Anne Rice - El Mesías

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Anne Rice abandona momentáneamente las historias de vampiros para adentrarse en la vida de Jesucristo, concretamente en los primeros años de vida de éste. La autora cede la palabra al propio Jesús, quien, con la voz de un niño de siete años, narra sus primeros recuerdos en Alejandría y su traslado, poco tiempo después y junto a su familia, a Nazaret. Es la primera parte de una trilogía que podría relevarse polémica: en un sueño, Jesús, el niño narrador, se encuentra con Satán.

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A mis tíos no les parecía bien, como tampoco a algunos carpinteros de Séforis.

Mis tíos y los carpinteros querían cobrar doble jornal por los trabajos especializados, pero José se negaba.

Finalmente acudieron al rabino Berejaiah, pese a que en realidad querían ver al rabino Jacimus, el fariseo más estricto. «Esto sólo puede arreglarlo un fariseo», había dicho mi tío Cleofás. Y todos estuvieron de acuerdo, incluso José. Nadie quería consultar un rabino joven, sino al más anciano. Pero Berejaiah les dijo que fueran a ver a Jacimus y que hicieran lo que él les dijese.

Los niños no pudimos entrar, y como hacía mucho calor volvimos a casa.

Los mayores estuvieron fuera mucho rato y al fin volvieron todos de buen humor. Al parecer, el rabino Jacimus los había convencido de que si cobraban el doble por los trabajos especializados podrían enviarnos a la escuela medio día entero. ¡Y José había estado de acuerdo!

Brincamos de contento. Era una gran noticia. Santiago y yo nos miramos.

Incluso los primos Silas y Leví se alegraron. Y también el pequeño Simeón, que apenas entendía nada. Como resultado de todo aquello, nosotros recibiríamos más educación y la familia ingresaría más beneficios.

Mi madre se alegró mucho.

Aquella noche bebimos un buen vino en la cena, y luego José nos leyó una de las historias griegas que tanto nos gustaban, de los pergaminos traídos de Alejandría. Era la historia de Tobit.

Todo el mundo se congregó para escucharla, incluso las mujeres, porque todos disfrutábamos con la historia del ángel que se apareció a Tobías, el hijo de Tobit, y cuando el ángel, «disfrazado», le hablaba a Tobías de ciertas curas que podía hacer con las entrañas del pez que había intentado comerle el pie, y que debía casarse con la joven Sara, hija de Ragüel, y cómo luego Tobías objetaba que Sara había tenido siete maridos ya y que todos habían sido abatidos por un demonio la noche de bodas.

Nos partimos de risa cuando José leyó este fragmento parodiando la voz del inocente Tobías. Luego adoptó de nuevo el papel del arcángel Rafael: «¡Haz el favor de escucharme y no te preocupes por ese demonio!» Con la voz del ángel, José siguió leyendo: Tobías desposaría a Sara aquella misma noche, y lo único que tenía que hacer era echar el hígado y el corazón del pez en la lumbre de la cámara nupcial, ¡y el olor ahuyentaría para siempre al demonio!

– ¡Y a quién no iba a ahuyentar ese olor! -exclamó Cleofás.

Hasta mi madre se reía a carcajadas.

José prosiguió el relato encarnando al solícito Rafael:

– Bien, antes de acostarte, reza para pedir que te sea concedida la seguridad y la misericordia. No temas, esa chica ha sido reservada para ti desde los inicios del mundo, tú la salvarás, ella irá contigo y supongo que tendréis hijos que serán hermanos y hermanas. Y no hay más que hablar.

De nuevo nos desternillamos, al borde de las lágrimas.

– Así son las cosas -dijo mi tía Esther, y todos rieron otra vez, mirándose los unos a los otros.

– ¡Y no hay más que hablar! -exclamó mi tía Salomé, y vuelta a reír todos como si las madres entendieran más que nosotros lo gracioso que era eso.

– ¡Y quién lo va a saber mejor que un ángel! -añadió tía Esther.

Todos callaron en seco y las risas cesaron. Miraron a mi madre fugazmente. Ella tenía la mirada abstraída, pero de pronto sonrió y soltó una carcajada. Meneó la cabeza y las carcajadas volvieron a brotar.

Había muchos fragmentos graciosos en esa historia y los conocíamos todos. El demonio huyó al oler el pescado, el ángel lo amordazó, Tobías amó a Sara, el suegro de él no le dejaba partir de tanto que lo quería, y el banquete nupcial duró más de catorce días, y cuando por fin volvió a casa sí curó la ceguera de su padre con la medicina del pez que había intentado comerle el pie, y hubo un nuevo festejo nupcial que duró días y días y todo el mundo fue feliz. Luego venía una parte más seria, las largas y hermosas oraciones de Tobit, que todos nos sabíamos en griego y recitamos en esa lengua.

Cuando llegamos al final de la oración, José, que dirigía la plegaria, pronunció las palabras más despacio, como si ahora tuvieran un significado especial que no habían tenido cuando estábamos en Egipto.

– «Jerusalén, ciudad santa, Dios te ha castigado por tus obras, pero tendrá piedad con los hijos de los justos. Alaba al Señor pues él es bueno y bendice al rey de los siglos, para que vuelva a montar su tienda en tus dominios…»

Nos entristecimos al pensar en las reyertas que no cesaban. Y yo, mientras la oración continuaba, aparté de mi memoria aquella violencia; vi el Templo como había sido antes de saber que los hombres iban a enzarzarse allí unos contra otros.

Vi los muros enormes y los centenares de personas que se congregaban para orar, que llenaban los baños y los túneles hasta el Patio de los Gentiles.

Oí a la gente entonar salmos.

Seguimos rezando con José:

– «Una gran luz brillará hasta los confines de la tierra y muchas naciones acudirán a ti de muy lejos, los pueblos de la tierra, para morar cerca del nombre del Señor, trayendo en sus manos presentes para el rey de los cielos…»

Vi mentalmente la luz y experimenté una especie de sueño hermoso y suave mientras oía la oración tumbado en mi estera, con el brazo bajo la cabeza.

– «Y te llamarán la Elegida eternamente y por los siglos de los siglos.»

Y pareció que la pestilencia había abandonado nuestra casa. La muerte se había ido. La suciedad. Las lágrimas. Y aunque mi sueño del extraño ser alado de hermosos ojos me inquietaba mucho, pronto lo deseché como había desechado la imagen del Templo de Jerusalén anegado en sangre. Y la vida empezó de nuevo. Fui feliz de saberlo, pues ya había conocido la desdicha, el miedo, la enfermedad y la congoja, y todas esas cosas habían desaparecido por fin.

20

Tan pronto mi madre me dio permiso, me bañé en el mikvah, que ahora estaba muy frío y el agua tan alta que me cubría la cabeza. Luego me puse ropa recién lavada y subí a la casa del rabino en la colina, el rabino Berejaiah.

Los sirvientes me dijeron que estaba en la sinagoga, de modo que fui y me lavé esmeradamente las manos en el arroyo pese a que ya me había bañado.

Entré y tomé asiento en un extremo, sorprendido de que hubiera tanta gente allí ese día de la semana, pero pronto vi que no estaban escuchando al rabino sino a un hombre que había venido a contarles cómo estaban las cosas en Jerusalén. Era un fariseo e iba vestido con ropas suntuosas. Su cabeza estaba repleta de cabellos blancos.

Mi hermano Santiago estaba allí, al igual que José, Cleofás y mis primos mayores. El rabino Berejaiah sonrió al verme y me indicó que estuviera callado mientras aquel hombre continuaba con su relato. Estaba hablando en griego y de vez en cuando cambiaba a nuestra lengua.

– Este Sabinus, procurador de los romanos, tenía a sus hombres rodeando el Templo. Entonces los judíos tomaron los tejados de la columnata y empezaron a arrojar piedras a los soldados. A continuación las flechas romanas surcaron el cielo, pero no podían alcanzar a los judíos debido a su posición. Así pues, este hombre impío, Sabinus, cuyo único propósito era localizar el tesoro del rey en ausencia de éste, este hombre avaricioso prendió fuego a las columnatas, sí, las columnatas del Templo con sus dorados a la cera, y los judíos fueron alcanzados por las llamas. El fuego explotó como si saliera de un volcán y la brea de los tejados prendió. Y todo el oro sucumbió al fuego, así como los hombres parapetados en los tejados. Se desconoce el número de víctimas…

El miedo volvió a mí. Aunque allí hacía calor, noté frío mientras el hombre continuaba con su relato. -…y los romanos atravesaron las llamas para robar los tesoros del Señor ante los ojos de quienes observaban impotentes. Cruzaron el Gran Patio hasta los almacenes para robarlo todo, y saquearon también la propia casa del Señor.

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