– Tengo una carta de mi hermana. Conoce a uno o dos tipos en el Almirantazgo. Promete hacer cuanto pueda entre las cuatro columnas de su cama para conseguir que me nombren capitán de corbeta… Bueno, ¿qué le parece eso? ¿No le ve usted la maldita gracia? ¿No cree que es lo más gracioso que haya oído nunca…?
Morris hizo una pausa para reírse de su propia gracia y luego su sonrisa se desvaneció y, con ella, la relajación de la ebriedad. La amenaza que había venido a articular, reforzada por el ron, procedía directamente del corazón:
– Y si, en consecuencia, puedo en algún momento destruirle, a usted o a su señorita Bower, así lo haré… por Dios, que lo haré. Al oír el nombre de Elizabeth, Nathaniel sintió la terrible furia heladora con que había despachado al oficial francés del buque corsario corriendo por sus venas. Morris se cayó de espaldas repentinamente y, a trompicones, consiguió medio sentarse. Drinkwater tenía la espada medio desenvainada cuando el abyecto espectáculo de ver a su adversario temblando ante sí le devolvió el juicio. Con un portazo, cerró la frágil puerta de su cabina y de un golpe envainó de nuevo la espada. Fuera, oyó como los pies de Morris raspaban el suelo al intentar mantenerse en pie.
Drinkwater permaneció de pie, inmóvil, en el centro de la estancia, hasta que su respiración volvió a su ritmo normal. Comenzó a temblar como una hoja de álamo a merced de la brisa y se encontró mirando al pequeño cuadro de la Algonquin que Elizabeth le había regalado y que gracias a la privacidad de que disfrutaba ahora, pudo colgar.
Estiró una mano temblorosa hacia el cuadro para convencerse de que era real.
El 16 de agosto de 1781, los barcos anclados en Sandy Hook avistaron velas procedentes del sur. Sir Samuel Hood echaba humo por las orejas y estaba furioso por encontrar al almirante Graves aún en Nueva York. El contraalmirante hizo que lo llevaran a puerto para arengar a Graves, cuando descubrió que éste se encontraba cómodamente instalado en su casa de tierra firme. Aunque de rango inferior a Graves, Hood impresionó a su superior con el tamaño de la flota francesa que cabeceaba en aguas de Norteamérica. En vista de la aparente pusilanimidad de Graves, omitió los pormenores: las condiciones innavegables en que se hallaba su propio escuadrón, en el cual había un barco que estaba, de hecho, a punto de irse a pique.
Repentinamente, Graves se inflamó con el pánico de una acción rápida y ordenó que su flota se echara al mar.
Pero aún hubo que esperar hasta finales de mes antes de que los veintiún navíos de línea pusiesen rumbo al sur. En el mar estaban ya De Barras y sus ocho navíos de línea, procedentes de Rhode Island, y el día anterior, el almirante De Grasse había echado el ancla de sus treinta y ocho navíos de línea, numerosas fragatas y buques de transporte en Chesapeake. También desembarcó a tres mil soldados de infantería para que rodeasen la desconocida península de Yorktown.
Lord Cornwallis quedó aislado. Los rebeldes Washington y Rochambeau se dirigieron al sur desde las Hudson Highlands, atravesando Nueva Jersey, dejando su flanco desprotegido ante la inactividad de Clinton, que seguía en Nueva York, para unirse a La Fayette y cerrar el anillo de hierro alrededor del desventurado conde.
Lo sucedido con Cornwallis ya es historia. Las flotas británicas se echaron a la mar demasiado tarde. Graves ordenó rumbo sut a sus fragatas. La Cyclops se quedó en el flanco este, y por ello no tomó parte en la batalla que estaba por venir.
La flota entabló combate, que no fue ni mucho menos decisivo, con De Grasse. Pero a Graves le fue suficiente. El francés retuvo la autoridad sobre la bahía de Chesapeake. En ese momento, De Barras aún no había llegado, pero cuando Graves, que se percató de la desproporción de su error, intentó por segunda vez expulsar a De Grasse, el almirante británico descubrió que De Barras había reforzado a De Grasse y se retiró.
Cornwallis fue abandonado.
Se intentó el valiente gesto de vadear el río James, protegidos por la noche, hasta donde Tarleton controlaba un puente en Glouscester, pero cuando ya habían cruzado los primeros botes, se levantó una violenta tormenta y se abandonó el intento de romper el cerco. Pocas semanas más tarde, lord Cornwallis se rendía y la guerra con América llegaba a su fin, sino oficial, al menos sí efectivamente.
La Cyclops , que vigilaba el flanco este, se perdió tanto la acción de guerra frente a los cabos de Virginia como el poder contemplar la escuadra de De Barras. Al final, la fragata regresó a Nueva York para recibir el tardío reconocimiento del nuevo comandante en jefe de que, sin duda, pertenecía a la flota del Canal. Tras despachar a la rápida escampavía Rattlesnake con las noticias de la pérdida del ejército de Cornwallis a finales de octubre, el almirante Graves recordó que si bien era rápida, no artillaba demasiados cañones y sería, pues, una presa vulnerable para un barco francés de crucero o un corsario yanqui que merodease por la zona. Al igual que en tantas otras ocasiones, vaciló, inquieto por el destino de la Rattlesnake , y porque su informe pudiese caer en manos enemigas. Al final, se decidió a enviar una fragata con un duplicado de los documentos.
Parecía una buena idea, según le advirtió su secretario, aprovechar la oportunidad de enviar a la Cyclops de vuelta con Kempenfelt.
El teniente provisional Nathaniel Drinkwater se detuvo en su paseo incesante para mirar a la juanete mayor. Su cuerpo mantenía el equilibrio con gracia, al compás del cabeceo del barco que estaba provocado por un viento fuerte del suroeste que azotaba el aparejo y salpicaba el puente por la borda de babor.
Se quedó estudiando la vela por un momento. No había duda del esfuerzo que hacía la escota de barlovento, ni de la vibración que se transmitía a la verga inferior. Era el momento de recoger parte del velamen.
– ¡Señor White! -Al momento llegó el atento muchachito-. Salude al capitán y dígale que el viento está refrescando. Con su aprobación, pretendo recoger las juanetes.
– Entendido, señor.
Drinkwater observó la bitácora con atención. Los dos timoneles gruñían y sudaban por su continua lucha para mantener el curso de la Cyclops. Miró atentamente la leve oscilación del compás. La luz del día hacía casi innecesarias los fanales de aceite. El agitado y gris Atlántico elevaba la aleta de la fragata, la empujaba hacia adelante mientras pasaba bajo el casco y la arrastraba hacia el seno de la ola, lanzado al bauprés contra el cielo como un cuchillo. Entonces, su popa se elevaba de nuevo y el ciclo volvía a empezar, una y otra vez, durante las tres mil millas que separaban Nueva York de las suaves olas del Canal.
Drinkwater no compartía la vergüenza que sufría el capitán Hope, que se afeitaba en su cabina. Hope ya conocía el embriagador aroma de la victoria, pues había combatido durante el glorioso período de la Guerra de los Siete Años. Poner punto y final a su carrera con una derrota era un amargo golpe, una condena de los años de trabajo y una justificación para sus cínicas opiniones y únicamente le aliviaba la letra de cambio de Tavistock por valor de cuatro mil libras.
Para Drinkwater, los acontecimientos de las últimas semanas habían supuesto una culminación. En su infructuosa búsqueda de De Barras, habían seguido el compás por la costa de Long Island y Nueva Inglaterra. Para Nathaniel, libre de la opresiva presencia de Morris, había resultado una experiencia gloriosa, unos días espléndidamente productivos durante los cuales, con suma precaución al principio y, después, con creciente confianza, había comandado el barco.
Elevó la vista hacia las juanetes ahora plegadas. Su opinión había sido confirmada ya que la Cyclops no había reducido el ritmo.
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