desplegado ante mí, por el mapa que había urdido en mi beneficio pero que, tal como yo lo veía, era el mundo. Todos los altares derribados. «Cristo el Señor.» -¿Qué? -preguntó-. ¿Qué has dicho?
Me volví a mirarlo, para apartarme de aquella visión terrible, de aquella inmensa ola de destrucción. Le vi de nuevo, vívidamente, en su atildamiento, con aquella piel no menos fina que sus costosos ropajes.
– Estas no son tus naciones -dije-. Los reinos de este mundo no son tuyos. Nunca lo han sido.
– Por supuesto que lo son -dijo casi en un siseo-. Yo soy el amo de este mundo, y lo he sido siempre. Soy su Príncipe.
– No. Nada de esto te pertenece ni te ha pertenecido nunca.
– Adórame -repuso con amabilidad, casi con regodeo-, y te mostraré todo lo que poseo. Y te otorgaré la victoria que han anunciado los profetas.
– El Señor en las Alturas es el Único al que adoro, a nadie más. Lo sabes, sigues sabiéndolo en cada una de las mentiras que dices. Y tú no gobiernas nada, porque nada tienes. -Señalé-. Mira abajo tú mismo, desde esta perspectiva que tanto te gusta. Piensa en los miles de millares que se levantan por la mañana y se acuestan por la noche sin haber pensado nada malo ni hecho el mal a lo largo del día, aquellos cuyos corazones están volcados en sus esposas, en sus maridos, en sus padres y madres, en sus hijos, en la cosecha y en las lluvias de la primavera, en el vino joven y en la luna nueva.
Piensa en ellos, en todas las tierras y en todas las lenguas, piensa en ellos porque están hambrientos de la Palabra de Dios aunque nadie la haya llevado hasta ellos, piensa en cómo se esfuerzan por conocerla, y cómo se apartan del dolor y la miseria y la injusticia, ¡a pesar de todos tus esfuerzos! -¡Mientes! -me espetó con furia.
– Míralos, emplea esos ojos poderosos capaces de ver todo lo que te rodea.
Emplea tus poderosos oídos y escucha sus risas alegres, sus canciones desprovistas de artificio. Mira a lo largo y ancho y les verás reunidos para celebrar sus sencillas fiestas, desde las profundidades de las selvas hasta las alturas cubiertas de nieve. ¿Qué te hace pensar que tú reinas sobre esa gente?
Vamos, puede que uno peque, y otro vacile, y alguno esté confuso y no consiga amar como querría hacerlo, y puede que algún emisario tuyo consiga agitar las masas durante un mes de disturbios y destrozos.»Pero, ¿príncipe de este mundo? Me reiría de ti si no fueras indecible. Eres el Príncipe de la Mentira. Y la mentira es ésta: que tú y Dios sois iguales y habéis entablado un combate sin tregua. ¡Eso nunca ha sucedido!
La furia casi le había dejado petrificado. -¡Estúpido, miserable profeta de pueblo! -espetó-. Cómo se van a reír de ti en Nazaret.
– Es el Señor quien gobierna -dije-, y siempre lo ha hecho. Tú no eres nada, no tienes nada y no gobiernas nada. Ni siquiera tus propios enviados son tan huecos y tan furibundos como tú.
Tenía la cara enrojecida y se había quedado sin habla.
– Oh, sí que cuentas con enviados tuyos. Les he visto. Y tienes seguidores, esas pobres almas condenadas que tú exprimes en tu puño ansioso. Incluso tienes santuarios dedicados a ti. ¡Pero qué insignificantes son tus feos éxitos en este mundo vasto y vital en que crece el trigo y el sol brilla! ¡Qué baratos tus intentos de agrandar la brecha de cada pequeño desacuerdo, de alzar tu mísero estandarte sobre cada rencor surgido de una discusión, sobre cada tenue red de avaricia y corrupción! ¡Qué patético que tu única auténtica posesión sean tus mentiras! ¡Tus mentiras abominables! Y siempre, siempre procuras llevar a los hombres a la desesperación, convencerles en tu envidia y tu codicia de que tu archienemigo, el Señor, es enemigo de ellos, que Él es inalcanzable, que está situado más allá de sus dolores y necesidades. ¡Mientes! ¡Siempre has mentido! Si reinaras sobre este mundo no ofrecerías a nadie compartir ni una partícula. No podrías. No habría mundo que compartir, porque lo habrías destruido. ¡Tu verdadero nombre es Mentira! Y no eres nada más que eso. -¡Para, te digo que pares! -gritó. Se tapó los oídos con las manos. -¡Soy yo quien va a pararte! -respondí-. ¡Yo quien ha venido a revelar que tu desesperación es un fraude! Estoy aquí para dejar claro de una vez por todas que tú no eres el Rey y nunca lo has sido, que en el gran plan de la existencia no eres más que un salteador piojoso, un ladrón marginal, un merodeador que acecha con envidia impotente los campos cultivados por los hombres y las mujeres. Y voy a destruir tu reino quimérico y a destruirte a ti, porque te expulsaré, te echaré a patadas, te empujaré fuera de este mundo, y no con poderosos ejércitos y baños de sangre, no con el fuego y el terror que tanto ansias, no con espadas y lanzas ensangrentadas que rasgan la carne. Lo haré de una forma que no puedes imaginar, lo haré en familia, en el campo, en la aldea y el pueblo y la ciudad. Lo haré en las mesas de los banquetes de las viviendas más pequeñas y las mansiones más grandes. Lo haré corazón por corazón, alma por alma. Sí, el mundo está preparado. Sí, el mapa ha sido trazado. Sí, las Escrituras pueden leerse en la lengua compartida por todos. Sí.
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