Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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La puerta se cerró de golpe.

Ana estaba aterrada.

Yo llamé a la puerta. Hablé junto a la madera, mientras hacía gestos a Santiago de que estuviera quieto y no intentara detenerme.

– Shemayah -llamé-. Las mujeres han venido a ayudar a Abigail, déjalas entrar. -¡Está intacta! -gritó mi tía Salomé-. Todos lo hemos visto. ¡Se resistió, y él la soltó! Todos lo hemos visto.

– Sí, todos lo hemos visto -corroboró la tía Esther-. Vosotros los hombres marchaos, dejadnos esto a nosotras.

Obedecimos y retrocedimos unos pasos. Habían venido más mujeres. La esposa de Santiago, Mará, y María, la de Cleofás el Menor, y la mujer de Silas, y por lo menos una docena más. Las más ancianas empezaron a aporrear la puerta. -¡Derribadla! -gritó Esther, y todas se lanzaron a golpes y patadas, hasta que la puerta se soltó de los goznes y cayó hacia dentro.

Me moví rápidamente para ver la habitación en penumbra. Sólo pude atisbar un momento, antes de que se llenara de mujeres. Abigail, pálida y llorosa, estaba desmadejada como un bulto de ropa arrojado a un rincón, y su cabeza aún sangraba.

Los rugidos de protesta de Shemayah quedaron ahogados por los gritos de las mujeres. Isaac, Yaqim y Ana la Muda intentaron en vano entrar en la casa: las mujeres la llenaban por completo.

Y fueron las mujeres quienes volvieron a colocar la puerta en su lugar y la cerraron delante de nosotros.

Regresamos a nuestro propio patio y Santiago se desahogó con una sarta de palabras subidas de tono. -¿Está loco? -pregunté.

– No seas ingenuo -dijo mi tío Cleofás-. El bandido le desgarró el velo. -¿Qué importancia tiene un velo? -replicó Santiago. Isaac y Yaqim llegaron llorosos-. ¿Qué importa, en el nombre de Dios, que ese hombre le quitara el velo?

– Shemayah es un hombre viejo y estúpido -dijo Cleofás-. No le estoy defendiendo. Sólo te respondo porque parece que alguien tiene que responderte.

– Nosotros la salvamos -dijo Isaac a su padre, y se secó las lágrimas.

Santiago besó la cabeza de su hijo y lo abrazó.

– Lo hicisteis muy bien, todos vosotros -dijo-. Yaqim, tú y tú. -Señaló a los pequeños que rondaban por la calle-. Entrad aquí.

Pasó una hora larga antes de que mi madre volviera con la tía Esther y la tía Salomé.

Salomé estaba furiosa.

– Ha llamado a la comadrona. -¡Cómo puede hacer una cosa así! -exclamó Santiago-. Todo el pueblo lo ha visto. No ocurrió nada. Ese hombre tuvo que soltarla.

Mi madre se sentó junto al brasero, llorosa.

Había gritos en la calle, en su mayor parte voces de mujeres. Yaqim e Isaac corrieron fuera antes de que nadie pudiera pararles.

Yo no me moví.

Finalmente llegó la vieja Bruria.

– La comadrona ha venido y se ha vuelto a marchar -informó-. Sepan todos los de esta casa y los de todas las casas, y todos los patanes, milhombres y haraganes de este pueblo que deseen saberlo, y se inquieten y chismorreen sobre este asunto, que la chica está intacta.

– Bueno, no puede decirse que sea una sorpresa -dijo la tía Esther-. ¿Y la has dejado sola con él?

La vieja Bruria hizo un gesto expresivo de que más no podía hacer, y se marchó.

Ana la Muda, que lo había visto todo, se levantó en silencio y se deslizó por la puerta.

Yo quise seguirla. Quería ver si Shemayah la dejaba entrar o no, pero no lo hice. Sólo mi madre fue detrás de ella, y al volver poco después hizo un gesto afirmativo, de modo que todo había acabado por el momento.

A mediodía, Shemayah y sus braceros salieron a caballo en dirección a las colinas. Dentro de la casa quedaron con Abigail y Ana la Muda sus dos sirvientas, que atrancaron la puerta cuando Shemayah se fue, como él les había dicho que hicieran.

Sabíamos que no encontraría a los bandidos, pero igual rezamos para que no los encontrara. No sabría qué hacer frente a hombres armados con dagas y espadas. Y el puñado de hombres enfurecidos que le acompañaban eran sólo ancianos y los hombres más débiles, los que no habían ido a Cesárea a manifestarse.

En algún momento de las primeras horas de la tarde, Shemayah volvió.

Oímos el ruido de los caballos, que no es un ruido habitual en nuestra calle.

Mi madre y mis tías fueron a su puerta y le pidieron ver a Abigail. El no contestó.

Durante todo el día siguiente nadie entró ni salió por la puerta de Shemayah. Los braceros que empleaba estuvieron un rato esperando, y luego se dispersaron.

Lo mismo ocurrió al día siguiente. Mientras, a cada pocas horas iban llegando noticias de Cesárea.

Y al tercer día después del ataque de los bandidos, recibimos una larga carta escrita por Jasón, que fue leída en voz alta en la sinagoga. Decía que la multitud se había reunido pacíficamente delante del palacio del gobernador, y que no se movería de allí. Aquello consoló al rabino y a la mayoría de nosotros, aunque algunos se limitaron a preguntar qué haría el gobernador si aquella muchedumbre no se marchaba.

Ni Shemayah ni ninguna persona de su casa asistió a la asamblea.

Al día siguiente, Shemayah salió a los campos al amanecer. Nadie contestó cuando las mujeres llamaron a la puerta de la casa. Ana la Muda apareció por la tarde.

Entró en nuestra casa y dijo a las mujeres por gestos que Abigail estaba tendida en el suelo. Que Abigail no quería comer nada. Que Abigail no quería beber nada. A los pocos instantes se marchó corriendo, temerosa de que Shemayah volviera y la encontrara allí, y se metió en la casa, y de nuevo fue atrancada la puerta.

No supe todas esas cosas hasta que volví de trabajar en Séforis. Mi madre me contó lo que les había hecho saber Ana.

La casa estaba llena de tristeza.

José y Bruria fueron juntos y llamaron. Eran los más ancianos de la familia, nadie podía negarse a una visita suya. Pero Shemayah no contestó. Y muy despacio, Bruria ayudó a José a volver a nuestra casa.

10

A la mañana siguiente fuimos a ver al rabino, todos juntos, las mujeres que habían estado en el arroyo, los niños que las habían acompañado allí, y Santiago, yo y otros que lo habíamos visto. La vieja Bruria nos acompañó, y lo mismo hizo José, a pesar de que le costó más que nunca subir la colina.

Pedimos una reunión al rabino y todos entramos en la sinagoga. Cerramos las puertas.

El lugar estaba limpio y silencioso. El sol matinal incluso lo había templado un poco. José se sentó en el banco. El rabino ocupó su lugar habitual, en su silla a la derecha de José.

– El caso es el siguiente -empecé, de pie ante el rabino-. Ese hombre no hizo ningún daño a Abigail, nuestra pariente. Todos los que están aquí vieron lo que sucedió; vieron que ella se resistía; vieron que él la soltaba. Vieron cómo su padre se la llevó a su casa. Ahora han pasado varios días. Ana la Muda es la única que entra y sale de esa casa, y dice, lo mejor que puede, que Abigail no come ni bebe.

El rabino asintió. Sus hombros estaban hundidos bajo el manto. Sus ojos rebosaban compasión.

– Lo único que pedimos -proseguí -es que se permita a sus primas aquí presentes, estas mujeres, curarle los cortes y magulladuras que se hizo al ser arrastrada por el suelo. Pedimos que se les permita acompañarla y cuidar de que tome todo el alimento y la bebida que debería. Su padre no lo permite. Las sirvientas son viejas que chochean. Era Abigail quien cuidaba de esas sirvientas. ¿Cómo pueden ellas cuidar de Abigail? Sin duda Abigail sigue asustada, y llora y sufre sola.

– Sé todo eso -respondió el rabino con tristeza-. Sabéis que lo sé. Y que el padre salió a perseguir a esos malhechores. Se fue a caballo para teñir de sangre su espada mohosa. Y no fue el único. Esos bandidos también atacaron Cana. No, no raptaron ninguna mujer, sólo se llevaron lo que pudieron. Los soldados del rey los atraparán. Han enviado una cohorte a las colinas.

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