Richard Woodman - El vigía de la flota

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Octubre de 1779. Nathaniel Drinkwater ingresa a sus catorce años en la Armada Real británica como guardiamarina. Su primer destino será la fragata Cyclops, de treinta y seis cañones. A partir de ese momento su vida dará un giro radical; aprenderá la dureza de la vida entrecubiertas, llegará su bautismo en combate frente a las costas del Cabo Santa María y llevará a cabo misiones en el Mediterráneo, en las islas del Canal y, finalmente, en las Carolinas justo en el momento en que los rebeldes americanos presionan más a las tropas leales a la Corona.

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– ¿Qué vamos a hacer con él? -preguntó Humphries, con sus brillantes ojos rezumando maldad. Morris miró a Drinkwater con los ojos velados. Se humedeció los labios mientras consideraba las posibilidades físicas. Pero quizás leyó algo en la expresión de Drinkwater, o quizás su lujuria se hubiese aplacado de momento, o puede que temiese las consecuencias de ser descubierto. Por fin, tomó una decisión y se inclinó sobre Nathaniel.

– Si… -dijo Morris, regodeándose en la palabra-, si le mencionas a alguien una sola palabra de todo esto, te mataremos. Será fácil, un accidente. ¿Lo entiendes? O, quizás, prefieras que nuestro amigo Threddle… -el marinero dio un paso al frente, expectante, una de sus manos asida al cinturón- te enseñe lo que es que te den bien.

Drinkwater tenía la boca reseca. Tragó con dificultad y dijo:

– Yo… lo entiendo.

– Pues vete a cubierta, que es donde deberías estar, lameculos.

Drinkwater salió corriendo. La normalidad que se vivía en cubierta le impresionó profundamente. Al llegar al combés, apareció en el puente Tregembo y lo miró con una expresión rara, pero el guardiamarina estaba demasiado aterrorizado como para darse cuenta.

– El señor Blackmore le reclama, señor -dijo Tregembo al pasar por su lado. Drinkwater se dirigió a popa, parecía que el corazón se le fuese a salir del pecho, e intentó lo mejor que pudo dominar el temblor de sus piernas.

Una semana más tarde, Gibraltar era una vez más asediada por los españoles. Rodney había despachado a los mercantes hacia Menorca y las unidades destinadas en el Canal navegaban rumbo a casa bajo el mando del contraalmirante Digby. Los mercantes vacíos iban en esa flota. Puesto que su tarea ya estaba cumplida, el almirante puso proa a las Antillas con refuerzos.

Quinientas millas separan Gibraltar del puerto de Mahón. El breve intervalo de buen tiempo había concluido. Les soplaba de frente un llevantades y tanto la Cyclops como la Meteor se esforzaban por mantener los buques mercantes y de avituallamiento en orden. El convoy navegaba de bolina, ceñida tras ceñida. Al principio, tomaron rumbo sur, evitando la desfavorable corriente que discurre paralela a la costa española y a la minúscula isla de Alborán pero, después de marcar repetidamente hacia el este, mantuvieron un rumbo norte hasta que divisaron los altos picos nevados de Sierra Nevada y pudieron dejar Cabo de Gata a barlovento. El convoy se esparció por el amplio mar y las fragatas de escolta tuvieron aún más problemas para guiarlo.

El tiempo empeoró. El estado de la Cyclops era desolador. La humedad penetraba por todas las esquinas del barco y propiciaba la aparición de moho. Se desmontaron las pasarelas y el agua se filtraba por las portas cerradas, por lo que el pantoque requería de la bomba de achique. La falta de ventilación entrecubiertas llenaba los espacios habitados de una hedionda miasma que provocaba las náuseas de los hombres bajo cubierta. Tras una guardia, venía la siguiente, cuatro horas de trabajo y cuatro de descanso. Se apagó el fuego de la cocina y sólo la ración diaria de grog mantenía en pie a los hombres; eso y el temor al látigo. Con todo, se desataron conflictos, hubo peleas y los nombres de los implicados fueron a parar al libro de castigos.

Las cosas no mejoraron cuando la Meteor mando la señal de que vigilaría el convoy en el puerto de Mahón mientras la Cyclops navegaba siguiendo la costa a la espera de que descargasen los barcos. Aunque Hope doblaba en edad al capitán de la Meteor ; éste le superaba en antigüedad. Se le conocía su debilidad por el buen vino, las mujeres de cabello negro y el juego. Así, la Meteor ató un cabo a la boya del Lazareto de Mahón mientras la Cyclops navegaba cerca de la costa, arrizada a medias y poco entusiasmada en su búsqueda de las patrullas españolas.

Cuatro días después de que el convoy llegase a Mahón sano y salvo, Humphries desapareció por la borda. No hubo testigos, simplemente no contestó a la orden de formar en cubierta y, tras una concienzuda búsqueda por la fragata, no apareció. Al enterarse, Drinkwater tuvo miedo. Morris le lanzó una mirada maligna.

Al séptimo día comenzó a amainar, pero el océano, con su típica perversión, les proporcionó aún más sufrimiento. Por la noche, el viento dejó de soplar por completo y dejó a la Cyclops girando penosamente en un mar embravecido, al tiempo que se levantaba oleaje del sudeste.

El caos siguió asediando a la fragata y llevando las fuerzas del guardiamarina Drinkwater hasta el límite. De alguna manera, la felicidad que había sentido en Gibraltar parecía irreal, no más que una falsa emoción sin esencia. Se sintió traicionado por su propia càndida ingenuidad. La fealdad de Morris y su perverso círculo de compinches de la cubierta inferior parecían estar infectando el barco, tal como lo hacía la humedad y el intenso hedor. Tanto lo asociaba su mente con el olor de los cuerpos malolientes, hacinados en pañoles sin ventilación, que jamás podría dejar de asociar ese olor con la imagen de Morris que se formaba en su mente. Lo que había hecho tenía nombre y Morris se enorgullecía de ello. El mero recuerdo hizo sudar a Drinkwater. Empezó a ver indicios en todas partes aunque, en verdad, de una dotación de doscientos sesenta hombres, sólo una docena eran homosexuales. Sin embargo, para Drinkwater, en plena fiebre adolescente, suponían una amenaza que fue dejando su poso debido a la continua tiranía de Morris y el convencimiento de que éste contaba con secuaces como el peso pesado de Threddle y sus esbirros.

Drinkwater empezó a vivir en su propio mundo de temor. Luchaba indeciso con lo que sabía y deseaba compartir.

Tras dejar atrás, por fin, las molestias del mal tiempo, la Cyclops navegó durante una semana en circunstancias agradables. Una brisa entre débil y fresca y los vientos más cálidos les llevaron de marzo a abril. La fragata olía mejor entrecubiertas cuando el aire fresco renovó los habitáculos. Se dieron friegas de vinagre y Devaux ordenó a los marineros del combés y a los desocupados pintar y barnizar hasta que el agua circundante brillase carmesí, reluciesen los maderos del alcázar y refulgiesen los metales al sol primaveral.

El último domingo de marzo, en vez del servicio religioso anglicano, el capitán Hope leyó las Ordenanzas Militares. Drinkwater escuchaba erguido junto con los otros guardiamarinas la voz de Hope entonar la cruda cantinela del Almirantazgo. Sintió cómo se ruborizaba, avergonzado de su propia debilidad, cuando Hope leyó el artículo 29: «Si algún miembro de la flota cometiera el detestable y pervertido acto de sodomía con hombre o animal será castigado con la pena de muerte…».

Se mordió el labio y, con un gran esfuerzo, dominó el miedo visceral que le embargaba, pero siguió evitando los ojos que sabía que le observaban.

Tras el solemne y opresivo recuerdo del poder conferido al capitán, toda la tripulación se vio obligada a presenciar el castigo. Mientras persistió el mal tiempo, dos habían sido los infractores impenitentes. Hope no era un comandante malévolo y Devaux, que profesaba una simple fe aristocrática en ser obedecido, nunca se inclinaba hacia los castigos estrictos, siendo más pródigo en la indolencia y falta de acción. Hope se contentaba con que los ayudantes del contramaestre se asegurasen de que se cumplían las tareas debidas. Pero estos dos hombres se habían embarcado en una trifulca y ni el capitán ni el primer teniente podían hacer caso omiso.

Se oyó el redoble de un tambor y los infantes de marina dieron fuertes pisotones para llamar la atención puesto que el enjaretado se estaba atando a la jarcia principal. Se llamó a un hombre. Antes de leer la sentencia, Hope se había preocupado por descubrir el origen del problema, sin conseguirlo. La cubierta inferior tenía sus propios abogados y guardaba sus secretos. El hombre dio un paso al frente y los ayudantes del contramaestre lo agarraron y le amarraron por las muñecas al enjaretado. Le metieron un trozo de cuero en la boca para evitar que se mordiera la lengua. Era Tregembo.

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