Richard Woodman - El vigía de la flota

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Octubre de 1779. Nathaniel Drinkwater ingresa a sus catorce años en la Armada Real británica como guardiamarina. Su primer destino será la fragata Cyclops, de treinta y seis cañones. A partir de ese momento su vida dará un giro radical; aprenderá la dureza de la vida entrecubiertas, llegará su bautismo en combate frente a las costas del Cabo Santa María y llevará a cabo misiones en el Mediterráneo, en las islas del Canal y, finalmente, en las Carolinas justo en el momento en que los rebeldes americanos presionan más a las tropas leales a la Corona.

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Hope enterraba los bultos en sus coyes. Seis un día, luego, otros nueve, mientras el viento seguía ululando, la fragata cabeceaba y los rociones se precipitaban a bordo en cortinas siseantes. Los enterramientos se hacían con las mínimas formalidades posibles.

A pesar del mal tiempo, la Cyclops pudo navegar hacia el norte sin ser descubierta. No estaba en condiciones de entablar combate. Además de las numerosas pérdidas de la campaña del río Galuda, la dotación tenía que subsistir con vituallas en mal estado. Al abrir los últimos toneles de comida en salazón, Copping, el contador, había descubierto que el cerdo estaba en peores condiciones de las que cabría esperar, lo que no hizo sino intensificar el sufrimiento de la Cyclops.

Al fin, transmitió las señales de identificación al buque de guardia anclado en Sandy Hook y, en compañía de los miembros del escuadrón norteamericano, echó el ancla en el río Hudson.

Durante los últimos meses de gobierno británico en cualquiera de sus trece colonias, la fragata de Su Majestad, Cyclops , permaneció amarrada. Llegó a Nueva York el último día de abril de 1781 y allí estaba, en la boca del Hudson, sin órdenes que cumplir más allá de atender al precepto general de reparar su velamen.

El almirante Arbuthnot no pareció mostrar demasiado interés por su llegada, dado que no les correspondía estar allí. Es más, pareció bastante ofendido, pues no se le había advertido previamente que aparecerían en sus dominios, y le transmitió su desagrado al capitán Hope, a quien recibió con fría cortesía.

Secretamente irritado por haber tenido que nadar entre dos aguas, Hope afirmó que su misión había sido confidencial pero, cuando se le inquirió sobre si dicha misión se había satisfecho, se vio obligado a admitir la derrota. Su explicación fue recibida con incredulidad y el almirante mantuvo con firmeza que las Carolinas estaban en manos británicas. Hope también deseaba deshacerse de la moneda continental, pero esto fue demasiado para el almirante Arbuthnot, que estudió al capitán con sus legañosos ojos.

– Llega usted a este puesto, señor, ocupa una posición británica sin autoridad para ello, fracasa en una misión que usted afirma que es secreta, aunque se la transmitió el capitán de un fragata y ahora quiere que sea yo quien se deshaga de una vergonzante suma de moneda rebelde. -El almirante se puso en pie-. Puede usted conservarla hasta que informe a su oficial al mando, el almirante… almirante…

– Kempenfelt, señor.

– Exacto. -Arbuthnot parecía considerar que el asunto estaba zanjado.

– Pero señor, debo reparar las juanetes…

– Las juanetes, señor, son asunto suyo, no mío… Le sugiero que se ponga en contacto con el almirante Kempenfelt y le consulte sobre este asunto. Buenos días, señor.

Hope partió.

Al final, el secretario de Arbuthnot recibió instrucciones desde Londres para que prestase cuanta ayuda fuese necesaria a la fragata Galatea. Se había añadido una nota puesto que, debido a circunstancias políticas de la mayor importancia, se había retenido a la Galatea en aguas territoriales y cumpliría su misión la fragata Cyclops, comandada por el capitán Henry Hope, M. R.

En consecuencia, el secretario preparó la orden para que entrara a puerto y retirara los suministros necesarios para reparar el aparejo. Arbuthnot firmó el requerimiento sin comentarios pues, en aquella época, tenía tendencia a firmarlo casi todo: estaba ya casi completamente ciego.

Al recibir las órdenes, la Cyclops navegó hasta un atracadero del muelle de Manhattan para comenzar con las reparaciones. Esa misma noche, Hope y Devaux cenaron juntos. Cuando degustaban el oporto, procedente de La Creole , Hope llamó la atención de Devaux sobre una decisión que tanto el vendaval como el renqueante aparejo habían postergado.

– Hemos de asumir que, en algún momento, recibiremos órdenes concretas, por lo tanto, Devaux, debemos considerar el asunto del reemplazo de Skelton. Cranston fue una gran pérdida para todos nosotros y también para la Marina.

– Sí -dijo Devaux, asintiendo. Su mente se deslizó hacia el denso bosque, hasta el momento en que había visto el cuerpo mutilado de Cranston, pero consiguió apartarse de ese espeluznante recuerdo.

– ¿Tiene a alguien en mente? -preguntó el capitán.

El primer teniente recobró la compostura y dijo:

– Bueno, señor, el siguiente, por orden de antigüedad, es Morris. Sus diarios de navegación son un desastre, aunque ha servido los seis años… Lo considero totalmente inadecuado y preferiría que abandonase este barco. Y si mal no recuerdo, de hecho, yo mismo lo amenacé con ello. Creo que el joven Drinkwater es un buen candidato para el puesto de teniente provisional. -Devaux hizo una pausa antes de continuar-. Pero seguramente, señor, hay alguien en la flota… -Devaux señaló hacia las luces de varios buques de guerra que se veían desde las ventanas de popa.

– Se refiere a un favorito del almirante, ¿no, señor Devaux? -le preguntó Hope maliciosamente.

– Eso es, señor.

– Pero el almirante Arbuthnot me informó de que el barco está bajo la autoridad de Kempenfelt. Y quién soy yo para cuestionar su decisión -dijo con burlona humildad para luego continuar con un tono más duro-; además, no estoy dispuesto a preguntarle sobre mis guardiamarinas. -Tomó un sorbo de su oporto antes de continuar-. Ya le envié una lista de las víctimas en la que se indicaba con claridad el estado de la dotación de oficiales. Si no cree conveniente nombrar a alguien, por mí puede irse al infierno. -Hope hizo una breve pausa-. Y sospecho que Kempenfelt aprobaría nuestra elección… -dijo Hope sonriendo con benevolencia antes de vaciar su vaso.

Devaux arqueó una ceja y dijo:

– El viejo Blackmore se sentirá complacido, ha tomado a Drinkwater bajo su ala desde que dejamos Sheerness.

Los dos oficiales llenaron de nuevo sus vasos.

– Que -dijo Devaux, escogiendo el momento- me lleva al asunto de Morris, señor. Estaría muy agradecido si se pudiese arreglar su traslado…

– Esa es una medida un poco drástica, ¿no cree, señor Devaux? ¿Qué se esconde tras esa petición?

Devaux le resumió a grandes rasgos el problema y añadió que, en cualquier caso, a Morris le molestaría que Drinkwater fuese su superior. Hope gruñó.

– ¡Molestar! A mí me ha molestado tener que estar a las órdenes de la mitad de los oficiales que me han comandado. Pero Morris es afortunado, señor Devaux. Si lo hubiese sabido antes, yo lo habría degradado. La próxima vez, tenga la amabilidad de contármelo tan pronto como tenga el mínimo presentimiento de que está sucediendo algo así… esa es la ruina de la Marina y crea oficiales como ese odioso Edgecumbe… -se explayó Hope.

– Sí, señor -dijo Devaux y cambiando de tema apresuradamente, añadió:- ¿Cuáles son los las intenciones del almirante, señor?

Hope volvió a refunfuñar:

– ¡Intenciones! Ojalá las tuviera. Por qué tanto el general Clinton como él aguardan sentados en Nueva York, agitando nuestra bandera, cuando disponen de los suficientes soldados como para barrer Washington de la faz de la tierra. Clinton se lo hace encima ante la perspectiva de perder Nueva York y se libra enviando al general Philips a Virginia. Sin embargo, he oído que Arbuthnot va a ser relevado…

– ¿Por quién, señor?

– Graves.

– ¡Por el amor de Dios! Que no sea Graves…

– Es un hombre bastante agradable, que es más de lo que puedo decir de Arbuthnot.

– Es un afable incompetente, señor. ¿No se le llevó ante un consejo de guerra por negarse a entablar combate con un inchimán?

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