El hombre se movió de nuevo con una mueca de dolor.
– Oui -asintió, respirando y apretando los dientes. Drinkwater lo ató a las cadenas principales. Hope dio media vuelta y dijo:
– Dígale al señor Devaux que las brigadas de cañones estén listas para pasar a la acción. Cuando se les dé la orden, quiero que abran las portas, saquen los cañones y disparen.
– Entendido, señor -dijo el mensajero antes de salir corriendo.
La Cyclops estaba a menos de cien yardas de L a Creole , cruzando su popa de estribor a babor. Se oyó una llamada desde el enorme buque corsario.
– Bien, señor Drinkwater. Estimule a nuestro amigo.
El francés tomó aire.
– Ça va bien! Je suis blessé, mais la frégate est prise!
Se oyó una respuesta atravesar la corta distancia que separaba a los dos barcos:
– Bravo mon ami! Mais vôtre blessure?
El oficial francés le echó un vistazo a Drinkwater y tomó aliento:
– Affreuse! A la gorge!
Hubo un momento de silencio y luego una voz confundida que dijo:
– La gorge? Mon Dieu!
De La Creole llegó ahora un grito de entendimiento.
Hope maldijo y el francés, llevándose la mano izquierda al torso, pues el dolor de los pulmones era casi insoportable, miró triunfante a Drinkwater. Pero el guardiamarina no podía matarlo a sangre fría, ni siquiera acaba de comprender lo que había pasado…
No obstante, los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad así que el dilema de Drinkwater no duró demasiado. El oficial francés se desmayó sobre el puente al tiempo que la dotación de La Creole corría hacia los cañones. Una racha de aire infló las gavias de la Cyclops , aumentando su velocidad, y, de pronto, la popa del corsario se acercaba de través.
– ¡Ahora Devaux! ¡Abra fuego, por lo que más quiera!
Se abrieron las portas, hubo un terrible chirrido al arrastrar la batería de estribor de cañones del doce para que asomasen sus bocas. Entonces, la colisión de costado los superó a todos e hizo balancearse a la fragata. En la oscuridad de la batería de cañones, Keene y Devaux saltaban fuera de sí, llevados por la emoción y la furia luchadora. Habían sobrecargado los cañones y, además, añadido botes de metralla. Por ello, la devastación causada a La Creole destruyó su resistencia de una sola andanada. Con el retroceso de los cañones, la Cyclops cabeceó hacia estribor. El impulso la abarloó al costado de La Creole y otra andanada penetró el casco de aquel barco que, en tiempos, fuera un inchimán. Unos cuantos valientes abrieron fuego desde el buque corsario de los americanos, pero los británicos tenían todo a favor.
La Cyclops se dejó arrastrar un poco más y perdió su rumbo. Se dejó caer el ancla y se plegaron las velas. Al hacer virar el cable, la Cyclops recobró la compostura y se acercó a La Creole por la aleta de babor.
Durante veinte horribles minutos, los británicos lanzaron andanada tras andanada. En el barco americano, los hombres murieron con valentía. Consiguieron artillar ocho cañones, con los que infligieron ciertos daños sobre su adversario pero, al final, en medio de su propia sangre y vísceras, el barco y la dotación una mera sombra de lo que habían sido, el comandante francés ordenó arriar su insignia y así lo hizo uno de los oficiales americanos.
La pálida luz del amanecer le reveló a Hope el ajado empavesado que yacía sobre los destrozados despojos de lo que en su día fue un hermoso coronamiento tallado, y ordenó el alto el fuego.
Un poco más tarde, esa misma mañana, Drinkwater acompañó a su capitán al barco enemigo. El capitán Hope no consideró que mereciese la pena tomarlo como botín. Su propia escasa dotación apenas era suficiente para vigilar a los prisioneros y cumplir con sus tareas en la Cyclops. El barco rebelde ya era viejo cuando lo adquirieron los americanos y los daños sufridos a manos de los cañoneros de la Cyclops habían sido horrendos.
Drinkwater se quedó boquiabierto ante la desolación causada por las andanadas de la fragata. La tablazón de las cubiertas estaba destrozada, hendida por las balas y los botes de metralla, que habían levantado astillas irregulares. Parecía un campo de petrificado pasto. Varios baos pendían flácidos y los cañones se habían caído de sus cureñas. Los muñones estaban torcidos y tres de ellos habían perdido sus cascabeles, parecía que de un limpio tajo. Esparcidos, también, por aquellas cubiertas arrasadas se veían restos de la vestimenta de la tripulación: un gorro de lana con borla, un zapato, un crucifijo y las cuentas de un rosario, una navaja y un cofre, con hermosos diseños, hecho trizas…
En posturas indecorosas y en charcos de vivido color, yacían los despojos, aún más macabros, de quienes, en algún momento, fueron hombres. La sangre seca parecía oscurecer al lado de los tonos ocre de los vómitos, el descarnado blanco de los huesos humanos, el azul de la carne ensangrentada y los verdes y marrones de los intestinos. Era una visión repugnante y los huecos ojos de los supervivientes contemplaron al capitán británico, el hacedor de su suerte, con inexpresivo odio. Pero Hope, con la sencilla fe del guerrero devoto, les devolvió la mirada con desdén, pues estos hombres no eran sino piratas legalizados que navegaban en busca de su propio beneficio, destruyendo barcos mercantes por el lucro que de ello extrajesen, e imponiendo su presencia a los marineros inocentes con una cruel indiferencia por su destino.
El capitán ordenó que se desembarcasen las provisiones que pudiese aprovechar la fragata y preparó el combustible necesario para quemar el barco rebelde. Con la puesta de sol, el teniente Keene subió a L a Creole para prenderla fuego. A medida que el terral comenzó a soplar en dirección al mar, la Cyclops levó su ancla, La Creole ardía con furia, una negra cortina de humo rumbo al mar, alejándose de la costa de aquella tierra ignorante.
La Cyclops estaba ya a cierta distancia de la costa cuando hizo explosión la santabárbara de L a Creole. Una hora más tarde, cambió su rumbo para dirigirse hacia el cabo Hatteras y Nueva York.
Las decisiones tomadas en los cabos de Virginia
Abril-octubre de 1781
El tiempo estaba, una vez más, en su contra. En las costas del horrible cabo, se encontraron con un temporal de increíble ferocidad que martirizó a los aparejos. El mastelero de la juanete mayor se fue por la borda llevándose las gavias de mesana y del trinquete. El temporal también confinó a los heridos bajo cubierta. El sollado mostraba una escena de degradación última. El inmundo pantoque lo fue aún más a causa del agua que la impetuosa fragata absorbía en su lucha contra el mar. La suciedad se derramó por el sollado del barco, haciendo aumentar la población de roedores. Las ratas corrían casi sin freno por los cuerpos de los moribundos, que daban arcadas y se orinaban encima sin sentir mayor alivio por ello. Y, además, morían. Casi ninguno de los hombres que resultó herido, aunque fuese un mero rasguño, pudo escapar de la gangrena o de algún tipo de envenenamiento de la sangre.
Drinkwater fue uno de los pocos afortunados. Su corte superficial le desfiguraba las facciones, pero no era peligroso. Appleby se lo suturó, un Appleby que había perdido buena parte de su rotundo volumen y cuyas escasas medicinas se agotaron mientras luchaba contra las enfermedades y la septicemia con sus propias fuerzas decadentes. Al fin, exhausto por el cansancio y la exasperación, derramó lágrimas de enfado y frustración en la oscuridad de su infernal reino.
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