Anne Rice - El Mesías

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Anne Rice abandona momentáneamente las historias de vampiros para adentrarse en la vida de Jesucristo, concretamente en los primeros años de vida de éste. La autora cede la palabra al propio Jesús, quien, con la voz de un niño de siete años, narra sus primeros recuerdos en Alejandría y su traslado, poco tiempo después y junto a su familia, a Nazaret. Es la primera parte de una trilogía que podría relevarse polémica: en un sueño, Jesús, el niño narrador, se encuentra con Satán.

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Abrí los ojos y vi a mi madre alimentando al pequeño Simeón, recostado y arrebujado en unas mantas. La pequeña Salomé dormía más allá y tenía la cara húmeda, pero ya no estaba muy enferma.

Mi madre me miró y sonrió. Su rostro, sin embargo, estaba pálido y triste.

Supe que había estado llorando, y también que uno de los que gemían y lloraban al fondo era Cleofás. Oí el mismo llanto desigual de hombre maduro que había percibido en el sueño.

– ¿Qué ha pasado? -susurré. El miedo volvió a atenazarme la garganta.

– Los niños están mejor -dijo ella-. ¿No te acuerdas? Anoche te lo expliqué.

– No; quiero saber quién…

Ella no respondió.

– ¿Es mi tía María? -pregunté, volviendo la cabeza. Recordé que estaba acostada a mi lado. Ya no.

Mi madre cerró los ojos y dejó escapar un sollozo. Me volví y le toqué una rodilla, pero no creo que lo notara. Advertí que se mecía.

Cuando desperté de nuevo, me pareció que estaban celebrando el funeral No podía ser otra cosa. El lamento de una flauta cortaba el aire como un cuchillo de madera.

José me hizo tomar un poco de sopa. La pequeña Salomé, de pie a mi lado, dijo con los ojos muy abiertos:

– ¿Sabías que mi mamá ha muerto?

– Lo siento mucho -dije.

– Y el bebé también ha muerto porque el bebé estaba dentro de ella.

– Lo lamento de verdad -dije.

– Ya la han enterrado. La metieron en la cueva.

No dije nada.

Entraron mis tías Salomé y Esther, e hicieron que la pequeña Salomé tomara sopa y se acostara. La niña no paraba de preguntar sobre su madre.

– ¿Estaba tapada? ¿Tenía la cara blanca?

Le dijeron que no preguntara más.

– ¿Lloraba cuando murió?

Me quedé dormido.

Al despertar, en la habitación había aún muchos niños durmiendo, y también estaban mis primos mayores, enfermos todos.

No me levanté hasta la mañana siguiente.

Al principio pensé que no había nadie despierto en la casa. Salí al patio.

Corría un aire cálido y las hojas de la higuera habían crecido. Las enredaderas tenían flores blancas y el cielo azul estaba salpicado de nubes blancas que no traían lluvia.

Estaba tan hambriento que me habría comido cualquier cosa. Nunca había sentido tanta hambre en mi vida.

Oí voces procedentes de una de las habitaciones que utilizaban Cleofás y los suyos al otro lado del patio. Entré y vi a mi madre y a mi tío sentados en el suelo, hablando y comiendo pan y salsa. La ventana tenía solamente un velo fino. La luz les daba en los hombros. Me senté al lado de mi madre.

– …yo me ocuparé de ellos, los acogeré y los confortaré, porque ahora soy su madre y ellos son mis hijos -le estaba diciendo a Cleofás-. ¿Entiendes?

Ahora son hijos míos. Son hermanos de Jesús y Santiago. Yo puedo cuidar de ellos, créeme que puedo hacerlo. Todos me tratan como si fuera una niña, pero no lo soy. Cuidaré de ellos. Formaremos una sola familia.

Cleofás asintió con la mirada perdida.

Me pasó pan, susurró la bendición y yo la repetí. Empecé a zamparme el pan.

– No, no tan deprisa -dijo mi madre-. No comas así. Ve despacio, y bebe esto. -Me dio un jarro de agua. Yo quería pan. Me pasó la mano por el pelo y besó la mejilla-. ¿Has oído lo que le he dicho a tu tío?

– Que los niños son mis hermanos -dije-·, como siempre lo han sido. -Comí más pan mojado en salsa.

– Ya es suficiente -dijo ella. Cogió todo el pan y la salsa, se levantó y salió.

Quedamos a solas mi tío y yo. Me acerqué a él. Tenía el rostro sereno, como si hubiera agotado todas las lágrimas y se hubiera vaciado.

Me miró con aire grave.

– Creo que el Señor tenía que llevarse a uno de nosotros -dijo-, y que como yo me salvé, se la llevó a ella en mi lugar.

Aquello me sorprendió. Recordé la oración que yo había pronunciado en el Jordán pidiendo que él viviera. Recordé la fuerza saliendo de mí cuando lo toqué con la mano mientras él cantaba en el río, sin darse cuenta de nada.

Intenté decir algo pero no encontré las palabras. Sólo me quedaba llorar.

El me rodeó con los brazos y ambos nos mecimos.

– ¡Ah, mi pequeño! -susurró. Y luego rezó-: Oh Señor de la Creación, tú me has devuelto la vida. Habrá sido por mi bien que he conocido toda esta amargura… Los que vivimos te damos las gracias, como yo ahora. El padre hablará a los hijos de tu lealtad.

Durante varias semanas no salimos del patio.

Los ojos me dolían con la luz. Cleofás y yo pintamos algunas habitaciones con jalbegue, pero los que tenían que trabajar en Séforis se marcharon.

Por fin todo el mundo se recuperó de la enfermedad, incluso Esther, por quien habíamos temido lo peor dado que era tan pequeña. Ahora volvía a berrear a pleno pulmón.

El rabino Sherebiah, el de la pata de palo, vino a nuestra casa con el agua de la purificación a fin de que pudiéramos ser rociados durante varios días.

Esta agua se preparaba con las cenizas de la vaquilla que había sido sacrificada e incinerada en el templo a tal fin, y con el agua viva del manantial que había al salir del pueblo, pasada la sinagoga.

Con el agua de la purificación nos rociaron a nosotros y luego la casa entera, así como a los cacharros de cocina y los recipientes que contenían alimentos, agua o vino. También el mikvah, donde nos bañábamos después de cada purificación. Y así, el último día del rito, al ponerse el sol, nosotros y la casa por fin estuvimos limpios.

Esto fue necesario por la impureza que habíamos contraído a causa de la muerte de tía María bajo nuestro techo. Y fue algo solemne para todos, en especial para Cleofás, quien había recitado el pasaje del Libro de los Números que hablaba de la purificación y de cómo debía realizarse.

Aquella ceremonia me dejó cautivado; decidí que un día me gustaría ver con mis propios ojos el sacrificio de la vaquilla en Jerusalén. No ahora, habiendo disturbios no, pero sí algún día, cuando no hubiese ningún peligro.

«El sacrificio e incineración de la vaquilla, junto con su pellejo, carne, sangre y excrementos, para conseguir las cenizas de la purificación, tiene que ser digno de verse», pensé. Había muchas cosas que ver en el Templo. Mas el Templo estaba ahora en plena revuelta.

Yo no lo recordaba de otra manera, sólo lleno de cadáveres y de gente gritando, y aquel hombre muriendo delante de mis ojos y aquel soldado a caballo que en mi memoria había quedado como una unidad caballo-hombre, y su larga lanza manchada de sangre. Y después la cruenta batalla que había visto en sueños, en aquel sueño extraño. ¿Cómo podía mi mente haber producido semejante cosa?

Pero todo eso ya era historia.

En casa, durante la purificación, sólo se respiraba paz.

Yo no recordaba haber visto en Alejandría algo parecido a este ritual. Sólo me acordaba vagamente de la muerte de un niño de meses, hijo de tío Alfeo.

Pero en Tierra Santa era costumbre hacer estas cosas, y todo el mundo se alegraba de hacerlas.

Sin embargo, mis tíos no habían esperado a la purificación para ir a Séforis.

No debieron hacerlo. Algunos habían estado trabajando allí todo el tiempo que duró la enfermedad. Y las mujeres habían salido al huerto. No hice preguntas al respecto. Yo confiaba en lo que mis tíos y José decían que había que hacer.

Todo el mundo hacía lo que podía.

Ahora, no mucho después de lo que he relatado y antes de que yo empezara a salir de la casa, mis tíos se enzarzaron en una encendida discusión. Había tanto trabajo en Séforis que podían elegir las faenas que más les gustaban y las que requerían lo que mejor sabía hacer nuestra familia. Pero José, en quien todos confiaban, no quería cobrar más por los trabajos difíciles.

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