Mario Aparaín - No robarás las botas de los muertos

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No robarás las botas de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre diciembre de 1864 y enero de 1865 ocurrió uno de los episodios más dolorosos de la historia uruguaya: el sitio de Paysandú. Allí, se enfrentaron los seiscientos defensores liderados por Leandro Gómez, comandante de la plaza, y dieciséis mil hombres de tres ejércitos invasores; detrás se extendía un telón de intereses internacionales. La contienda terminó trágicamente para los sitiados, marcada por la inmensa desigualdad de fuerzas. Mario Delgado Aparaín introduce su propia ficción en esa Paysandú que va quedando en escombros, cubierta de cadáveres y saqueada por guerreros victoriosos.
Con más de ocho edicionas agotadas No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo 2002) es ya un clásico de la novela histórica.

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El Capitán se sentó a mi lado con la evidente intención de intimar conmigo. Se acomodó en la silla con posa brazos, dejó su Remington recostado al ropero de tres puertas y viendo que yo estaba en plena escritura, comentó que le llamaba la atención cómo los hombres sentían necesidad de escribir en tiempos de bombardeos y que, como tantos, también él mantenía el sueño secreto de escribir algo más que sus rutinarios partes de guerra. Dijo que nada deseaba más que llegar vivo al final del sitio, para escribir una historia en la que intentaría desenmascarar el alma diabólica del hombre que pergeñaba y respaldaba masacres desde su sillón presidencial en Buenos Aires.

Por supuesto, se refería a Bartolomé Mitre. En realidad sé muy poco del presidente argentino, pero al capitán Masanti parece apasionarle hablar de este porteño descendiente de Joseph di Mitri, un orate a ratos que tuvo el triste honor de ser el primer suicida que existió en Montevideo hace poco más de un siglo. Debo decir que es todo un placer escuchar al capitán hablar de Mitre como si fuese un personaje de folletín al que hay que aderezar cuanto sea posible, solo para humanizarlo y odiarlo mejor. El capitán Masanti le explicó que el Mitre de su historia será el más Mitre de todos los Mitre y se llamará Bartolomé, igual que el verdadero, le gustará escribir rimas y además de dirigir pésimamente la guerra entre bambalinas, fundará un periódico sólo para escarnecer a Leandro Gómez y al presidente Aguirre y alabar a Venancio Flores y a los brasileños a través de un séquito rocambolesco de escribas alcahuetes. Pero por sobre todas las cosas, Masanti dice que en su libro lo tratará como lo que es, militar pedante, hipócrita y megalómano. Será un generalillo de cartón, obsesionado por pasar a la historia parado sobre una peana de versos malos y que tendrá en grado sumo la primera condición que ha menester cualquier periodista que se precie: la hipocresía. Sin embargo, no le bastará un Paraguay entero para satisfacer sus ambiciones y el capitán Masanti sospecha que esa es la razón de la mediocridad de los versos del Mitre verdadero, porque más que la poesía es el lucro y la gloria lo que le ha importado desde siempre.

El Capitán sostiene que en su historia el generalillo será tan taimado como el verdadero y tal será su deseo de hacerse agradable a los demás, que hasta lo hará sonreír con las arrugas del traje. Y cuando se le mire los zapatos charolados, las uñas rosadas y abrillantadas, las mejillas de albaricoque en sazón, cualquiera que se le pare delante sentirá el impulso bonachón de pellizcarle los cachetes como a un niño.

– Él desea ser poeta… -confió el capitán Masanti-. Pero sus versos son tan malos y escasos que hasta él mismo lo sabe y se conduele…

Y para probarlo, extrajo de su chaqueta negra un viejo trozo de papel periódico, del que bien merece la pena dejar constancia, pues el tonto texto parece de verdad pertenecer al mismísimo presidente de los argentinos:

‘Hoy mismo, en medio de las embriagantes agitaciones de la vida pública, no puedo menos de arrojar una mirada retrospectiva sobre los días que han pasado y contemplar con envidia la suerte de los que pueden gozar de horas serenas, entregados en brazos de la musa meditabunda. Cuando esto me pasa, se me viene a la memoria un cuento que en otro tiempo me hizo reír y que hoy me hace suspirar, tal es la profunda verdad que encierra. Oiga el cuento: Un pobre pastor, hablando consigo mismo, se decía:

– ¡Ah, si yo fuera rey!…

– Y bien, ¿qué harías?…-le preguntó uno que le oía sin él advertirlo.

– ¿Qué haría? -dijo el pastor-. ¡Cuidaría mis ovejas a caballo!

Digo lo mismo. Si fuese rey, haría versos, por el gusto de hacer versos… a caballo. Y sin embargo, es probable que en el resto de mi vida no haga una docena de versos’.

– Capitán, quiera Dios que sobreviva usted para escribir esa historia. Es muy divertida… -le dije mientras bajaba la pierna herida y la depositaba con mucho cuidado en el piso de madera.”

78

14 de diciembre

Al atardecer, taciturno y con los ojos color de rabia, volvió el capitán Masanti al lado de Martín Zamora, esta vez con un puñado de cartas a las que no sabía si clasificar para responder o para quemar allí mismo, en la cocina a leña de la señora Orozco. Estaba muy enojado, caminaba de un lado a otro de la habitación y mezclaba las cartas al azar como si fuesen naipes gigantescos.

– Hace dos días que el coronel Gómez está recibiendo notas de viudos condolidos… -se quejó el capitán-. Fíjese en esta, Zamora, escuche: “Montevideo, 13 de diciembre de 1864. Señor coronel don Leandro Gómez, Distinguido amigo: He leído con todo el interés que es posible a un corazón como el mío, sus hazañas en bien de esta su patria, de su gloria y de su orgullo nacional.

Quiero ser el primero, si es posible, en felicitarlo, en reconocer como siempre a mi compañero, a mi amigo, al que jamás abandonó su puesto para combatir hasta lo último contra esa raza infame de macacos, cuya ambición, desde la conquista de los españoles, por hacerse dueños de esta hermosa tierra, no ha dejado un día de hacer verter la sangre de esclarecidos varones, y que periódicamente nos ha envuelto en la anarquía espantosa a que se ha plegado siempre el partido de los tránsfugas, el colorado.

Sea Paysandú, mi amigo, la tumba de los brasileños y los traidores…”. Y ahora escuche esta otra, Zamora, vea: Querido don Leandro: La fortuna se la ha reservado Dios a usted y a ese puñado de valientes, que ya han inmortalizado sus nombres, y sus heroicas hazañas tienen henchido el corazón de todos, y hasta los viles y protervos unitarios se han visto en la necesidad de elogiar.

Usted puede repetir con orgullo las palabras de Sila a Mario:

‘¡Miserables! Queríais hundir la patria en la anarquía olvidando vuestros deberes. Yo conquistando laureles inmarcesibles, os he puesto en la obligación de ir a prosternaros de rodillas para agradecer a nuestros dioses las victorias con que enaltecía mi genio y mi brazo a Roma’.

¡Hermano!

Al despedirme os saludaré con las preciosas palabras de esas madres espartanas al colocar en el brazo de su hijo el escudo para su defensa:

‘Cubierto con él, lleno de gloria.

Sobre él, muerto, sea tu único ataúd’.

¡Adiós, valiente Leandro!

Lo abraza Coriolano Márquez”.

El capitán Masanti suspendió la lectura del resto de las misivas y las masacró una y otra vez entre sus manos hasta reducirlas a la mínima expresión. Luego encendió un cigarro, se sumergió en un impenetrable silencio y se dedicó a despedir nubes de humo por un extremo de sus hoscos y apretados labios.

– ¡Vaya partida de maricones! -exclamó al fin mientras arrojaba la bola de papel a un rincón de la habitación-. Todos nos saludan desde lejos y desde ya nos dan por muertos… ¡Qué forma tan miserable de dejarnos solos! ¡Carajo! ¡Hasta los masones abandonaron al Coronel!

Y antes de marcharse, tras encasquetarse el sombrero, el capitán Masanti miró desde la puerta a Martín Zamora con la misma dureza de los primeros días de calabozo en que lo había conocido.

– Se terminó la licencia, mi amigo, le doy doce horas para que vuelva a su trinchera. Cada día que pasa somos menos y por lo que veo, nunca seremos más.

79

14 de diciembre

Aquella noche Martín Zamora se lavó, se afeitó y vistió cuidadosamente para cenar junto a las cuatro mujeres de la casa que lo esperaban en el comedor. Ayudándose con las muletas que retumbaban en el piso madera como los pasos de un pirata solitario sobre cubierta de un galeón, Martín Zamora salió afuera, atravesó lentamente el patio a cielo abierto con intenso olor a floraciones de jazmines del Cabo y entró a la amplia cocina cuando doña Leticia Orozco y sus tres hijas ya estaban sentadas alrededor de la mesa.

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