Mario Aparaín - No robarás las botas de los muertos

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Entre diciembre de 1864 y enero de 1865 ocurrió uno de los episodios más dolorosos de la historia uruguaya: el sitio de Paysandú. Allí, se enfrentaron los seiscientos defensores liderados por Leandro Gómez, comandante de la plaza, y dieciséis mil hombres de tres ejércitos invasores; detrás se extendía un telón de intereses internacionales. La contienda terminó trágicamente para los sitiados, marcada por la inmensa desigualdad de fuerzas. Mario Delgado Aparaín introduce su propia ficción en esa Paysandú que va quedando en escombros, cubierta de cadáveres y saqueada por guerreros victoriosos.
Con más de ocho edicionas agotadas No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo 2002) es ya un clásico de la novela histórica.

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– Bueno, así es la vida… -dijo él a modo de saludo.

– Estábamos esperando por usted, soldado Zamora… -reconvino la madre con impasible cortesía.

– Lo siento, señora. No faltaba más, hubieran empezado sin mí… -se excusó él, acomodándose trabajosamente en el lugar vacío, dejando las muletas a su lado y observando el blanco territorio de la magra mesa.

En cada sitio, incluyendo el suyo, una cuchara de alpaca, una galleta dura como una roca, una tangerina y un empobrecido plato de fideos agriados, aguardaban el hambre de cada uno.

– Si hubiésemos empezado sin usted, ya abríamos terminado, pues lo que se ve es lo que hay… -dijo Patricia, la mayor.

– Gracias al Señor… -dijo Martín Zamora.

– Yo diría que gracias a las previsiones de don Leandro… -precisó la madre-. Aunque usted tendrá que disculpar que el guiso esté tan agrio, pues tuve que echarle una rociada de tres limones.

– No se preocupe, doña Leticia. En mi tierra mi madre hacía lo mismo, pues en días calientes cualquier plato se corrompe y no llega a la tarde sino gracias al limón, que por eso es tan preciado.

Y comieron hasta lo último, sin que nadie hablara de ninguno de los temas del día: ni sobre el alto el fuego ni sobre los refugiados en la isla Caridad, ni de la terrible tarea que les esperaba a ellas en el hospital de sangre.

– Tienes buen color… -señaló Mercedes con satisfacción-. Se ha ido la palidez y eso quiere decir que te ha vuelto la sangre que faltaba.

– Eso es tan cierto que apenas amanezca volveré a las trincheras…

Doña Leticia Orozco lo miró con gravedad. Y convencida de que lo importante al fin de cuentas, sucediera lo que sucediese, era ser fiel a las obligaciones, dijo que deseaba que el ángel que cada uno tiene lo acompañase en los próximos tiroteos, pues el doctor Mongrell iba a requerir de los servicios de su casa para los próximos heridos y esperaba que no fuese él nuevamente uno de ellos.

– De modo que vuelva a la cama y aproveche estas horas para reponer fuerzas, que al fin de cuentas hay otros que están peor que usted…

Así lo hizo. Y por el zumo de tres limones que lo mantuvieron despierto, como en los viejos tiempos de Algeciras, Martín Zamora conoció el primer atisbo del amor en un minúsculo recoveco de la noche. Y a aquella sacudida espiritual que le removió la sangre por primera vez en mucho tiempo, dedicó un breve capítulo dentro de las extrañas memorias, escritas con la supuesta finalidad de que aquellos que tuviesen el deseo de emigrar a estas tierras fuesen informados.

80

“Por la ventana entreabierta a la noche entraba el aliento tibio del río Uruguay y adentro, la luz familiar de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes llenas de paz, mientras ella ojeaba ilustraciones de vísceras y huesos en un voluminoso libro para cirujanos y yo escribía. Cada tanto nuestros ojos se levantaban y sonreían a un tiempo, convertidos en espejos favorables en los que ninguno de los dos veía ni enfermeras ni guerreros, sino apenas un hombre y una mujer desamparados, sobrevivientes y aún frescos. Y a partir de las miradas, las ideas y las tentaciones venían alegremente a nuestros cerebros cansados de tormentos, de explosiones, de cráteres polvorientos, de cuerpos putrefactos.

Las horas pasaron. Un vago cansancio bajó a la tierra, ella cerró el libro sobre los secretos del cuerpo humano y mi pluma indecisa se detuvo, cediendo al mismo sueño que descendía sobre las cosas. Entonces la vi erguirse apenas sobre la mesa, acercarse y rozar su boca casi abierta sobre el dorso de mi mano. Cuando abrí los ojos nos miramos una eternidad, en un reposo melancólico y lánguido de almanaque vencido, que nos permitió observar la verdadera vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas. La vimos largamente, enlazada con el amor y la muerte, sin tener a la vista nada que soñar…”

81

15 de diciembre

Sin despedirse de nadie, Martín Zamora abandonó la casa de la familia Orozco antes del amanecer. Salió a la calle sosteniéndose en una sola muleta y apoyando cada dos pasos el caño del fusil en el suelo. Reconoció los alrededores desolados y anduvo tres cuadras bordeando los cráteres de las veredillas de 8 de Octubre, ocupadas por soldados macilentos y hoscos a causa de la mala noche, hasta encontrar amparo en la trinchera ubicada frente al almacén “El ancla dorada”.

Al verlo llegar, los tres guardias nacionales, desarrapados y oscuros, que vigilaban de pie hasta donde se perdía la calle Treinta y Tres Orientales, le prodigaron una afectuosa bienvenida al mundo de los vivos, pues dos de ellos habían estado en la misma balacera en que él había caído y en la que el gigantesco negro Guite le había perdonado la vida al ladrón de ajos.

Martín Zamora hizo bromas acerca de la inmortalidad de su pierna rota y se metió como pudo en el socavón donde unos veinte hombres tomaban mate y conversaban en voz baja sobre la escasez cada vez mayor de fulminante para los fusiles. Otros, acostados sobre tablones que los aislaban del barro aguado provocado por la lluvia, dormían como si el mundo fuera otro.

Mirándolos al pasar, rozándose con miradas en las que parecía acumularse el hastío, Martín Zamora eligió sentarse al lado de un hombre que roncaba hecho un ovillo en el zanjón y luego de estirar a medias la pierna herida, se entretuvo en armar un grueso cigarro.

– Usted siempre se las arregla para juntarse con las pulgas… -le dijo uno de aquellos hermanos Warnes con los que habían tomado la casa de los Ribero, señalando con el mentón al hombre que descansaba de espaldas a su lado.

Se estiró, examinó al durmiente y comprobó con sorpresa que se trataba de un inglés muy ufano de su sueño, un sueño más propio del gozo menudo de un par de horas apacibles, que del cansancio incontenible de la tensión de una trinchera.

– Coño, es Harris. Déjelo que duerma… -pidió mientras encendía el tabaco.

Sin embargo, su amigo el inglés debió interrumpir abruptamente su sueño de la madrugada, debido a la algarabía que provocó la aparición de una inesperada visitante. Era una joven mujer de cierta alcurnia llamada Magdalena Pons, hermana del teniente Rafael Pons, quien inadvertida consiguió abrirse paso por la esquina del almacén “El ancla dorada”, burlando la vigilancia del enemigo, y allí estaba, al pie de la trinchera y metida entre los hombres.

Nadie hubiera dicho que era una mujer cuya vida entre Paysandú y Montevideo se guiaba por las fiestas y por los ayunos dictados por la Iglesia, pues se la veía desgreñada como una loca de los campos, encascarada de barro desde los botines hasta los dobladillos del vestido y alterada por la urgencia de llegar hasta el coronel Gómez, pues dijo que venía desde la capital, solo para traer un par de valiosas comunicaciones del gobierno.

Un joven alférez de barba negra apellidado Sánchez, perteneciente al escuadrón Raña, se aproximó y llamó a Martín Zamora, al menor de los Warnes y a Raymond Harris, para que lo acompañasen en la escolta de la dama hasta la Comandancia y le asegurasen el último tramo entre los escombros.

Cuando ya habían llegado a las proximidades de la plaza de la Constitución, la señorita Pons, quien no dejaba de parlotear como un loro y exhibir un cierto aire de mandona de zona céntrica de la capital, reparó de pronto en el andar desquiciado de Martín Zamora y aseguró compasiva que él y todos los lisiados de Paysandú tendrían en pocos días una asistencia como Dios manda, con ensalada de legumbres frescas, sábanas blancas y monjitas de la caridad prodigándoles cariños y agradecimientos por el sacrificio realizado.

Y cuando el alférez Sánchez le preguntó a qué se debía su optimismo, apareció ante ellos el capitán Hermógenes Masanti, quien la reconoció de inmediato.

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