También les encantaba oírme hablar de los barcos, y en Alejandría había muchos puesto que a los grandes navíos que iban a Grecia, Roma, Antioquia y Tierra Santa, se sumaban los que hacían la travesía del Nilo.
A veces, al describirla, me parecía estar viendo Alejandría con mucha más claridad, porque para responder a las preguntas de Miriamne y el viejo rabino, el suegro de Berejaiah, tenía que hacer un esfuerzo por recordar. Hablé de la gran biblioteca, reconstruida después de que Julio César cometiera la torpeza de quemarla. Y les conté de la fiesta especial de los judíos, cuando festejábamos la traducción al griego de la Ley de Moisés, de los profetas y de todos los libros sagrados.
Allí en Nazaret nadie habría enseñado en griego, pero muchos lo hablaban, especialmente en Séforis donde todos los soldados del rey hablaban griego, así como la mayoría de los artesanos, y estos rabinos lo hablaban y lo leían también. Conocían las Escrituras en griego. Tenían copias de ellas, según decían. Pero allí se enseñaba en hebreo, y la nuestra, el arameo, era la lengua para la vida diaria. En la sinagoga, las Escrituras se leían en hebreo y luego el rabino nos las explicaba en nuestra lengua común. De ese modo, aunque alguien no conociera la lengua sagrada, sí podía entender su significado.
Podría haberme pasado toda la vida con el rabino Berejaiah, pero no pudo ser.
Muy poco después de iniciar los trabajos en la casa, José y yo tuvimos que ir a Séforis porque allí había muchas cosas que hacer y la gente necesitaba un techo debido a la terrible guerra. José no quiso aceptar el doble jornal que le ofrecían, y se ciñó a lo que sacábamos por un día de trabajo en Alejandría, aceptando los encargos donde nuestros conocimientos podían ser de mayor utilidad.
El, sus hermanos y mi tío Cleofás podían estudiar las ruinas de una casa, hablar de ello con los propietarios, y después dejarla como estaba antes, ocupándose incluso de tratar con los pintores, enyesadores y albañiles, tal como lo hacían sin problema en Egipto. Santiago y yo sabíamos cómo ir al mercado y elegir peones entre los hombres que había por allí.
El trabajo era constante y fatigoso, siempre tosiendo con el polvo y las cenizas, y a mí me asustaban las noticias que llegaban de Jerusalén, en cuyo Templo parecía haber una sublevación en toda regla. Judea era escenario de batallas y en las colinas de Galilea se escondían bandidos. Se contaba incluso que algunos jóvenes, a pesar de cuanto había sucedido en Galilea, iban a Jerusalén a pelear, y que esta guerra era una causa santa.
Entretanto, los romanos trataban de sofocar la rebelión por toda Judea, todavía con ayuda de los árabes, que seguían incendiando aldeas. Toda la familia del rey Herodes seguía en Roma, peleando y discutiendo con Augusto respecto a quién le correspondía ser rey.
A mí ya no me castañeteaban los dientes de miedo por las cosas que oía, y nuestra familia tampoco hablaba de ello a menudo. Nuevos edificios para un rey Herodes, fuera quien fuese al final, surgían de semana en semana.
Llegaban hombres de todas las procedencias para remendar tejados, para llevar agua a los que trabajaban, para mezclar pintura y aplicarla y preparar mortero para las piedras. Nuestro clan tenía muchos amigos entre los artesanos, que, como nosotros, ya no daban abasto.
– Ahora Séforis será más grande que nunca -dijo un día Cleofás.
– Pero ¿quién reinará? -pregunté.
Él chasqueó la lengua para expresar su desprecio por la familia de Herodes, pero José lo miró y mi tío no dijo lo que quería decir.
Los romanos no habían abandonado la ciudad, procuraban mantener el orden y estaban alerta por si bajaban los rebeldes de las colinas, pero también tenían que escuchar las quejas de la gente: un hijo desaparecido, una casa que no debió haber sido incendiada, hasta que a veces se hartaban y ordenaban silencio porque no sabían qué hacer al respecto.
Bebían en tabernas al aire libre y en las esquinas donde compraban su comida. Nos miraban trabajar, Los escribas se ocupaban de redactarles cartas para sus mujeres e hijos.
Aquélla era, a todas luces, una ciudad judía. No existía ningún templo pagano. Había pocas mujeres públicas que pudieran ir con los soldados, sólo las que atendían las tabernas, las cuales a veces tenían sus propios hombres.
Los soldados bostezaban y lanzaban miradas a nuestras mujeres cuando iban y venían, pero ¿qué podían ver en ellas? Nuestras mujeres iban siempre adecuadamente vestidas, con sus túnicas, chales y velos.
En Alejandría, en cambio, siempre veías grupos de mujeres griegas y romanas. Muchas de ellas llevaban velo, sí, y eran recatadas, pero había otras que rondaban los locales públicos. Nosotros no debíamos mirarlas, pero a veces no podíamos evitarlo.
Esto era muy diferente.
Cuando llegaban malas noticias de disturbios en Jerusalén, la gente formaba corro y hablaba de ello, mirando a los soldados, que se ponían tensos y antipáticos y patrullaban por las calles. Pero no pasaba nada.
Nuestra familia, como tantas otras, se dedicaba a lo suyo con independencia de las noticias. Rezábamos en voz baja mientras trabajábamos.
Y cuando nos reuníamos para la comida del mediodía, bendecíamos el alimento y la bebida. Y después otra vez al trabajo.
A mí no me importaba, pero prefería estudiar en Nazaret.
Lo que más me gustaba, aparte de la escuela, era la excursión a Séforis y el regreso, porque el aire era cálido, la cosecha estaba casi concluida y los árboles lucían preciosos. Ya no había capullos en los almendros, pero otros muchos árboles estaban repletos de hojas hermosas. En cada trayecto veía cosas nuevas.
Yo quería desviarme del camino y perderme por el monte, pero no podía ser. Así pues, a veces me adelantaba y exploraba un poco los alrededores.
«Algún día -pensaba- tendré tiempo para perderme en esas pequeñas aldeas que salpican los vallecitos.» Pero de momento estaba completamente ocupado entre el trabajo y la escuela. ¿Quién hubiera podido pedir más de lo que teníamos?
No sé cuántos días pasaron hasta que empecé a sentirme mal.
Una tarde tuve fiebre. Cleofás se dio cuenta antes que yo, y luego Santiago dijo que él también se encontraba mal. Cleofás me puso la mano en la frente y dijo que teníamos que volver enseguida a Nazaret.
José me llevó a cuestas la última hora de camino. Me desperté con mucha sed y un fuerte escozor en la garganta. Mi madre estaba asustada cuando me acostó. La pequeña Salomé también estaba indispuesta. Primero fuimos cuatro y después cinco, acostados en la misma habitación.
Oía toser continuamente a mi alrededor. Mi madre me aplicaba agua a los labios. La oí decir a Santiago:
– ¡Tienes que bebértela! ¡Despierta!
La pequeña Salomé gemía, y cuando la toqué, la encontré ardiendo.
– Quién sabe qué puede ser -me dijo mi madre-. Quizá viene de los romanos. Podrían haberlo traído ellos. O quizás es porque hemos estado fuera y ahora estamos en casa. En el pueblo no hay nadie más enfermo, sólo nuestros niños.
Pero mi tía María enfermó también. Cleofás la llevó a la habitación y la acostó. Pronunció el nombre de ella como si estuviera enfadado, pero no lo estaba. Y ella no le respondía. Yo vi todo esto, aunque medio dormido. La vieja Sara vino a cantarnos. Cuando yo no podía verla bien en la penumbra, al menos oía su voz.
Tenía todo el cuerpo dolorido -los hombros, las caderas, las rodillas- pero podía dormir. Podía soñar. Por primera vez tuve la sensación de que dormir era un lugar donde estar. Hasta aquel momento de mi vida siempre me había resistido a dormir. Nunca quería dejarme llevar por el sueño. Incluso cuando tenía miedo por los incendios, yo quería que el fuego se apagara y que los bandidos se marcharan, mas no quería dormir. Dejarme mecer en brazos de mi madre, eso sí. Sentirme en casa, sano y salvo, eso sí. Pero dormir no.
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