Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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– Es verdad -dijo Santiago-, pero es un viejo que vive solo, sin hijos vivos y con un nieto que anda recorriendo mundo, a saber dónde. ¿Qué podemos hacer?

– Puede venir a hablar con Shemayah y razonar con él sobre este asunto -dije-. Y puede escribir a parientes de otras partes que nosotros no conocemos y encontrar algún sitio donde alojar a Abigail. Ella no puede seguir languideciendo en este pueblo. No tiene por qué soportar algo así. Puede irse con sus parientes de Séforis, de Cafarnaum o de Jerusalén. Hananel los conoce.

Hananel es un erudito, un escriba y un juez. Podrá hablar en lugares donde nosotros no seríamos escuchados.

– Es posible… -murmuró el rabino.

– Iré a verle -dije-. Le explicaré lo ocurrido. Le expondré toda la historia tal como yo la vi, y mi propia torpeza. Y él comprenderá.

– Yeshua, tienes el valor de Daniel para poner de ese modo la cabeza en la boca del león -dijo el rabino-. Sin embargo…

– Iré. No tardaré más de una hora en llegar a Cana. ¿Qué puede hacerme? ¿Echarme de su casa?

– Tiene una lengua maligna, Yeshua. En comparación con él, Shemayah es alegre y dulce como una florecilla del campo. No hace otra cosa que lamentarse por su nieto vagabundo, y culpa de todo a Jasón. Lo culpa de que su nieto esté bajo un pórtico en Atenas discutiendo con los paganos.

– Eso no me importa, rabino -dije-. Puede cubrirme de insultos. Posee una lengua ligera e infatigable, y no tiene la menor paciencia con personas como Shemayah. Pero creo que por encima de todo se acordará de su parienta Abigail.

José levantó la mano.

– Sé que se acordará de su parienta Abigail -dijo en voz baja. Hizo una pausa como si se le hubiera escapado la idea y luego prosiguió, con la mirada perdida-: En las peregrinaciones nos fijamos en los jóvenes, les observamos en el camino como si fueran bandadas de pájaros. Yo he visto muchas veces sonreír a Abigail. Cuando las muchachas rompían a cantar, Hananel escuchaba a Abigail. Y una vez, después de beber una copa de vino en el patio del Templo, estando los dos sentados en el último día de las fiestas, me dijo que seguía oyendo su voz en sueños. No hace mucho de eso, tal vez dos años.

Eso era exactamente lo que también yo había observado.

– Iré a hablar con él, entonces -dije-. Le pediré que encuentre un hogar para Abigail, lejos de Nazaret, donde pueda ser debidamente atendida y tenga la posibilidad de descansar.

José me dirigió una mirada.

– Ve con cuidado, hijo -dijo-. Será amable con Abigail, pero no contigo.

– Te reñirá -me advirtió el rabino-, intentará acorralarte con sus argumentos y te acosará a preguntas. No tiene nada más que hacer en su biblioteca. Y está amargado por la marcha de su nieto, a pesar de que fue él mismo quien lo echó fuera.

– Dame entonces algún consejo para este viaje, maestro -pedí.

– Sabes muy bien qué has de decirle. Explícate como lo has hecho aquí. Y no dejes que te eche de la casa. Si fuera yo contigo nos pelearíamos de inmediato, él y yo.

– Pídele que escriba a la familia que considere más adecuada para ella -terció José-. Y cuando estén hechos los arreglos y haya preparado un lugar para ella, haz que venga aquí. Que venga aquí, y el rabino y yo le acompañaremos a visitar a Shemayah.

– Sí -dijo el rabino-, ese hombre no podrá negar la entrada a Hananel. -¡Hananel! Es el hijo de los insultos -masculló Santiago-. Una vez, mientras yo estaba trabajando en levantar las paredes de su casa, me dijo que, de poder hacerlo, se llevaría una a una las piedras de Cana para alejarla más de Nazaret.

El rabino río.

– Puede que se sienta orgulloso de sacar a la niña que tanto quiere de esta aldea miserable -sugirió Bruria.

José sonrió, guiñó un ojo y señaló divertido a Bruria. Luego me miró y murmuró:

– Puede que ése sea el camino para llegar al corazón de ese hombre.

Me despedí del rabino y dejé que me acompañaran de vuelta a casa. Para el viaje necesitaba un par de buenas sandalias y ropa limpia. El camino no era largo, pero soplaba un fuerte viento.

Una vez vestido y dispuesto, mi madre me llamó aparte, a pesar de que mis hermanos, que se preparaban para salir a trabajar, la estaban viendo.

– Escúchame, sobre tu actitud en el arroyo -dijo-. Fue un gesto cariñoso, no te quepa la menor duda.

Asentí.

– Es sólo que, bueno, ya ves, Abigail había pedido a su padre lo mismo que a nosotros. Le pidió a Shemayah que se interesara amablemente por ti. Fue antes de que ella misma hablara con nosotros y antes de que él le dijera que eso no era posible.

– Ya veo -dije. -¿Te duele?

– No; lo comprendo. El se ha sentido doblemente desairado.

– Sí, y no es un hombre sabio, y tampoco paciente. ¿Y qué era de ella, de mi Abigail? ¿Qué era de ella en ese mismo momento, cuando el sol golpeaba con dureza la aldea? ¿En qué habitación oscura estaba encerrada, rodeada sólo de sombras?

Empuñé un bastón por toda compañía y emprendí el camino a Cana.

11

En Israel hay escribas y más escribas. Un escriba de pueblo puede ser el hombre que redacta los contratos de matrimonio, las facturas de una venta y las peticiones de audiencia en la corte del rey o en el Sanedrín judío de Jerusalén. Un hombre así escribe cartas para cualquiera, y todos le pagan por hacerlo, y él puede leer las cartas recibidas y hacer que entiendan su contenido quienes no tienen facilidad para el lenguaje. Entre nuestra gente es bastante corriente saber leer, pero escribir exige experiencia y habilidad. Y por eso tenemos escribas de esa clase. En Nazaret hay tres o cuatro.

Y luego está la otra clase de escriba, el gran escriba que ha estudiado la Ley, que ha pasado años en las bibliotecas del Templo, el escriba experto en las tradiciones de los fariseos, el escriba capaz de discutir con los Esenios cuando critican el Templo o al clero, un escriba que puede instruir a los niños que van al Templo a aprender todo lo que dicen la Ley y los Profetas y los Salmos y los demás escritos, cientos y cientos de libros.

Hananel de Cana había sido uno de esos grandes escribas. Había pasado su juventud en el Templo; y había sido juez durante muchos años en distintos tribunales que fallaban pleitos desde Cafarnaum hasta Séforis.

Pero ahora era demasiado viejo para eso, y durante muchos años se había preparado para ese día construyendo la casa más amplia y hermosa de Cana.

Era una casa grande donde guardaba todos sus libros, que se contaban por miles. Y también había tenido en tiempos habitaciones para todos sus hijos e hijas. Pero ellos habían bajado a la tumba mucho tiempo atrás, dejándole solo en este mundo a excepción de las contadas cartas de una nieta que vivía en Jerusalén y tal vez, nadie lo sabía, también las cartas de un nieto que se había marchado de la casa resentido por su carácter autoritario, hacía dos años.

Santiago y José el Menor, Simón el Menor, Judas el Menor, así como mis primos y sobrinos y yo, habíamos construido la casa de Hananel. Había sido una de las alegrías de aquellos años, colocar suelos de mármol espléndido, pintar las paredes de rojo o azul marino, y decorarlas con orlas de flores y hiedra trepadora.

La casa era de una sola planta, de diseño griego, con un patio interior rodeado de habitaciones que se abrían a él, ideadas para proporcionar un marco elegante a los visitantes de Hananel: personas de clase elevada de Galilea, estudiosos de Alejandría, fariseos y escribas de Babilonia. Y ciertamente la casa fue visitada por gente así durante muchos años, y era corriente ver en el camino a viajeros que venían a traerle libros, sentarse en los jardines o bajo sus techos pintados y charlar con él de los sucesos del mundo y las cuestiones legales que tanto les gusta discutir a los hombres cuando se reúnen.

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