Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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No contesté.

– Oh, ya sé. Tenías intención de mantenerlo en secreto, y muchas veces consigues ocultar bastante bien lo que piensas, o al menos así me lo parece. ¿Pero aquí, en este desierto? Sabes, con frecuencia sueles hablar en voz alta.

Se acercó más, y alzó el borde de su manga para que yo admirara mejor el brocado, las hojas puntiagudas, las flores carmesí.

– Por supuesto no quieres hablar conmigo, ¿no es así? -dijo con una ligera mueca despectiva. Se parecía a mí cuando me hacía el desdeñoso. Si alguna vez me lo había hecho.»Pero sé que tienes hambre, un hambre horrorosa. Tanta hambre que estarías dispuesto a comer cualquier cosa. Lo cierto es que ya estás devorando tu propia carne y tu propia sangre.

Me di la vuelta y empecé a alejarme.

– Ahora, si eres un santo de Dios -dijo, y se colocó sin esfuerzo a mi lado y caminó a la par conmigo, mirándome a los ojos cuando yo volvía la vista hacia él-, y olvidemos por el momento esa manía tuya de creerte el Creador del Universo, en ese caso sin duda podrás convertir estas piedras, cualquiera de las que hay por aquí, en pan caliente.

Me detuve y percibí el inconfundible aroma del pan caliente. Podía sentirlo en mi boca.

– Eso no habría sido un problema para Elías -dijo-, ni para Moisés, por descontado. Y tú aseguras ser un santo de Dios, ¿no es así? ¿El Hijo de Dios? ¿Su Hijo muy amado? Bueno, hazlo. Convierte las piedras en pan.

Miré las piedras un momento, y luego volví a caminar.

– Muy bien, pues -dijo, y al caminar para mantenerse a mi lado tintinearon con suavidad los cascabeles de su manto-. Aceptemos como cierta tu manía.

Eres Dios. Ahora bien, según tu primo, Dios puede convertir estas piedras en hijos de Abraham, estas piedras o cualquier otra piedra, ¿no? Pues entonces, convierte estas piedras en pan. Lo necesitas con bastante urgencia, ¿verdad?

Me volví hacia él y me eché a reír.

– «No sólo de pan vive el hombre -le contesté-, sino de todo lo que sale de la boca de Dios.»

– Ésa es una traducción literal bastante deficiente -me dijo con un suave meneo de su cabeza-, y si me permites indicártelo, mi piadoso y engañado amigo, tus vestidos no se han conservado durante estos cuarenta días tan bien como los de tus antepasados durante los cuarenta años que erraron en el desierto, y ahora mismo tienes el aspecto de un mendigo andrajoso que muy pronto va a quedarse descalzo.

Volví a reír.

– No importa -dije-. Yo sigo mi camino.

– Muy bien -repuso él cuando me puse de nuevo en marcha-, pero es demasiado tarde para que entierres a tu padre. Ya lo está.

Me detuve. -¡Oh, vamos, no me digas que el profeta cuyo nacimiento estuvo acompañado por tantas señales y maravillas no sabe que su padre, José, ha muerto!

No contesté. Sentí un nudo en el corazón y procuré reprimir mis lágrimas.

Miré la extensión arenosa.

– Dado que al parecer eres como mucho un profeta a tiempo parcial -prosiguió con la misma voz tranquila, mi voz-, déjame describirte la escena.

Fue en la tienda de un recaudador de impuestos donde exhaló su último suspiro, y entre los brazos de ese recaudador, imagínatelo, aunque su hijo estaba sentado a su lado y tu madre le lloraba. ¿Y sabes cómo pasó sus últimas horas? Contando al recaudador de impuestos y a todo el que quería escucharle lo que podía recordar de tu nacimiento… Bueno, ya sabes, la vieja canción del ángel que se apareció a tu pobre madre aterrorizada, y el trabajoso viaje a Belén para que tú pudieras llegar berreando a este mundo en plena tormenta, y después la visita de ángeles de las alturas a unos pastores, entre todos los hombres posibles. Y esos potentados, los Magos; también le habló al recaudador de impuestos de su venida. Y luego murió, en pleno desvarío, podría decirse, aunque de forma muy apacible.

Bajé la mirada al suelo desértico. ¿Estaría aún muy lejos el río? -¡Lloras! ¡Vaya, fíjate, estás llorando! -dijo- No me esperaba una cosa así. Esperaba que te avergonzaras de que un varón tan justo haya muerto en brazos de un ladrón respetable, pero esas lágrimas me desconciertan. Después de todo, tú te largaste y dejaste que el viejo se las arreglara solo en mitad del río, ¿no es así?

No respondí.

El se puso a silbar entre dientes una tonadilla como las que uno puede silbar o tararear mientras camina, y en efecto, dio toda una vuelta caminando a mi alrededor mientras yo seguía sin moverme.

– Bueno -dijo tras pararse frente a mí-. Eres un hombre de corazón tierno, ya es algo para empezar. ¿Pero un profeta? No lo creo. En cuanto a esa manía de que tú has creado el mundo entero, vaya, déjame recordarte lo que sin duda ya sabes: una pretensión parecida me costó a mí el puesto que ocupaba allá arriba, en la corte celestial.

– Me parece que lo embelleces demasiado -dije. Mi voz estaba aún cargada de lágrimas, pero las secaba el viento abrasador del desierto.

– Ah, ahora me hablas sin citar las Escrituras, con tus mismas palabras. -Río, una imitación perfecta de mi risa anterior, y me dirigió una sonrisa cálida, casi hermosa.» ¿Sabes?, los santos casi nunca me dirigen la palabra. Escriben larguísimos poemas campanudos en los que yo salgo hablando con el Señor de la Creación y El hablando conmigo, pero ¿ellos mismos, los escribas? En cuanto oyen mencionar mi nombre, gritan y salen corriendo despavoridos.

– Y a ti te gusta que se mencione tu nombre, ¿verdad? Sea cual sea el nombre. -Empecé a enumerar despacio-: Ahrimán, Mastema, Satanel, Satán, Lucifer… ¿Te gusta, verdad, que te invoquen?

Guardó silencio.

– Belcebú -dije-. ¿Es ése tu nombre favorito? -Y añadí en griego-: Señor de las Moscas. -¡Odio ese nombre! -dijo con un espasmo de rabia-. No respondo a ninguno de esos nombres.

– Claro que no. ¿Qué nombre podría rescatarte del caos que es tu objetivo real? -repliqué-. Demonio, diablo, enemigo. -Negué con la cabeza-. No, no respondes a ellos. Tampoco respondes al nombre de Azazel. Los nombres son aquello en lo que sueñas, nombres y propósitos y esperanzas, y tú no tienes ninguna de esas cosas.

Me volví y seguí caminando.

El me siguió. -¿Por qué me hablas? -preguntó encolerizado. -¿Por qué me hablas tú a mí?

– Señales y maravillas -dijo, las mejillas encendidas por la sangre que se le agolpaba, salvo que lo simulase-. Demasiadas señales y maravillas te rodean, mi miserable amigo andrajoso. Y ya te he hablado antes. Llegué una vez hasta ti en sueños.

– Lo recuerdo. Y elegiste también el disfraz de la belleza. Debe de ser algo que ansias con desesperación.

– No sabes nada de mí. ¡No tienes ni idea! Yo fui el primogénito del Señor al que tú llamas Padre, miserable mendigo.

– Ten cuidado. Si te enfureces demasiado, podrías desaparecer en una nubécula de humo.

– Esto no son bromas, aprendiz de profeta -dijo-. Yo no aparezco y desaparezco por capricho.

– Desaparece por capricho -repuse-. Eso será suficiente. -¿De verdad no sabes quién soy? -Su cara se deformó de súbito por un dolor profundo-. Muy bien, te lo diré. -Y en hebreo pronunció las palabras-:

Helel ben Shahar.

– Luz brillante de la mañana -dije. Levanté la mano derecha y chasqueé los dedos-. Te he visto caer… así.

Un rugido terrorífico me rodeó, y la arena salió volando como si estuviéramos en medio de una tormenta en lugar de a la plácida luz del sol, y a punto estuvo de despeñarme desde lo alto del risco.

Me sentí llevado en volandas a gran velocidad y de pronto me rodeó otro rugido, más familiar e inmenso, y mis pies se posaron en el borde del parapeto del Templo, del Templo de Jerusalén, bajo la inmensa bóveda celeste y por encima de la enorme multitud de personas que entraban y salían de aquel lugar. Yo estaba de pie en el pináculo y veía, allá abajo, a todos los que recorrían los amplios patios interiores.

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