El rabino alargó la mano.
Inspiré hondo cuando le vi coger los pergaminos.
Yo ignoraba que mi tío tenía esos escritos de Filo. Ni siquiera me habría pasado por la cabeza. Y ver que el rabino los aceptaba me causó tanta alegría que casi me eché a llorar otra vez, pero me contuve.
– ¿Y cuántos pelos grises tiene Filo de Alejandría? -preguntó el rabino.
Todo el mundo rió disimulando.
Yo me sentí mucho mejor porque, al menos, no hablaban de mí.
– ¡Si Filo te tuviera a ti por acusador, su cabeza se llenaría de pelos grises! -dijo Cleofás.
José le reprendió en voz baja, pero los chicos se habían echado a reír, y vi que una gran sonrisa iluminaba el rostro del rabino.
Cleofás no pudo aguantarse.
– Deberíamos hacer una colecta -dijo, abarcando con un gesto a todos los presentes- y enviar el rabino a Alejandría. Allí están muy necesitados de fariseos que los enderecen.
Más risas.
El viejo rabino rió. Y luego los otros dos. Todos rieron.
– Gracias por tu regalo -dijo el anciano-. Veo que no has cambiado. Y puesto que estáis aquí y sois todos buenos artesanos, veréis que hay trabajo que hacer en esta sinagoga, pues el antiguo carpintero (que Dios lo tenga en su gloria) no pudo terminarlo mientras vosotros estabais fuera.
– Entiendo -dijo José-. Somos tus servidores y repararemos cuanto creas necesario. Una buena capa de pintura a todo esto, unos dinteles, eso veo que haría falta, y también podemos enyesar el exterior e incluso reparar algunos bancos.
Silencio.
Levanté la vista. Los tres ancianos estaban mirándome otra vez. ¿Por qué? ¿Qué más se podía preguntar? ¿Qué más se podía decir? Noté cómo se me encendía la cara. Me ruboricé, pero sin saber por qué. Me ruborizaba por todos los ojos que estaban pendientes de mí. No pude contener el llanto.
– Mírame, Jesús hijo de José -dijo el rabino. Obedecí.
Me preguntó en hebreo:
– ¿Por qué los fenicios le cortaron el pelo a Sansón?
– Ruego al rabino que me perdone, pero no fueron los fenicios -respondí en hebreo-. Fueron los filisteos. Y se los cortaron para privarlo de su fuerza.
Me habló en arameo:
– ¿Dónde está Eliseo, el que fue arrebatado al cielo en un carro?
– Ruego que me perdone el rabino -dije en arameo-. Fue Elías, no Eliseo, y Elías está con el Señor.
En griego, me preguntó:
– ¿Quién habita en el Jardín del Edén, escribiendo todo lo que acaece en este mundo?
Tardé un poco en responder. Luego, en griego, dije:
– Nadie. En el Jardín del Edén no vive nadie.
El rabino miró a ambos lados. Los otros rabinos le miraron a él, y luego los tres a mí.
– ¿Nadie vive allí dedicado a escribir los hechos del mundo? -preguntó el anciano.
Reflexioné un momento. Tenía que decir lo que sabía, pero no cómo lo había sabido. ¿Acaso lo estaba recordando? Respondí en griego:
– Algunos dicen que Enoc, pero el Edén estará vacío hasta que el Señor decida que todo el mundo puede volver allí.
El rabino habló en arameo:
– ¿Por qué el Señor rompió su alianza con el rey David?
– El Señor no la rompió -dije. Esto lo sabía yo de siempre, tan claramente que ni siquiera tuve que pensarlo-. El Señor nunca rompe sus alianzas. El trono de David existe…
El rabino y los demás guardaron silencio.
– ¿Y por qué ningún rey del linaje de David ocupa ese trono? -preguntó el anciano, ahora en voz más alta-, ¿Dónde está el rey?
– Vendrá algún día -respondí-. Y su casa durará eternamente.
Su rostro se suavizó todavía más y preguntó en voz queda:
– ¿La construirá un carpintero, quizá?
Carcajadas. Primero rieron los mayores y luego los chicos sentados en el suelo. Pero el viejo rabino no se rió. Vi un fugaz atisbo de tristeza en sus ojos mientras esperaba mi respuesta con gesto franco y amable.
Me ardían las mejillas.
– Sí, rabino -dije-, un carpintero construirá la casa del rey. Siempre hay un carpintero. Incluso el propio Señor es a veces carpintero.
El viejo rabino se echó hacia atrás, asombrado. Oí ruidos a mi alrededor. No les había gustado esta respuesta.
– Explícame eso de que el Señor es carpintero -dijo el rabino en arameo.
Pensé en lo que José me decía muchas veces.
– ¿No dijo el Señor a Noé cuántos codos debía tener el arca y con qué madera construirla? ¿Y que había que embrear la madera? ¿Y no dijo el Señor cuántos pisos debía tener el arca, y no dijo que había de tener un tragaluz de un codo de altura, y no dijo a Noé dónde tenía que poner la puerta?
Callé. Una sonrisa apareció lentamente en la cara del anciano. Yo no miraba a nadie más. Se hizo otra vez el silencio.
– Y ¿no fue el Señor -proseguí en nuestra lengua- quien dio al profeta Ezequiel la visión del nuevo templo, mostrándole la medida de las galerías y las columnas, de las puertas y el altar, diciendo cómo tenían que estar hechas todas esas cosas?
– Así es -dijo el rabino, sonriendo.
– Y ¿no fue la Sabiduría quien dijo que cuando el Señor creó el mundo, la Sabiduría estaba allí como maestro artesano? Y si la Sabiduría no es el Señor, ¿qué es la Sabiduría? -Hice una pausa. No sabía de dónde había sacado eso-. Fue a los carpinteros a quienes Nabucodonosor llevó a Babilonia después de indultarlos, porque sabían construir, y cuando Ciro el Grande decretó que podían regresar, los carpinteros volvieron para edificar el Templo como el Señor había indicado que lo construyeran.
Silencio.
El rabino se retrepó. No pude descifrar la expresión de su rostro. Bajé la vista. ¿Qué había dicho yo? Miré de nuevo.
– Rabino, señor -dije-, desde los tiempos del Sinaí, donde hay Israel hay un carpintero; un carpintero para construir el tabernáculo; fue el Señor quien dio las medidas del tabernáculo, y…
El rabino me hizo callar. Rió y levantó una mano pidiendo silencio.
– Es un buen niño -dijo mirando a José-. Me gusta este niño.
Los otros asintieron con la cabeza como lo hacía el anciano. Hubo más risas, no carcajadas sino risas comedidas por toda la sala.
El rabino señaló el suelo, delante de él.
Me senté en la estera.
El rabino recibió a Santiago y los otros chicos, hablando brevemente con ellos de forma amistosa, pero yo no presté atención. Sólo sabía que había pasado lo peor. El corazón me latía tan fuerte que pensé que los demás podrían oírlo. Aún no me había secado las lágrimas, pero ya no lloraba.
Por fin, los hombres se marcharon. Empezó la clase.
El viejo rabino recitó preguntas y sus respuestas, que los chicos repetíamos, y cuando las puertas se cerraron dejó de hacer fresco en la sala.
Aquella mañana no me dijeron nada más, y yo no pedí la palabra, pero sí recité y canté con los otros, y miré al rabino y éste me miró a mí.
Una vez en casa, durante la comida familiar, hubo pocas ocasiones para preguntar nada, pero adiviné por las caras de los demás que nunca me dirían por qué el rabino me había hecho tantas preguntas; lo noté en sus miradas, su intento de hacerme creer que no ocurría nada.
Mi madre estaba muy contenta, y comprendí que no se lo habían explicado.
Parecía una muchacha mientras se ocupaba de los platos y nos decía que comiéramos un poco más.
Yo me sentía cansado como si hubiéramos estado todo el día poniendo losas de mármol. Entré en la habitación de las mujeres sin darme cuenta, me tumbé en la estera de mi madre y me quedé dormido.
Cuando desperté, me llegó aroma de gachas y pan reciente. Todo el mundo hablaba. Me había pasado la tarde durmiendo como un bebé, y ya era hora de cenar. Fui al baño y me lavé la cara y las manos con agua fría de la jofaina, y después me arrodillé para lavarme las manos en el mikvah. Volví y me senté a comer.
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